Tuyo afectísimo,
Pavel Syerov
Arrancó la hoja, la dobló y la metió por debajo de la puerta. Un cuarto de hora más tarde, Morozov salió silenciosamente del cuarto de baño y se dirigió de puntillas al recibimiento, donde se dio cuenta de la blanca mancha de papel sobre el pavimento oscuro. Tomó el billete y lo leyó a la luz de la lámpara del comedor. A medida que lo leía, se iba poniendo lívido.
Sonó el teléfono. Morozov se estremeció y se quedó inmóvil, helado, como si unos ojos invisibles, detrás del aparato telefónico, pudieran verle con aquella esquela en la mano. Se la guardó en el bolsillo y contestó al teléfono, ya más tranquilo. Era una vieja tía suya que le pedía un préstamo en tono quejumbroso. Morozov la llamó vieja bruja, y cortó la comunicación. Desde su habitación, donde estaba peinándose sentada ante el tocador, Antonina Pavlovna le afeó su lenguaje. El dijo ferozmente, volviéndose hacia la puerta:
– Si no fuera por ti y por ese maldito amante tuyo… -No lo es, todavía -gritó ella-. Si lo fuera, ¿crees tú que seguiría con un viejo imbécil asqueroso como tú? Empezaron a disputar y Morozov se olvidó completamente de la carta que llevaba en el bolsillo.
El roof garden del Café de Europa estaba cubierto por un techado de cristal que parecía tener que aplastar bajo su negra capa a cuantos estaban debajo, más inexorablemente que si fuera una bóveda de acero. Había muchas luces, unas luces amarillas, que parecían empañadas por una pesada atmósfera de humo de cigarrillos y de calor humano, y oprimidas por la negrura de la techumbre. Y bajo las luces amarillas, se veían las blancas manchas de los manteles y los vivos reflejos de los cubiertos. Alrededor de aquellas mesas estaban sentados unos hombres; la luz arrancaba coloridos destellos a los botones de brillantes de sus blancas pecheras y pálidos reflejos a las gotas de sudor de sus rojos rostros congestionados. Comían; se inclinaban ávidamente sobre los blancos platos, masticando de prisa, como si tuvieran miedo de perder un bocado; no estaban allí para pasar alegremente la noche en un establecimiento elegantt, sino para comer. En un rincón, una cabeza calva y amarillenta se inclinaba sobre un rojo bistec en su plato blanco. El hombre cortaba el bistec rascando la porcelana con su cuchillo; luego se llevaba un pedazo a la boca, y, por lo rojos y carnosos que se veían sus labios, no parecía sino que lo hubiera dejado colgando de ella. Al otro lado de la mesa, una muchacha de unos quince años comía apresuradamente, con la cabeza hundida entre los hombros; cada vez que levantaba la cabeza se ruborizaba intensamente desde la punta de la nariz hasta el cuello, y contraía la boca como si estuviera a punto de echarse a llorar.
Junto al cristal de una ventana ondeaba una espesa nube de humo: un individuo flaco, cuya descarnada cabeza anunciaba cómo había de ser una calavera, se balanceaba en su silla fumando sin cesar, sosteniendo el cigarrillo entre unos dedos largos, huesudos y amarillentos, y echando el humo por una nariz de anchas aberturas y una boca de enfermiza y sardónica expresión.
Por entre las mesas circulaban algunas mujeres con aire de afectada insolencia. Bajo una lámpara, una cabeza de rubios y suaves rizos exhibía unos grandes ojos azules rodeados de profundas y oscuras ojeras, y una boca joven y fresca, pero envilecida por una sonrisa desengañada y viciosa. En otra mesa, una mano de marfil surcada por pálidas venas azuladas levantaba una copa llena de un líquido dorado, transparente como el agua. A través del vino se veía resplandecer sobre el pálido cuello de la mujer un pesado collar de brillantes; por encima de la copa, unos ojos oscuros parecían inmóviles como los de una Dolorosa absorta en la contemplación de su eterna tragedia. En medio de la sala, una extenuada mujer morena, de hombros salientes, clavículas hundidas y cutis de color de café sucio reía demasiado fuerte, abriendo unos labios y unas encías que parecían de sangre.
La orquesta tocaba John Gray. Las notas del foxtrot de moda parecían surgir de las cuerdas antes de haber acabado de formarse, y bajo el ritmo convulsivo se encerraba una alegría demasiado exuberante para ser sincera. Mientras, los rostros de los músicos permanecían tan graves como los de un contable sobre su libro de caja.
Los camareros se deslizaban silenciosamente por entre la gente exageradamente corteses y serviciales, y en sus mejillas flacas y rugosas se adivinaba una expresión de respeto, de sarcasmo y de compasión a la vez por aquellos infelices que hacían tan grandes esfuerzos para parecer alegres.
Morozov estaba pensando que antes de la mañana tenía que encontrar el dinero para pagar a Syerov. Había ido solo al Café de Europa. Se sentó en tres mesas distintas, fumó cuatro habanos diferentes y destiló confidenciales murmullos en cinco orejas, pertenecientes a otros tantos individuos corpulentos que no parecían llevar ninguna prisa. A las dos horas tenía en su poder el dinero. Se secó la frente, se sentó por fin, aliviado, en una mesa en un rincón y pidió un coñac.
Stepan Timoshenko se inclinaba tanto sobre su plato que más que estar sentado parecía estar tendido sobre la mesa. Apoyaba el codo sobre la mesa, y la cabeza en la palma de la mano, con los dedos sobre la nuca; en la otra mano sostenía una copa. Cuando ésta quedó vacía, la levantó con aire de duda, como si se preguntase cómo podría componérselas para llenarla de nuevo con una sola mano: por fin resolvió el problema arrojando la copa al suelo con gran estrépito y acercando sus labios al gollete de la botella mientras echaba la cabeza hacia atrás. El gerente le miró furtivamente con aire inquieto y nervioso: se fijó en la chaqueta, con su apolillado cuello de piel de conejo, en la vieja gorra de marinero que le caía de través sobre la oreja, y en sus botas llenas de barro, que estaban pisando la cola del traje de seda de una señora sentada a la mesa vecina. Pero el gerente tenía que andar con cuidado. Stepan Timoshenko había estado otras veces en el establecimiento, y el gerente sabía que era miembro del Partido. Un camarero se deslizó disimuladamente hasta su mesa y recogió los pedazos de cristal. Otro le llevó una segunda copa, limpia y reluciente, y le preguntó cortésmente mientras la dejaba sobre la mesa:
– ¿Puedo servirle en algo, ciudadano?
– ¡Vete al infierno! -dijo Timoshenko; y empujó lejos de sí la copa que vaciló un instante al borde de la mesa y cayó luego ruidosamente-. Quiero hacer lo que me dé la gana -siguió gritando el marinero-; quiero cogerme a la botella si me parece; ¡quiero cogerme a dos botellas! -Pero, ciudadano…
– ¿Quieres verlo? -preguntó Timoshenko con mirada amenazadora.
– No, ciudadano; verdaderamente no hay necesidad. -¡Vete al infierno! -dijo en tono bajo y persuasivo el marinero-. No me gusta tu pinta, ni me gusta la pinta de ninguno de los que hay aquí. -Se levanfó tambaleándose y gritó:- No; no me gusta ninguna de todas esas pintas malditas. Pasó vacilante entre dos mesas. El gerente le dijo amablemente: -Si no se siente usted bien, ciudadano…
– ¡Fuera de aquí! -tronó Timoshenko pisando el escarpín de una señora. Estaba ya junto a la puerta cuando se detuvo de pronto y su cara se alegró con una amplia sonrisa-. ¡ Ah! -exclamó-, allí está un amigo. Un amigo querido.
Se acercó tambaleándose a Morozov, cogió una silla, y haciéndola girar peligrosamente por encima de la cabeza de un señor sentado a la mesa de al lado, la puso ante Morozov y se sentó.
– Perdone usted, ciudadano -murmuró Morozov levantándose. -Siéntate, camarada -dijo Timoshenko, y su enorme manaza bronceada cayó como un martillo sobre el hombro de Morozov, haciéndole caer de nuevo sobre su silla con un ruido sordo-; no te vas a escapar de un amigo, camarada Morozov. Porque tú y yo somos amigos, bien lo sabes, viejos amigos. ¡Psch!, quizás no te acuerdas de mí… Me llamo Stepan Timoshenko. Stepan Timoshenko… de la Flota Roja del Báltico… -añadió después de un instante de reflexión.
– ¡Oh, no! -dijo Morozov-. ¡Muy bien!