Andrei la abrazó doblegándole el cuerpo hacia atrás, de tal modo que sus cabellos parecían rojos a la luz del fuego. -No me quejo, Kira. Soy feliz, feliz de no tenerte más que a ti -murmuró.
– ¡No digas eso, Andrei! -rogó ella-. No lo digas, te lo suplico.
No volvió a decirlo. Pero sus brazos, su carne, todos sus músculos, que ella sentía junto a los suyos, gritaban silenciosamente: -No tengo más que a ti… no tengo nada… nada… sólo te tengo a ti.
Cuando Kira volvió a su casa era ya muy tarde. El cuarto estaba vacío y oscuro. Se sentó, fatigada, encima de la cama, aguardando a Leo. Y se durmió agotada, acurrucada en su arrugado traje encarnado, con la cabellera suelta, un brazo extendido con la palma vuelta hacia arriba y los dedos fatigosamente cerrados. La despertó el teléfono. Se levantó de un salto. Era de día, pero la lámpara seguía ardiendo todavía en la mesita de noche. Leo no había vuelto.
Vacilando, se dirigió al teléfono, con los ojos todavía cerrados, como si un enorme peso abrumara sus párpados. -¿Quién es? -murmuró apoyándose a la pared.
– ¿Es usted Kira Alexandrovna? -preguntó una untuosa voz masculina que arrastraba meticulosamente las vocales, pero en la que se adivinaba una nota de ansiedad bajo la inflexión cortés.
– Sí -dijo Kira-, ¿con quién hablo?
– ¡Aquí Karp Morozov, Kira Alexandrovna, alma de mi alma… si tuviera usted la bondad de venir a llevarse a ese… a llevarse a su casa a Lev Sergeievitch. Verdaderamente no conviene que se dé un espectáculo en mi casa. Parece que ha habido una fiesta, y…
– Voy en seguida -dijo Kira, colgando el aparato. Se vistió en un instante. Pero no acertaba a abrocharse el abrigo: los dedos le temblaban tanto que no lograba hacer entrar los botones en los ojales.
Cuando llegó, Morozov en persona le abrió la puerta. Estaba en mangas de camisa, y su chaleco, demasiado estrecho, marcaba profundos pliegues sobre su grueso abdomen. Se inclinó profundamente, a la moda campesina.
– Ah, Kira Alexandrovna, alma mía, ¿cómo está usted? Siento mucho haber tenido que molestarla por esta tontería. Pero… entre, por favor.
El amplio recibimiento de blancos paneles olía a lilas y a naftalina. Al otro lado de una puerta Kira oyó reír a Leo con risa alegre, argentina, serena.
Sin aguardar la invitación de Morozov, Kira entró directamente en el comedor. La mesa estaba puesta para tres. Antonina Pavlov-na, con el meñique levantado, sostenía en la mano una taza de té. Llevaba un quimono oriental; sobre su nariz se acumulaban los polvos, entre la nariz y la barbilla se había esparcido el rojo de sus labios, y sus ojos, sin maquillar, parecían hinchados, cansados y pequeñísimos. Leo estaba sentado a la mesa en mangas de camisa y pantalón negro; llevaba el cuello desabrochado, la corbata sin anudar, los cabellos en desorden. Reía sonoramente mientras intentaba hacer sostener en equilibrio un huevo sobre la punta de un cuchillo.
Levantó la cabeza y miró con sorpresa a Kira. Su cara era fresca y joven, radiante como una mañana de primavera. Una cara que nada parecía alterar. -¿Qué haces aquí, Kira?
– Kira Alexandrovna, por casualidad… -empezó a decir tímidamente Morozov, pero ella le interrumpió bruscamente:
– El me ha telefoneado.
– ¿Cómo…? ¿Usted…? -Leo se volvió a Morozov con una mueca de enojo, y luego dijo moviendo la cabeza y volviendo a reír:- ¡Está bueno eso! ¿Os figuráis que tengo un ama que me vigila?
– Lev Sergeievitch, alma de mi alma, no quise…
– ¡Basta! -gritó Leo-. Bien, Kira -añadió-, puesto que has venido, siéntate y desayuna. ¡Mira a ver si tienes todavía un par de huevos, Tonia!
– Vamonos a casa, Leo -dijo Kira con calma. El la miró y se encogió de hombros.
– Si te empeñas en ello… -dijo, levantándose poco a poco. Morozov tomó la taza de té que no había terminado de beber. Vertió el té en el plato y sosteniendo éste con la punta de los dedos sorbió el líquido a borbotones. Luego dijo, mirando alternativamente a Leo y a Kira:
– Yo… ¿sabe usted?, he aquí lo que ha sucedido: he telefoneado a Kira Alexandrovna porque temía que… que no se sintiera usted bien, Lev Sergeievitch, y que…
– … estuviera borracho -concluyó Leo.
– Oh, no es eso, pero…
– Ayer lo estaba, pero esta mañana ya no. Y no tenía usted ninguna maldita razón para…
– Estuvimos en una fiesta, Kira Alexandrovna -explicó con voz insinuante Antonina Pavlovna-, se nos hizo algo tarde y… -Eran las cinco cuando viniste a la cama -refunfuñó Morozov-. Lo sé porque oí ruido y vi que habías derramado la botella del agua.
– Leo me había acompañado a casa -prosiguió diciendo Antonina Pavlovna sin hacerle caso- y creo que estaba algo cansado.
– Un poco… -empezó a decir Morozov.
– … borracho – terminó Leo encogiéndose de hombros.
– ¡Borracho como una cuba, si quiere que se lo diga! -explotó con rabia Morozov, poniéndose tan colorado que las pecas de su rostro desaparecieron-. Estaba tan tan borracho que esta mañana al levantarme lo encontré tendido en el diván, completamente vestido, y durmiendo tan fuerte que ni un terremoto le hubiera despertado.
– ¿Y qué? -dijo Leo con indiferencia.
– Fue una fiesta magnífica -dijo Antonina Pavlovna- y ¡qué espléndido es Leo! Al ver cómo tira el dinero no se puede reprimir un estremecimiento de emoción. Pero esta vez, querido Leo, exageró usted.
– ¿Qué dice? No me acuerdo.
– Bien. Cuando perdió tanto dinero en el juego, no me importó;y me pareció muy chistoso el que pagase diez rublos por cada copa que había roto. Pero verdaderamente, dar propinas de cientos de rublos a los camareros… eso no hubiera debido hacerlo.
– ¿Por qué no? Deja que se den cuenta de la diferencia entre un caballero y esta gentuza roja de hoy.
– Sí, pero no tenía que dar cincuenta rublos a la orquesta para que dejara de tocar cada vez que la música no era de su gusto. Y luego eligió a la muchacha más hermosa que había, una muchacha a quien no había visto nunca, y le ofreció lo que quisiera para que se desnudase delante de todos, y le metió todos aquellos cientos de rublos por el escote.
– ¿Y qué? -dijo Leo-. Tenía un cuerpo bien formado, realmente.
– Vamonos, Leo -dijo Kira.
– Aguarde usted un momento, Lev Sergeievitch -dijo Morozov, dejando el plato-. ¿De dónde saca tanto dinero? -No lo sé -dijo Leo-. Tonia me lo dio. -Antonina, ¿de dónde…?
– ¡Oh! -la mujer frunció el ceño con aire ofendido-. Tomé el montón que tenías bajo la papelera.
– Tonia -exclamó Morozov con una violencia que hizo temblar la mesa-, ¿tocaste aquel dinero?
– Claro está que lo tomé -dijo ella echando adelante la barbilla con aire de desafío- y no estoy acostumbrada a que se me riña por razones de dinero. Lo tomé, y eso es todo. ¿Qué pasa? -¡Dios mío, Dios mío, Dios del cielo! -se lamentó Morozov cogiéndose la cabeza con ambas manos y agitándosela como si fuera un juguete con el resorte roto-. ¿Qué haremos ahora? Era el dinero que debíamos a Syerov. Teníamos que habérselo dado ayer. Y ahora no nos queda ni un rublo… y Syerov… me matará si no se lo que entrego hoy. ¿Qué voy a hacer…? Syerov no quiere aguardar, y…
– ¡Ah, no quiere aguardar! -dijo Leo-. Pues tendrá que tener paciencia. Deje de gimotear de este modo, Morozov; ¿de qué tiene miedo? No puede hacer nada contra nosotros y lo sabe bien. -Me deja usted asombrado, Lev Sergeievitch -refunfuñó Morozov, más encendido que nunca-. Se ha cobrado usted su parte, ¿eh? Y cree que es honrado tomar…
– ¿Honrado? -Leo se echó a reír con su más alegre y más impertinente carcajada.- ¿Habla usted conmigo? Pero, amigo mío, he conquistado el inmenso privilegio de no impresionarme en lo más mínimo por esta palabra. En lo más mínimo. Queríamos divertirnos y nos divertimos. Y por lo demás, si hay algo que le parezca especialmente deshonroso, tenga usted la seguridad de que lo haré. Y cuanto más vil mejor. ¡Buenos días! Vamonos, Kira. ¿Dónde está mi sombrero?
– ¿No se acuerda, Leo -dijo amablemente Antonina-, de que lo perdió al volver a casa?