– ¿Cómo has hecho, Nerón? -preguntó Valence en voz baja sin perder de vista el techo-. ¿Cómo has hecho para averiguar lo del obispo y Gabriella?
Nerón hizo una mueca.
– Bueno, cómo lo diría, veo cosas en lo infravisible -dijo.
– ¿Cómo has hecho Nerón? -repitió Valence.
Nerón cerró los ojos y cruzó los dedos sobre su vientre.
– Cuando Nerón hace eso -comentó Claudio-, es que no tiene intención de hablar.
– Justo, amigo mío -dijo Nerón-. Cuando Nerón hace eso podéis iros todos a tomar por culo.
– Soy yo la que se lo dije ayer -dijo Gabriella.
Se había levantado y miraba muy lejos.
– Tú no lo sabías -murmuró Laura.
– Había momentos en los que sí lo sabía.
– Si sabías eso -dijo lentamente Valence-, sabías también quién había matado a Henri y a Maria.
– No. Sólo por momentos -dijo Gabriella.
– ¿Por qué sólo se lo dijiste a Nerón?
– Me gusta Nerón.
– Ahí lo tiene -dijo Nerón sin abrir los ojos-. Infinitos enredos sentimentales sobre los que se tejen y zozobran los destinos de los príncipes…
– Cállate, Nerón -dijo Claudio.
Nerón pensó que Claudio estaba mejor. Era una buena noticia. Valence pasó una mano sobre sus ojos y dejó la ventana.
– El alcohol está ahí -le dijo Nerón extendiendo el brazo.
– Tiberio ha guardado en una caja fuerte seis de las once piezas robadas -dijo Valence-. Probablemente podremos recuperar las que faltan si pagamos su precio.
– Pero incluso si las once piezas son restituidas a la Vaticana -dijo Claudio-, Tiberio no quedará liberado de culpa. Será juzgado y condenado de todas formas.
– Pero tenemos a Édouard Valhubert -dijo Laura-. Cerrará el caso.
– ¿Piensas en un chantaje o algo así? -preguntó Claudio.
– Por supuesto, querido.
– Es una idea estupenda -dijo Claudio.
Valence atravesó la habitación. Quería ver a Tiberio.
– Dale un beso de mi parte -dijo Laura.
Salió suavemente sin dar un portazo.
XXXV
Era de noche y hacía calor. Valence caminaba lentamente y el suelo parecía titubear. Nerón le había hecho beber mucho. Había llenado su vaso sin cesar. Era agradable esta ciudad confusa que giraba un poco en torno a él, no demasiado, sólo lo necesario. En los cristales oscuros, Valence se veía caminar y se encontraba alto y sobre todo guapo. Si el obispo hubiese matado a Laura ayer por la noche, él, Richard Valence, seguiría siendo un tipo grande con ojos claros. ¿Pero para qué sirven los ojos claros, si nadie los mira?
– Para nada -se contestó en voz alta-. No sirven para nada.
Después pensó que debía estar atento si quería encontrar el camino.
Esperaba encontrar a Ruggieri todavía trabajando, aunque fuese casi medianoche. Ruggieri era un buen trabajador. Probablemente había empezado ya a comprobarlo todo, a verificar todas las articulaciones técnicas del caso.
– He empezado a comprobarlo todo -dijo-. Ocurrió tal y como dijimos. La cicuta crece a voluntad en el jardín del palacio del obispo. Dice que escogió esta planta porque sabía que provocaba una muerte suave. Por el contrario, con Maria Verdi fue diferente. Hacía tantos años que ella lo exasperaba que, por fuerza, lo del cuchillo resultó un desahogo.
– ¿Qué había escogido para Laura Valhubert?
– Las balas. Y, bueno, también… esto.
Ruggieri rodeó su mesa y sacó un pequeño sobre de un cajón.
– No debería hacerlo -añadió.
Titubeó, giró el sobre entre sus dedos y lo deslizó finalmente en el bolsillo de Valence.
– De parte de monseñor Vitelli para Laura Valhubert. Usted se lo dará. Y ni una palabra de esto, por favor.
– Me gustaría ver a Tiberio.
– Ah. ¿Es urgente?
– Lo es.
Ruggieri suspiró y acompañó a Valence hasta las celdas. Tiberio estaba sentado en la oscuridad.
– Te esperaba, Cónsul -dijo.
– Se acabó, Tiberio. Monseñor ha tendido sus manos y se las hemos esposado.
– Lorenzo tiene unas bellas manos, sobre todo con ese anillo en el dedo. Hay tanta gente que lo ha besado. ¿Te das cuenta? ¡Qué hermosa es toda esa cochinada!
– Pronto saldrás de aquí. Laura se encarga, a su manera, de arreglar las cosas. En unos meses estarás fuera. Podrás volver a ponerte unos zapatos.
Valence se levantó para buscar la luz.
– No enciendas -dijo Tiberio-. Tengo ganas de ver tus ojos en la oscuridad.
– Bueno -dijo Valence sentándose de nuevo.
– ¿Crees que Lorenzo hubiese dejado que me pudriera en la cárcel?
– Sí.
– Tienes razón -suspiró Tiberio-. Tendré que ir a verlo cuando esté él dentro. Haremos traducciones latinas juntos.
– No creo que sea una idea muy buena.
– Sí. ¿Quieres saber por qué robé todos esos chismes en la Vaticana?
– Si quieres.
– Porque quería que la Santa Conciencia hiciese algo divertido en su vida. Y te lo juro, Valence, te juro que se divirtió mucho. Tendrías que haber visto su rostro aterrorizado cuando depositaba los pequeños paquetes bajo las mesas. Adoraba todos aquellos mensajes codificados. De acuerdo, está muerta pero, verdaderamente, se divirtió mucho. Ahora tengo que volver a ponerme los zapatos.
Tiberio se levantó, encendió la luz, y se inclinó bajo la cama para cogerlos.
– Ya está -dijo-. Quizás no veas nunca más mis pies, Cónsul.
Valence sonrió y le dio las buenas noches.
Fuera, Laura y Nerón lo esperaban. Valence cruzó y se acercó a ella.
– Me he olvidado de darle un beso de tu parte.
– Has hecho bien, no tiene sentido darle un beso a alguien de parte de otra persona.
– Lorenzo te da esto.
Laura rompió rápidamente el sobre.
– Es su sortija, su anillo episcopal. Ha hecho que lo corten. Te lo regala.
– ¿Puede hacerlo?
– No.
Caminaron los tres juntos un momento. Después Nerón se detuvo bruscamente en medio de la calle.
– Dígame, señor Valence, ¿cuánto tiempo le queda a Tiberio?
– Seis meses como mucho.
Nerón reflexionó un momento, inmóvil.
– Bien -concluyó alzando la cabeza-. Haga que le digan que no debe inquietarse en absoluto.
Tendió gravemente la mano a Valence, rozó los labios de Laura y se alejó con paso negligente.
– En su ausencia -dijo sin volverse- yo sabré regir el Imperio.
Fred Vargas