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– No puedo, Tiberio. Te he dicho que me voy a casa ahora mismo.

– Te lo ruego, Valence, hazlo por mí.

– Yo no hago nada por nadie.

– No te creo.

– Te equivocas.

– Entonces, hazlo por ti mismo.

– No.

El guardia abrió la puerta e hizo un signo a Valence.

– Su tiempo ha terminado -dijo-. Podrá volver mañana si lo desea.

Valence lo siguió. Desde el otro extremo del pasillo, oyó cómo gritaba Tiberio.

– ¡Valence, Dios santo, trata de ser un poco bíblico!

Valence no volvió a pasar por el despacho de Ruggieri, no se sentía capaz. Lamentaba aquella discusión con Tiberio y lamentaba haberlo visto suplicar. Era posible que en este momento el emperador Tiberio estuviese lloriqueando, ese tipo de cosas no le avergonzaban en absoluto.

Se cruzó con Claudio y con Nerón, que venían sin duda a ver si había noticias, y no consiguió evitarlos. Ninguno de los tres tenía ganas de hablar.

– ¿Viene de allí?

Valence asintió. Por primera vez veía a Nerón con el rostro severo, lo cual no resultaba nada tranquilizador.

– ¿Le cree? -preguntó Claudio.

– Sí -dijo Valence sin reflexionar.

– Si lo culpan de los dos asesinatos -dijo Nerón con voz calmada-, Roma arderá con mi venganza.

Valence no supo qué responder. Tuvo la seguridad de que Nerón pensaba lo que decía.

Volvió rápidamente a su hotel.

– Prepare la cuenta -dijo cogiendo su llave-, me voy esta noche.

XXXII

Valence daba vueltas como un león enjaulado en la estación de Roma mientras esperaba que el tren de las 21 horas y 10 minutos para Milán estuviese listo. Había llegado con casi dos horas de adelanto porque ya no sabía qué hacer en el hotel. Se encontraba mejor en la estación. Veía pasar ante él centenares de personas que no habían oído jamás hablar del caso Valhubert, que no habían consagrado nunca un pensamiento al caso, ni lo harían en el futuro. Oía hablar a montones de gente que nunca había estado atormentada por el caso Valhubert, gente a quien el caso le importaba un bledo y siempre le importaría un bledo. Le sentó bien. Conseguía pensar en lo que tenía que hacer en Milán. Conseguiría probablemente interesarse en los asuntos que había dejado aparcados, en su informe sobre las acciones preventivas de la municipalidad contra el hampa. Había aplazado varias citas y tendría una semana ajetreada.

Cuando el tren dejó al fin el andén, vio cómo los tejados de Roma se alejaban, erizados de antenas, y respiró. Aquellos tejados eran un verdadero desbarajuste. Se sentó y cerró los ojos sin tener tiempo de darse cuenta.

Se despertó sudoroso. Había gente que se había instalado a su lado mientras dormía, cinco personas que no sabían nada del caso Valhubert y a quienes les importaba un bledo. Cinco personas sin interés que no estaban pensando en el caso Valhubert. Valence los detestó. Su ignorancia lo llenó de horror. La mujer de enfrente, que era bastante guapa, quizás intentase hablar con él y eso que no sabía ni una palabra del asunto Valhubert. Se levantó y retrocedió en el pasillo. Estaba tiritando por culpa del aire que entraba por aquella ventana y se quedaba pegado a su camisa empapada. Tenía que cambiarse de camisa, tenía que calmarse.

El tren frenó, llegaba a una estación. Era una estación sin importancia. El tren volvió a salir casi de inmediato, lentamente, a sacudidas. Valence cogió su maleta y su chaqueta. Tuvo tiempo de saltar sobre el andén antes de que el tren hubiese tomado velocidad.

– Está prohibido hacer eso -dijo un empleado aproximándose.

– Francés… -dijo Valence como excusa-. ¿A cuánto estamos de Roma? ¿A cuántos kilómetros?

– Ochenta, ochenta y cinco… Depende desde dónde se calcule.

– ¿A qué hora pasa el próximo tren?

– No antes de una hora y media.

Valence salió corriendo de la estación. Encontró un taxi mientras subía por una gran calle al azar.

Se recostó en el asiento trasero y cerró los ojos. Estaba helado a causa de la camisa. Salían de la ciudad, tomaban la autopista. Roma, setenta y siete kilómetros.

XXXIII

Pidió que lo dejasen ante el hotel Garibaldi. Lo mejor era prevenir a Laura Valhubert de que se encontraba a su disposición en caso de que su banda de bribones alzase la voz. Ahora que se encontraba de nuevo en Roma estaba menos inquieto. Uno no mata a alguien así como así, con la excusa de que se acerca demasiado a los polis. Aunque es cierto que Laura podía denunciar a toda la red. De todas formas Valence dio una vuelta alrededor del hotel Garibaldi por las callejuelas adyacentes.

Las habitaciones que daban a la parte de atrás del edificio estaban casi todas oscuras. Teniendo en cuenta la escalera que ella había tomado la última vez, su habitación debía de dar a la parte de atrás. Intentaba recordar el número de su llave, la había visto cerca de su vaso. Estaba seguro de que empezaba por un dos, segundo piso entonces. Pasó bajo las ventanas y la mayor parte estaban abiertas, a causa del calor. Frente al Garibaldi, había un pequeño hotel mucho más modesto y alguien de pie sobre uno de los balcones. Un poco impresionado por el silencio de la calle, un poco tenso, se quedó inmóvil mirándolo, a una distancia de una quincena de metros. En realidad la silueta era poco visible porque la habitación no estaba iluminada. Se podía simplemente adivinar que se trataba de un hombre. Valence no se movió. No le gustaba que aquella silueta no hiciese un solo movimiento y no le gustaba que el balcón estuviese en el segundo piso.

Era absurdo desconfiar de un hombre solitario que tomaba el aire, sólo porque se alojaba frente al Garibaldi a la altura de la habitación de Laura. Podían existir centenares de hombres tomando el aire en balcones aquella noche. Pero éste no se movía. Valence se aproximó sin hacer ruido, pegándose al muro para no correr el riesgo de entrar en el campo de visión del hombre si éste se inclinaba. ¿Qué es lo que pasaba en el balcón? ¿Se queda uno sobre un balcón en la oscuridad durante minutos enteros sin moverse un solo centímetro? Sí, ocurre. Puede ocurrir.

Valence respiraba lentamente. La noche lo transformaba en un ojeador peligroso y ya no podía irse, en absoluto. Vigilar en silencio se había convertido en su único pensamiento. Pasaron así tres cuartos de hora. Un viento de tempestad se levantó a rachas. La contraventana se cerró de golpe en el balcón y rozó a la silueta. Esto produjo un sonido sordo y Valence se crispó. Ese sonido no le gustaba. Si la contraventana hubiese golpeado un arma, hubiese hecho exactamente el mismo ruido. La contraventana podía perfectamente haber golpeado cualquier otra cosa metálica. Pero hubiese podido también golpear un arma. Valence recogió suavemente su maleta y retrocedió sobre la acera pegado siempre a la pared. Cuando llegó al ángulo de la calle, corrió y se hizo abrir la puerta del Garibaldi. Hacía ya una hora que un hombre estaba apostado en la oscuridad, frente al segundo piso y ese hombre tenía con él algo metálico.

Abordó con bastante brusquedad al joven que se encontraba de guardia en la recepción. Laura Valhubert aún no estaba en su habitación, su llave estaba en el tablero, 208.

– ¿Adónde da la habitación? ¿A la parte de atrás?

– Sí, señor.

– ¿En qué lugar exactamente?

– ¿Debo decírselo?

– Misión especial -dijo Valence, enseñando su tarjeta.

– Da al medio de la calle, frente al viejo hotel Luigi.

– Sírvame un whisky en el bar, se lo ruego. Diga a la señora Valhubert que la espero allí y no le permita bajo ningún concepto subir antes a su habitación. Mejor dicho, déme su llave, será más seguro.