Al principio, había sentido reservas contra Claudio, el hijo de su viejo amigo Valhubert, pero el joven había acabado por conmoverle. Con Nerón tuvo más dificultades: con su rostro blando y su espíritu sin principios en ebullición voluntaria y estudiada, era un provocador nato. Presionado por Henri Valhubert había empezado por ayudar, sobre todo, a Claudio en sus estudios, pero ahora guiaba regularmente a los tres chicos por los rincones del Vaticano. Hacía ya varios años que el obispo había sido liberado ampliamente de las obligaciones de su diócesis y llamado al Vaticano, donde gracias a su excepcional competencia de erudito y de teólogo se había hecho indispensable tanto en la gran biblioteca como en el colegio cardenalicio. Pocas cosas que tuviesen que ver con la Vaticana escapaban al conocimiento de Vitelli, que, por otro lado, había instalado allí su gabinete de trabajo. ¿Por qué Henri venía a Roma de manera tan precipitada? No tenía sentido.
– Pero ¿qué hacías? -preguntó Gabriella dándole un beso-. Llevamos siglos esperándote.
– Preparaba una visita oficial al Vaticano, querida -respondió el obispo.
– Monseñor -dijo Tiberio estrechándole la mano-, el libro que me aconsejó supera todas mis expectativas. Llevo sumergido en él tres días. Pero hay varias locuciones latinas que no comprendo. Si pudiese…
– Ven a verme mañana. No. Si estás en la Vaticana, iré yo a verte a la gran sala. Y aprovecharé para inspeccionar una vez más el estado de los archivos. ¿Estás al corriente de todo este asunto, Claudio?
– Más o menos -gruñó Claudio.
– No parece que te divierta mucho.
– Desconfío de mi padre. ¿Es cierta toda esa historia del Miguel Ángel robado?
– Tranquilo, Claudio -dijo el obispo-. Nadie ha dicho que haya sido robado. Pero creo que tu padre debe de tener probablemente una idea más precisa sobre todo esto puesto que es este asunto el que lo lleva a emprender este viaje. Ya de joven el calor de Roma se le hacía insoportable.
– ¿Tu padre viene a Roma? -preguntó bruscamente Gabriella-. ¿Cómo es eso? ¿Solo?
– ¿Pero es tan trágico que Henri Valhubert venga a Roma? -preguntó Nerón, frunciendo los labios.
– En absoluto -dijo Vitelli-. Es Claudio el que se crispa.
– ¿No le dirá nada, monseñor? -dijo Claudio-, ¿no le dirá nada sobre la chica?
– Claudio, escucho confesiones y no ando propagándolas, ni siquiera a mi mejor amigo -dijo Vitelli sonriendo-. Si supieses todo lo que no digo, tu cabeza explotaría.
Más tarde, durante la velada, Claudio volvió a la carga.
– ¿También le ha escrito a usted, monseñor? ¿No nos puede enseñar la carta?
– Incluso si la tuviese, Claudio, no te dejaría leerla. Pero no te inquietes así, no hay nada que te concierna ni de lejos ni de cerca. ¿No puedes confiar en mí?
– ¿Cuándo llega exactamente?
– Mañana, en el avión de la mañana. Vendrá a verme directamente al Vaticano. No me viene demasiado bien con esa visita oficial entre manos.
– Pero ¿no puede hacerle entender que no es el mejor momento?
– Cuando a tu padre se le mete una idea en la cabeza, ya sabes que nada en el mundo puede detenerlo. Por otro lado, es posible que me interese lo que tiene que decir. Pasará a verte por la noche a la escuela.
– ¡Imposible! -gritó Nerón-. ¡Mañana hay una fiesta en la plaza Farnesio! Todos los espíritus sofisticados y decadentes que conoce Roma asistirán. ¡No puedes perderte eso, Claudio!
– No me lo perderé, tranquilízate -dijo Claudio con voz cavernosa-. Monseñor, puede decirle a mi padre que su hijo libertino está de fiesta. Al fin y al cabo, si quiere ver el espectáculo, que se reúna con nosotros. Si no, ya lo veré más tarde.
– Como quiera -dijo Vitelli sonriendo.
El obispo se levantó, recompuso su hábito, alisó su cinturón. Tiberio miró su reloj. Lorenzo Vitelli partía siempre a las once.
– Pero ya sabes, Claudio -continuó-, que tu padre es muy capaz de ir a esa fiesta. ¿A quién crees desafiar entonces? Algunas veces adivino mejor las intenciones de Henri que las tuyas. Eres demasiado expeditivo. Siempre demasiado rápido.
Una vez que el obispo se hubo marchado, Claudio fue a buscar una botella para relajarse, explicó.
– Perdona, Gabriella, pero a veces tu Lorenzo me pone de los nervios.
– Hoy todo el mundo te pone de los nervios -soltó Tiberio.
– ¿Hace cuánto tiempo que el obispo Vitelli conoce a tu padre? -preguntó Nerón desde el sofá en el que estaba recostado. Estiraba el borde de su ojo izquierdo con su dedo y veía recortado ante la lámpara el perfil interesante de Gabriella.
– Ya te lo hemos dicho -dijo Claudio sirviéndose una copa-. ¿Quieres, Tiberio?
– ¿Desde cuándo lo conoce? -repitió Nerón.
– Creo que vas a tener que recomenzar desde cero, Claudio -dijo Gabriella sonriendo-. Nerón lo ha olvidado todo. Nerón deja de estirarte el ojo, da pena verte.
– Laura -comenzó Claudio volviéndose hacia Nerón-, ¿sabes al menos quién es Laura?
– ¡Sí! -dijo Nerón agitando un brazo-. Divina figura, sonrisa fascinante.
– Bueno -retomó Claudio-. Nerón se acuerda de Laura, eso ya es algo. Laura y el obispo Lorenzo Vitelli son amigos de la infancia. ¿Todavía me sigues? Crecieron juntos, de cualquier manera, como la hierba, en la misma calle desolada de las afueras de Roma.
– ¿Y se acostaron juntos por lo menos?
– Cerdo -dijo Gabriella.
– Es maravilloso. Basta con agitar el hábito violeta del obispo para que Gabriella se ponga inmediatamente nerviosa. Perdóname, querida mía. Tómalo como si fuese un piropo: con casi cincuenta años, tu Lorenzo está todavía perfecto. Facciones correctas, cabellos plateados. Perfecto. Qué pena que la religión… Bueno, peor para él. Es asunto suyo. ¿Y qué más, Claudio? Crecieron juntos, ¿y después qué?
– Laura y Lorenzo Vitelli son como uña y carne, en el buen sentido, te guste o no. Mi padre conoció a Lorenzo en Roma cuando éste no era más que un coadjutor. Debía de tener menos de treinta años y ya era un tipo terriblemente cultivado. Se entendieron de maravilla y Lorenzo presentó Laura a mi padre. Ya está. Y mi padre se fue de Roma hace dieciocho años llevándose a Laura. Ya está. Desde entonces, cuando viene a Roma, en la estación fresca, nunca deja de ir a verlo. Es mi padre el que ha publicado la mayor parte de las obras de Lorenzo sobre el Renacimiento. ¿Comprendes? ¿Te acordarás ahora?
– No estoy seguro -dijo Nerón-. Claudio, estás bebiendo tú solo. Eso es muy grave. Déjame que te acompañe un poco en tu descenso a los infiernos.
– Muy amable de tu parte pero no te molestes. Encontraré el camino yo solo.
– Insisto, Claudio. Es un placer para mí. Te dejaré en la primera parada.
– Entonces, ¡toma! -le dijo Claudio lanzándole un vaso-. ¡Y buen viaje, Lucius Domitius Nero!
– Gracias, Claudius Drusus. Eres como un hermano.
Un poco más tarde, cuando Gabriella se hubo quedado dormida, Tiberio la cubrió con las mantas de la cama y cerró las ventanas del balcón. Se echó los brazos de Nerón sobre su hombro y lo hizo descender los tres pisos. Le costó menos trabajo bajar a Claudio, que era más ligero. Los depositó abajo como dos sacos, volvió a subir para apagar la luz y para cerrar la puerta del piso y arrastró a sus dos amigos hasta su casa al otro lado del río. De vez en cuando Nerón trataba de decir algo y Tiberio le decía que se callase. Claudio estaba verdaderamente bebido. Tiberio lo lanzó sobre la cama y le quitó los calcetines. Estaba acostumbrado. Cuando salía de la habitación, Claudio murmuró: «Laura, ante todo, no tienes que…».