Hablaba con rapidez. No tenía miedo. Ahora sólo era consciente de que una silueta asesina esperaba a Laura en la sombra del hotel Luigi y que él no podía llamar a nadie en su ayuda. Prevenir a la policía lo obligaría forzosamente a explicar el tráfico de Laura y del Doríforo y aquello conllevaría su arresto inmediato. Tenía que arreglárselas él solo con el asesino.
– La señora Valhubert está todavía en el bar -dijo el joven tendiéndole la llave.
Había reprobación en su frase.
Valence atravesó el hotel silencioso hasta el bar. Laura estaba sola, acodada sobre una mesa con el rostro apoyado en sus manos cerradas. Retenía apenas un cigarrillo entre los dedos. Tenía la impresión de que si hacía ruido al acercarse iba a desencadenar la muerte que esperaba en la calle y que Laura desaparecería antes de que él tuviese tiempo de alcanzarla. De la misma manera que se dice que un grito provoca una avalancha. Cuando llegó tras ella, habló con una voz casi inaudible.
– Sígueme en silencio -dijo-. Tengo que sacarte de aquí.
Ella no se movió. Estaba encogida e inmóvil. Él rodeó su silla y la miró.
– Tienes que seguirme, Laura -repitió en voz baja.
¿Qué otra cosa podía hacer? Estaba allí de pie junto a la mesa con aquella mujer magnífica y desanimada a la que tenía que sacar de allí. Decidió mentir.
– No te preocupes más por Tiberio -dijo-. Han abandonado la inculpación de asesinato. El juez dice que no le caerán más de dos años. Ven sin hacer ningún ruido, sígueme.
Ella dio una calada sin alzar la cabeza.
– Alguien te espera frente a tu ventana para dispararte -continuó Valence.
Laura se alzó lentamente y la ceniza de su cigarrillo cayó sobre la mesa. Se quedó de pie delante de Valence, sin mirarlo, con la cabeza baja.
– Todo esto me joroba -dijo-. No puedes comprender hasta qué punto todo esto me joroba.
Valence titubeó. Se quedó unos segundos así con Laura de pie muy cerca de él. Ya está, pensó, cerrando los ojos, la famosa caída, estoy acabado. La cogió entre sus brazos.
– Laura -dijo-, estamos acabados.
La arrastró por los sótanos y las cocinas del Garibaldi, que daban al otro lado de la calle. Tomaron un taxi para ir a su hotel. Valence agarraba a Laura por la muñeca.
– Mañana nos mudaremos -dijo-. Nos mudaremos todos los días.
– Me has mentido sobre Tiberio.
– Sí.
– Van a acusarlo de los dos asesinatos.
– Sí.
– Ese chico me importa.
– Les da igual.
– Pero a ti no.
– No.
– Sé algo que no puedo decirte.
– ¿Qué?
– Gabriella. No puedo decírtelo antes de estar segura. Pienso en ello desde hace días.
– ¿Tiene que ver con los asesinatos?
– Sí. Estoy harta de pensar en ello.
– Laura -dijo Valence, alzando la voz-, no seré yo quien salvará a Tiberio. Ni tú tampoco. Será el mismo Tiberio el que salvará a Tiberio.
– ¿Por qué dices eso de repente?
– Porque Tiberio es emperador.
Laura lo miró.
– Te han enloquecido -murmuró.
Valence todavía llevaba a Laura agarrada por la muñeca. A fuerza de apretar, puede que le hiciese daño. Pero ni se planteaba el soltar aquella muñeca. Volvió la cabeza, miró por la ventana del coche la calle oscura que pasaba. Miró con atención aquella calle, aquellas farolas, las casas vetustas, todo le importaba un bledo. Valence estaba pensando: «Aún la quiero».
XXXIV
– Dios santo -suspiró Tiberio-, Dios santo, es viernes.
Se puso rígido sobre su colchoneta y trató de reunir el mayor número posible de ideas. Era verdaderamente asombroso. Se quedó con el rostro impasible, mirando fijamente el techo, explorando de repente un mundo de evidencias, respirando muy suavemente para no espantar a la cadena de pensamientos que tomaban vida en su cabeza. La emoción le atenazó el vientre. Se alzó con precaución, aferró sus manos a los barrotes y aulló.
– ¡Carcelero!
El guardia apretó los dientes. Desde el principio, este tipo se había obstinado en llamarlo «carcelero» como si se creyese en una prisión del siglo XVII. Era exasperante pero Ruggieri le había pedido que no contrariase inútilmente a Tiberio por pamplinas. Estaba claro que Ruggieri ya no sabía cómo comportarse con aquel enajenado.
– ¿Qué ocurre, prisionero? -preguntó.
– Carcelero, haz venir aquí a Ruggieri sin más tardanza -recitó Tiberio.
– No se molesta al comisario sin un motivo imperativo a las ocho de la tarde. Está en su casa.
Tiberio sacudió los barrotes.
– Carcelero, Dios santo. ¡Haz como te pido! -gritó.
El guardia recordó las consignas de Ruggieri. Avisarlo en cuanto el preventivo manifestase un cambio de actitud, un deseo de hablar a cualquier hora del día o de la noche.
– Cállate, prisionero. Vamos a buscarlo.
Tiberio permaneció de pie, colgado de los barrotes hasta que llegó Ruggieri media hora más tarde.
– ¿Quiere hablar conmigo, Tiberio?
– No, quiero que vaya a buscarme a Richard Valence, es terriblemente urgente.
– Richard Valence ya no está en Roma. Regresó a Milán ayer por la noche.
Tiberio apretó los barrotes. Valence no lo había escuchado y había dejado a Laura sola frente a la noche de Roma. Valence era un hijo de puta.
– ¡Vaya a buscarlo a Milán! -aulló-. ¿A qué espera?
– Tú -dijo Ruggieri mirándolo a la cara- me pagarás un día u otro tus insultos. Haré que avisen al señor Valence.
Tiberio volvió a dejarse caer sobre la colchoneta, sentado, con la cabeza sobre los brazos. Valence era un hijo de puta pero tenía que hablarle.
Abrieron la puerta poco tiempo después. Tiberio respiró con fuerza viendo cómo Valence entraba en la celda.
– ¿Vino en avión? -dijo Tiberio.
– No me he ido a Milán -dijo Valence-. Casi nunca lo hago.
– Entonces… ¿has hecho lo que te he pedido para Laura?
Valence no respondió y Tiberio repitió su pregunta. Valence buscó sus palabras escrupulosamente.
– He sido muy bíblico con Laura -dijo.
Tiberio se echó hacia atrás y lo examinó.
– ¿Quieres decir que os habéis desplomado de amor bíblico y que te has acostado con ella?
– Sí.
Tiberio dio lentamente una vuelta a la celda, cruzando las manos tras la espalda.
– Bueno -dijo al fin-. Bueno. Si es así.
– Sí es así -dijo Valence.
– Tendré que pensar en proponerte un cargo consular cuando salga de aquí. ¡Porque voy a salir de aquí, Valence!
Tiberio se volvió con el rostro alterado.
– ¿Puedes decirme de memoria el texto de mis billetes, los que encontraron en casa de la Santa Conciencia de los Archivos Arrasados? Inténtalo, es muy importante, es vital, concéntrate.
– Maria… -dijo lentamente Valence frunciendo las cejas-. Maria… Mesa-ventana n.° 4 martes… Maria Mesa-puerta n.° 2 viernes… Maria… Mesa-ventana n.° 5 viernes… María… lunes… Maria…
– ¿No lo entiendes, Cónsul? ¿No lo entiendes? ¿No entiendes entonces lo que dices? María Mesa-puerta n.° 2 viernes… ¡Viernes!
– ¿Qué pasa con el viernes?
– ¡Pues que el viernes -gritó Tiberio-, el viernes toca pescado! ¡Toca pescado, Valence, por el amor de Dios!
Tiberio lo sacudió por los hombros.
Un cuarto de hora más tarde, Valence entraba como una exhalación en el despacho de Ruggieri, que no se había decidido a marcharse y que lo esperaba.
– ¿Y qué, señor Valence? ¿Qué era eso tan personal que tenía que decirle ese chiflado?
Valence lo agarró por el brazo.
– Envíe a seis hombres, Ruggieri, dirección Trastevere, al domicilio de Gabriella Delorme, en coches civiles. Sitúese en el coche que bloqueará la entrada principal. Subiré yo solo a su casa. Le haré una señal por la ventana en el momento en que deba reunirse conmigo.