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A Ruggieri no se le ocurrió protestar ni quiso acompañar a Richard Valence. Movió simplemente la cabeza pidiendo que le hiciese comprender.

– Más tarde, Ruggieri, se lo explicaré de camino. Prepare una orden de arresto.

Como era viernes, había gente en casa de Gabriella pero la velada era pesada y lenta. En el fondo de la habitación, Nerón estiró sus ojos con los dedos para examinar a Valence que entraba, se sentaba y servía una copa. Lo miraron todos sin hablar, Gabriella, el obispo a su lado y Laura flanqueada por Claudio y por Nerón.

– ¿Nos trae novedades, centurión? -preguntó Nerón.

– Sí -dijo Valence.

Nerón se estremeció y se levantó.

– Ése es un verdadero sí -dijo a media voz-. Es un sí que cuenta. ¿Qué ocurre, señor Valence?

– Tiberio no ha matado ni a Henri Valhubert ni a Maria Verdi.

– Eso no es ninguna novedad -dijo Claudio duramente.

– Sí. Ruggieri acaba de destruir el acta de acusación. Está levantando otra.

– ¿Qué han descubierto? -preguntó Nerón sin dejar de estirarse los ojos.

– Hemos descubierto que hoy es viernes, y el viernes toca pescado. Toca pescado y toca tregua. Es tregua y es abstinencia para Maria Verdi. Es abstinencia y pureza. Todos los viernes Maria Verdi se abstenía de su complicidad con Tiberio y Tiberio respetaba sonriente esta conmoción religiosa semanal. Los ladrones de la Vaticana libraban el viernes.

– ¿Y qué? -dijo Claudio.

– En dos de los billetes encontrados en casa de Maria, Tiberio ha escrito: Mesa-puerta n.° 2 viernes y Mesa-ventana n.° 5 viernes… Pero Tiberio no ha hecho nunca trabajar a Maria el viernes. Esos dos billetes son falsos y los otros nueve también. Los verdaderos billetes fueron destruidos realmente por Maria pero estos otros fueron depositados en su casa antes de su muerte para hacer caer a Tiberio.

Valence se levantó, abrió la ventana e hizo una señal a Ruggieri.

– Las apariencias… -murmuró cerrando la ventana-. Cuando un apartamento es devastado, uno se imagina que buscaban algo, uno nunca piensa que han depositado algo. Esos billetes no estaban en casa de Maria antes de que Lorenzo Vitelli viniese a dejarlos.

Ruggieri entró con dos hombres. El obispo les tendió las manos antes de que se lo pidiesen. Valence vio cómo el poli joven titubeaba ante el anillo episcopal antes de cerrar las esposas sobre sus muñecas. Gabriella gritó y se arrojó sobre Lorenzo pero Laura no se movió y no dijo nada.

Valence, apoyado en la ventana, la contempló mientras se llevaban al obispo. Laura no había vuelto la cabeza hacia Vitelli y él tampoco hacia ella. Los dos amigos de la infancia se separaban sin una mirada. Laura se mordía los labios y fumaba con esa distracción soberana que le hacía ignorar la ceniza que caía en el suelo. Se miraba las manos con la cabeza inclinada, agotada, con todo lo que el agotamiento conlleva de distancia y de tristeza. Richard Valence la examinaba, buscaba en ella la respuesta que le faltaba. Ahora sabía que Lorenzo Vitelli había envenenado a Henri y degollado a Maria Verdi. Lo sabía porque los hechos lo probaban. Comprendía al fin la sucesión verdadera de los acontecimientos y sabía cómo el obispo los había dominado magistralmente desde hacía trece días. Pero no sabía por qué razón. Esperaba a que Laura hablase.

Ahora, Laura había apoyado su frente sobre su mano y a él le costaba separar sus ojos de ella.

Desde la desaparición silenciosa de Vitelli y de los policías, Nerón se había quedado cerca de la puerta apoyado contra el marco y clavaba su ojo izquierdo, estirado por un dedo, sobre Valence. Valence se daba cuenta de que Nerón lo veía mirar a Laura. Sabía que Nerón era capaz de leer todos sus pensamientos en su rostro y en aquel momento era incapaz de conservar su rostro inexpresivo. Le daba igual.

Nerón sonreía, Nerón revivía después de casi haber pegado fuego a Roma. Se preguntaba cuál de ellos iba a ser el primero en romper aquel silencio que duraba desde que el gran obispo se había ido. Él mismo no tenía ganas de romperlo. Era tan agradable y tan incómodo aquel silencio tonto, era la primera vez que se callaban todos desde hacía trece días. Él volvía nítida la imagen de Richard Valence estirando su ojo izquierdo y aquello le gustaba. Cuando soltaba su ojo, Valence se volvía borroso y, cuando tiraba, Valence se volvía preciso con la mirada azul y las mechas negras cayendo sobre su frente y la respiración agitada. Nerón no había tratado mucho a Valence pero era evidente que, desde hacía varios días, no estaba en su estado normal y le gustaba asistir a aquello. Mucho incluso. El espectáculo de los grandes amores siempre ha fascinado a los príncipes, se dijo Nerón.

Se separó blandamente de la puerta y fue a escoger una botella de alcohol fuerte.

– Estoy seguro de que todo el mundo preferiría estar borracho -dijo al fin.

Dio la vuelta a la habitación sin darse prisa y tendió a cada uno su vaso. Al llegar cerca de Laura, se puso en cuclillas y le puso una copa en la mano.

– ¿Y todo esto por qué? -le dijo-. Por poca cosa. Porque monseñor es el padre de Gabriella.

Laura lo miró con un poco de miedo.

– ¿Y cómo sabes eso, Nerón?

– Salta a la vista. Lo he sabido siempre.

Valence se sorprendió de tal modo que tuvo que buscar sus palabras. Miró a Claudio, que estaba petrificado, y a Gabriella, que tenía aspecto de no oír nada.

– Pero si ya lo sabías, Dios santo -le dijo a Nerón-, ¿porqué no lo has comprendido todo desde el principio?

– Pues porque no pienso -dijo Nerón levantándose.

– Y ¿qué haces ahora?

– Gobierno.

Los miró sonriendo.

– ¿A qué esperamos para estar borrachos? -añadió.

Valence se apoyó pesadamente en la ventana. Lentamente, echó la cabeza hacia atrás. No podía seguir mirando al techo. Tenía que pensar, no tenía que hacer otra cosa que pensar. Claro, Nerón tenía razón, tanta razón. Y él no se había dado ni cuenta. Gabriella era la hija de Lorenzo Vitelli, la hija del obispo. Era exactamente lo único que había que saber. Después todo era tan fácil. Henri Valhubert que descubre la existencia de Gabriella, la hija bastarda que le esconden desde hace dieciocho años. A partir de ahí, está acabado. Está acabado porque quiere saber. Es algo que uno no puede evitar. Quiere saber y todo se pone en marcha. Va a ver a su amigo Lorenzo en quien confía plenamente para hablarle acerca de Gabriella. Quizás se haya inquietado por la reacción del obispo, quizás percibió de repente el parecido vago que une a padre e hija, o quizás dedujo esta paternidad de todo lo que sabe de Laura y de Lorenzo. ¿Qué importa? Ocurre que de repente Henri Valhubert sabe. Cuando tiene lugar el nacimiento, Vitelli ya está en las órdenes. Bajo su amenaza, Laura se calla. Padre desconocido. Su matrimonio con Valhubert la condena aún más al silencio. Y después Lorenzo se encariña con su hija. Es idiota pero es así. No existe riesgo, sólo se parecen si uno lo piensa. Él sabía bien de dónde sacaba Laura su dinero y eso era otra manera de asegurarse para siempre su silencio.

Henri Valhubert irrumpió en esta vida secreta que discurría suavemente desde hacía veinticuatro años. El obispo tenía que matar a aquel imbécil que iba a malograr su puesto de cardenal y toda su carrera, que iba a malograr todo el porvenir de Gabriella. Lo envenena sin titubear durante la fiesta decadente. El asunto del Miguel Ángel era una excusa espléndida. Investiga sin cejar para resolverlo y el resultado va más allá de sus esperanzas: Tiberio desvalija la Vaticana, Tiberio es perfecto para cargar con el asesinato en su lugar.

Pero no puede precipitarse. Ante todo no precipitarse. ¿Qué podría pensar de él Ruggieri si fuese a entregar a Tiberio, al joven Tiberio al que quiere tanto? El poli podría desconfiar, podría intentar comprender qué es lo que lo empuja a él, un hombre de Iglesia, a entregar a Tiberio con tanto celo. Lo que debe hacer es conducir suavemente a los polis para que descubran ellos mismos la culpabilidad de Tiberio, conservando mientras tanto su papel de protector. El único problema es Maria. Maria no es tan tonta. Lo frecuenta desde hace tantos años. No cree en su abnegación. Y peor aún, sospecha de él en relación con el asesinato. Ha comprendido desde hace mucho tiempo la historia de Gabriella, o quizás haya sorprendido la conversación entre Valhubert y el obispo en su despacho. Probablemente le propuso a Vitelli comprar su silencio con el suyo: ella no diría nada sobre Gabriella si él no decía nada sobre Tiberio. El obispo acepta y después la mata. Y el cerco se cierra sobre Tiberio. Es perfecto. Pero tras el arresto, Laura vacila y posee suficientes elementos para comprenderlo todo. Quiere mucho a este maldito emperador y él nota que está debilitándose, cediendo terreno día a día. Laura va a plantarle cara a él, al obispo. Tiene que eliminar a Laura. Una amenaza del Doríforo, después el asesinato y todo parecerá normal. Matar a Laura. Ha debido costarle trabajo tomar la decisión. Mucho trabajo.