– Sí un viejo amigo y adorador tuyo. ¿Y sabes qué pasa?
– No.
– Bueno; de momento bebamos juntos como buenos amigos. ¡Tenemos que beber! ¡Camarero! -y su grito fue tan estentóreo que uno de los violinistas perdió una nota de John Gray. -Tráenos dos botellas -ordenó Timoshenko cuando el camarero se inclinó con cierta vacilación ante él-. No; mejor será que nos traigas tres.
– ¿Tres botellas de qué, ciudadano? -preguntó tímidamente el camarero.
– De cualquier cosa. No; ¡aguarda! ¿Qué es lo más caro que tenéis? ¿Qué es lo que los capitalistas más gordos tragan más a gusto?
– Champaña, ciudadano.
– ¡Anda, trae champaña, y no te entretengas! Tres botellas y dos copas.
Cuando el camarero trajo el champaña, Timoshenko llenó las copas y puso una delante de Morozov.
– Aquí está -dijo con una amistosa sonrisa-; bebamos, amigo.
– Sí, camarada -dijo el otro, asustado-. Gracias, camarada.
– A tu salud, camarada Morozov -dijo Timoshenko levantando su copa con solemnidad-. ¡A la salud del camarada Morozov, ciudadano de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas! Chocaron sus copas.
Morozov miró furtivamente a su alrededor, pero no vio a nadie que pudiera prestarle auxilio. Bebió, pero la copa temblaba contra sus labios. Luego sonriendo a Timoshenko, se levantó y dijo: -Has sido muy amable, camarada, y te lo agradezco mucho, camarada. Pero ahora, si no tienes inconveniente, debo marcharme.
– Siéntate y no te muevas -mandó Timoshenko. Llenó nuevamente la copa y se levantó, recostándola en la silla y sonriendo; pero su sonrisa había dejado de ser amistosa y sus ojos oscuros miraban a Morozov de hito en hito y con irónica expresión.
– ¡Al gran ciudadano Morozov, el hombre que derrotó a la revolución! -dijo.
Y riendo estrepitosamente vació de un trago su copa.
– Camarada -logró decir Morozov despegando con gran esfuerzo los labios-, ¿qué quieres decir?
Timoshenko rió más fuerte aún y se inclinó a través de la mesa hacia Morozov, con los brazos cruzados y la gorra sobre la nuca, como si estuviera pegada a sus negros rizos. De pronto, la risa cesó, como cortada por el hacha del verdugo, y Timoshenko, dijo, con un acento dulce y persuasivo y sonriendo de una manera que hizo estremecer a Morozov:
– No tengas miedo, camarada Morozov. No debes tenerme míedo. No soy más que una ruina miserable y pisoteada, pisoteada por ti, camarada Morozov, y mi único deseo es decirte humildemente que merezco que me pisotees, y que no me quejo de ello. ¡Qué diablo! La verdad es que siento una profunda admiración por ti, camarada Morozov. Has tomado la mayor revolución que el mundo ha visto jamás, y has sabido hacerte con ella unos remiedos para los fondillos de tu pantalón.
– Camarada -repuso Morozov con labios lívidos, pero sin que le temblase la voz-. No sé de qué estás hablando.
– ¡Oh, sí! -dijo Timoshenko burlonamente-, ya lo creo que lo sabes. Lo sabes mejor que yo; mejor que tantos millones de jóvenes de todo el mundo que nos están contemplando con ojos de adoración y con la boca abierta. Debes decírselo, camarada Morozov. Tienes muchas cosas que decirles.
– Honradamente, camarada, yo…
– Por ejemplo, tú sabes cómo has logrado medrar. Yo no. Lo único que sé es que has medrado. Nosotros hicimos la revolución. Llevábamos unas banderas muy rojas. En las banderas ponía que hicimos la revolución por el proletariado mundial. Con nosotros había muchos estúpidos que en el fondo de sus corazones doloridos estaban convencidos de que obrábamos por el bien de los desgraciados que sufren en este mundo. Pero tú y yo, camarada Morozov, sabemos un secreto. Lo sabemos, pero no lo queremos revelar. ¿Para qué? El mundo no debe oírnos. Tú y yo sabemos que la revolución se hizo para ti, camarada Morozov, y delante de ti tenemos que descubrirnos.
– Camarada, seas quien fueres, camarada -gimió Morozov-, ¿qué quieres de mí?
– Únicamente decirte que ya es tuya.
– ¿Qué?
– Le revolución -repuso alegremente Timoshenko-, ¡nada más que eso! ¿Tú sabes lo que es la revolución? Ya te lo diré. Cogimos a nuestros oficiales y les arrancamos las charreteras. Luego pusimos otras nuevas, rojas, sobre sus hombros. Pero no sobre el uniforme, no sobre la piel. Abrimos barrigas y sacamos tripas a puñaladas, y los dedos de aquellos hombres se movían todavía, abriéndose y cerrándose como los de una criatura. Les arrojamos todavía vivos a las calderas, de cabeza. ¿Has sentido jamás el olor de la carne humana que arde…? Había uno…; no debía de tener más de veinte años. Se persignó, como su madre debía de haberle enseñado. Echaba sangre por la boca. Me miró… sus ojos no tenían miedo; sólo parecían asombrados de contemplar algo que su madre no le había enseñado. Me miró. Fue la última cosa que hizo: mirarme…
Por las mejillas de Timoshenko resbalaban gruesas gotas. Llenó una copa que se llevó maquinalmente a los labios con mano temblorosa y bebió sin darse cuenta de lo que hacía, sin apartar la mirada de Morozov.
– He aquí lo que hicimos en 1917. Y ahora te diré para qué lo hicimos. Para que el camarada Morozov pueda levantarse tarde, y rascarse la barriga porque el colchón no estaba bastante blando y le ha lastimado el ombligo. Lo hicimos para que el camarada Morozov pueda pasearse en un gran auto de asientos bien cómodos con un jarrito de flores…, a ser posible de muérdago. Para que el camarada Morozov pueda beber coñac en establecimientos elegantes como éste y eructar mientras el camarero le dice: "Sí, señor, servidor de usted, señor"; para que el camarada Morozov, los días de fiesta, pueda hacerse ver en un estrado cubierto de paño rojo y echar discursos al proletariado. He aquí la razón de nuestros actos, camarada Morozov, y he aquí por qué nos inclinamos ante ti. No me mires de ese modo. No soy más que tu humilde servidor. He hecho cuanto he podido por ti y creo que deberías corresponder con una sonrisa, por lo menos. Realmente, deberías darme las gracias.
– Camarada -dijo Morozov-, déjame marchar.
– ¡Quieto ahí! -gritó Timoshenko-; llena tu copa y bebe. ¡Bebe, te digo! Bebe y óyeme.
Morozov no tuvo más remedio que obedecer y se oyó el tintineo de su copa al chocar con la botella.
– ¿Ves tú? -siguió diciendo el otro como si cada una de las palabras que pronunciaba le hiciera sangrar la garganta-, no me importa haberme batido; no me importa haber cometido los peores delitos para dejarme escapar luego de las manos los resultados; nada de eso me importa si hubiéramos sido derrotados por un gran guerrero con el casco de acero, un dragón humano que echase fuego por la boca; pero es que hemos sido derrotados por un piojo, por un piojo rubio, grande, gordo, asqueroso. ¿Has visto un piojo alguna vez? Los rubios son los más gordos… La culpa es nuestra. En otro tiempo, los hombres obedecían a los rayos enviados por un dios; luego fueron mandados por una espada; ahora les manda un "Primus". En otro tiempo les dominaba la fe, luego les dominó el miedo, ahora les domina el hambre. Los hombres han llevado cadenas en el cuello, en las muñecas, en los tobillos. Pero ahora están encadenados por la barriga. Lo que sucede es que por la barriga no se coge a los héroes. La culpa es nuestra.
– Pero, camarada, por el amor de Dios, ¿a qué viene todo esto?
– Queríamos construir un templo, ¡y si por lo menos hubiéramos logrado terminar una capilla! Pero no; ni siquiera hemos construido un garaje: hemos debido quedarnos con una cocina mugrienta, con unos fogones de segunda mano. Pusimos un caldero al fuego y lo llenamos de sangre y acero, bien mezclados y meneados. ¿Y qué hemos sacado de esta nueva mezcla? ¿Una nueva humanidad? ¿Unos hombres de granito? No. Sólo unos inmundos insectos que se arrastran por el suelo; unos seres sin nervio, ni forma, ni nada, que ni siquiera saben inclinarse humildemente para que les den latigazos. No; toman el látigo y se los dan ellos mismos. ¿Has estado alguna vez en alguna reunión de uno de nuestros círculos de actividades sociales? Deberías ir. Te interesaría. Aprenderías muchas cosas sobre el espíritu humano.