– Es verdad. No importa: compraré otro. Compraré tres. Hasta luego.
Kira llamó un trineo y volvieron a casa en silencio. Una vez en su cuarto, Leo dijo bruscamente:
– No quiero críticas ni de ti ni de nadie. Tú, especialmente, no tienes por qué quejarte. No me he acostado con ninguna otra mujer, si es que esto te preocupa. Y esto es todo cuanto tienes derecho a saber.
– No estaba preocupada, Leo. No tengo que quejarme de nada, ni he de criticar nada. Pero quisiera hablarte. ¿Quieres oírme? -Claro está que sí -contestó él con indiferencia. Kira se arrodilló delante de él, y le abrazó, y, echándose atrás los cabellos y mirándole con los ojos muy abiertos le dijo, en un esfuerzo supremo:
– No puedo censurarte, Leo, no puedo reñirte. Sé lo que haces y por qué lo haces. Pero óyeme; todavía es tiempo, todavía no te han cogido, todavía puedes hacerme caso. Hagamos un esfuerzo, el último; ahorremos cuanto podamos y procurémonos un pasaporte. Y huyamos al punto del globo más lejano de esta tierra maldita.
Leo la miró a los ojos, que echaban llamas, como espejos que reflejan un incendio. -¿Por qué preocuparte? -preguntó.
– Leo, sé lo que quieres decir. No deseas vivir. Ya no te interesa. Pero, óyeme, hazlo aunque no lo desees. Aunque te parezca que nunca más querrás volver a vivir. Por lo menos, cuando estés fuera. Cuando estés en libertad, en un país humano, verás cómo deseas vivir.
– ¡Tontuela! Pero ¿tú te figuras que conceden pasaportes a hombres con mi historia?
– ¡Probemos, Leo! ¡No renunciemos así! ¡No podemos vivir sin una esperanza ante nosotros! ¡No tienen que cogerte, Leo! ¡No dejaré que te cojan!
– ¿Quién? ¿ La G. P. U.? ¿Cómo puedes evitarlo? -No. No se trata de la G. P. U. Es algo peor, mucho peor. Se ha llevado a Víctor, se ha llevado a Andrei… se ha llevado a mamá… no debe llevarte a ti, ahora.
– ¿Qué quieres decir con "se ha llevado a Víctor"? ¿Me crees capaz de ponerme a lamer botas como aquel bellaco? -Leo, el lamer botas y todo lo demás no es nada. Lo que se ha apoderado de Víctor es algo peor, algo más profundo, más decisivo; el lamer botas no es más que una consecuencia. Lo que yo quiero decir es algo que puede ser mortal. ¿No has visto nunca crecer a una planta sin sol y sin aire? No deben hacer eso contigo. Deja que se lo hagan a ciento cincuenta millones de almas, pero no a la tuya, Leo, no a ti, que eres el más alto objeto de mi veneración. -¡Vaya expresión exagerada! ¿De dónde la sacaste? -¿De dónde…? -repitió ella, mirándole fijamente. -Verdaderamente, Kira, a veces me admira el ver que no has logrado todavía vencer tu inclinación a tomar ciertas cosas demasiado en serio. No hay nada que se apodere de mí; no hay nada que me alcance. Hago lo que me parece, y esto es bastante más de lo que puedes decir a cualquier otro, en estos tiempos.
– Óyeme, Leo. Quiero hacer algo, intentar algo. Entre nosotros hay muchas cosas por resolver, y no de las más fáciles. Concluyamos de una vez con ellas. -¿Cómo?
– Casémonos, Leo.
– ¿Eh? -Leo la miró con aire incrédulo.
– Casémonos -repitió ella.
Leo echó la cabeza hacia atrás, riendo. Su risa era sonora, clara, fría, como cuando se había reído a la cara de Andrei Taganov o de Morozov.
– ¿Qué sucede, Kira? ¿Te ha dado la estúpida manía de hacerte la mujer honrada?
– No se trata de esto.
_ Es un poco tarde, para nosotros, ¿no te parece?
– ¿Por qué no, Leo?
_ ¿Y por qué sí? ¿Acaso nos hace falta?
– No.
– ¿Por qué entonces?
– No lo sé, pero te lo pido.
– Esta no es una razón suficiente para cometer una tontería. No tengo vocación de marido respetable. Si temes perderme, ningún papelucho garrapateado por ningún funcionario rojo podrá detenerme.
– No tengo miedo de perderte. Tengo miedo de que te pierdas.
– ¿Y unos cuantos rublos al Zag y la bendición del Upravdom me salvarían el alma, acaso?
– No tengo que darte explicaciones, Leo. Sé que tienes razón, pero te lo pido.
– ¿Es un ultimátum?
– No -contestó ella con una serena sonrisa de abandono y de resignación. -Entonces, dejémoslo.
– Sí, Leo.
La cogió por los sobacos y levantándola entre sus brazos le dijo: -¡Pobre chiquilla histérica! ¡Qué temores más absurdos te asaltan! ¡No pienses más en ello! De ahora en adelante, si así lo deseas, ahorraremos rublo por rublo. Podrás guardarlos para un viajecito a Montecarlo, San Francisco o a la luna. Y no hablemos más del asunto. ¿De acuerdo?
Sonreía con su arrogante sonrisa que iluminaba un rostro increíblemente hermoso, un rostro que embriagaba como una droga inefable, indiscutible, profunda como la música. Ella escondió la cabeza sobre su hombro repitiendo desoladamente un nombre: -Leo… Leo… Leo…
Capítulo diez
Antes de ir a la oficina, Pavel Syerov bebió; bebió de nuevo por la tarde. Se había peleado con la camarada Sonia a la hora del desayuno. Luego ella había debido correr a una reunión de obreros. Pavel había telefoneado a Morozov, y una voz, que había reconocido perfectamente como la de este mismo, le había dicho que Morozov no estaba en casa. Pavel Syerov estuvo paseándose largo rato arriba y abajo de la estancia, y rompió un tintero. Encontró una palabra equivocada en una carta que había dictado y, en el colmo de la indignación, arrugó la carta hasta hacer con ella una bola y se la echó a la cara a la secretaria. Volvió a llamar a Morozov y no obtuvo respuesta. Luego le telefoneó una mujer, y una voz sumisa y. algo vacilante le dijo con dulzura, insistentemente: "Pero, Pavlusha, amor mío, me prometiste aquel brazalete…" Un especulador le llevó un brazalete envuelto en un pañuelo sucio, y se negó a dejarlo si no se le pagaba antes todo su valor. Syerov volvió a llamar a Morozov al Trust de la Alimentación. Una secretaria le preguntó su nombre, y Syerov colgó el auricular sin contestar. A un hombre haraposo que le pedía una colocación, le chilló que le denunciaría a la G. P. U., y dio orden a su secretaria de que despidiese a todos los que estaban aguardando. Se marchó de la oficina una hora antes de lo acostumbrado, y salió dando un gran portazo.
De vuelta a su casa, pasó por el domicilio de Morozov. Iba a subir, cuando vio a un miliciano de plantón en la esquina, y prefirió pasar de largo.
A la hora de comer, mientras le ponía delante los platos preparados en una cocina pública dos puertas más abajo -una sopa fría en la que sobrenadaba la grasa-, la camarada Sonia le dijo: -Verdaderamente, Pavel, necesito un abrigo de pieles. Ya sabes que no puedo exponerme a resfriarme, para no perjudicar a nuestro hijito. Y no lo quiero de piel de conejo. Sé que puedes darme este gusto. Oh, yo no tengo por qué meterme en los negocios ajenos, pero estoy al tanto, ¿sabes?
Pavel echó la servilleta en el plato y se fue sin decir palabra. Volvió a llamar a casa de Morozov, y el teléfono estuvo sonando más de cinco minutes sin que nadie contestara.
Se sentó en la cama y apuró una botella de vodka. La camarada Sonia salió; tenía que asistir a una reunión del consejo de maestros de una escuela nocturna de mujeres analfabetas de los Centros obreros. Syerov vació otra botella.
Luego se levantó resueltamente, pero no sin tambalearse un poco; se puso el cinturón sobre la chaqueta de cuero y volvió a casa de Morozov.
Llamó tres veces sin que nadie saliera a abrir. Durante largo rato mantuvo el dedo en el timbre, mientras él se apoyaba con indolencia en la pared. Pero detrás de la puerta no se oyó ningún ruido; en cambio, se oyeron pasos por la escalera y Syerov se retiró el rincón más oscuro. Los pasos se detuvieron en el piso de abajo, donde se oyó abrir y cerrar una puerta. Syerov se acordó confusamente de que no le convenía que le vieran en aquel lugar. Sacó de su bolsillo un bloc de notas y, apoyándolo en la pared, escribió a la luz de la lámpara:
Morozov, maldito sinvergüenza:
Si antes de mañana por la mañana no vienes a traerme lo que me debes desayunarás en la G. P. U. Ya sabes lo que significa esto.