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– Camarada -imploró Morozov-, ¿qué es lo que quieres? ¿Quieres dinero? Te lo daré. Pero…

Timoshenko se rió tan estrepitosamente que mucha gente se volvió a mirarle.

Morozov hubiera querido hacerse invisible.

– ¡Piojo! ¡Piojo estúpido, ciego y bobalicón! ¿Con quién te figuras que estás hablando? ¿Con el camarada Víctor Dunaev? ¿Con el camarada Pavel Syerov? ¿Con el camarada…?

– Camarada -gritó a su vez Morozov, de modo que ahora las cabezas se volvieron hacia él, pero sin que él se preocupase ya de ello-, no… no tienes derecho a hablar de ese modo. ¡Yo no tengo nada que ver con el camarada Syerov! Yo…

– Oye -observó Timoshenko-, ¿quién te ha dicho eso? ¿Qué te pasa, que estás tan excitado?

– Creía que… tú…

– No dije que tuvieras nada que ver con él; sólo dije que deberíais conoceros. Tú, él, Víctor Dunaev, y un millón más de miembros del Partido, con el carnet en regla y todos los timbres y membretes necesarios. Los vencedores, en una palabra; los que se arrastran. ¡Ah, amigo! Esta es la gran consigna del porvenir: arrastrarse. Oye. ¿Sabes cuántos millones de ojos nos están observando desde el otro lado de las fronteras, desde la otra orilla del Océano? Están algo lejos y no pueden vernos bien. Sólo ven una sombra que se mueve, y les parece ver un enorme animal. Están demasiado lejos para darse cuenta de que esta mole inmensa es blanda, fofa, sin fuerza. No pueden darse cuenta de que no es más que un enorme montón de escarabajos: un sinfín de escarabajos minúsculos, negros y brillantes, que se amontonan formando una muralla. Minúsculos escarabajos que corren de un lado para otro, dándose empellones y rizándose los bigotes. Pero el mundo está demasiado lejos para ver los bigotes. He aquí el error del mundo, camarada Morozov: no ve los bigotes.

– Camarada, camarada: ¿qué quieres decir con eso? -Sólo ven una nube negra y oyen los truenos. Les han dicho que detrás de la nube hay ríos de sangre; hombres que mueren, hombres que matan, hombres que luchan. ¿Y qué? Los que nos observan no temen a la sangre. La sangre es honrosa. Pero ¿y si supieran que no es en sangre que estamos sumergidos, sino en pus? ¿Quieres un consejo de amigo? Si quieres ser el dueño de esta tierra, di al mundo que tu distracción favorita es cortar cabezas y que matas los hombres a centenares. Haz que el mundo te crea un enorme monstruo que inspira temor, respeto, odio, pero a quien haya que combatir honrosamente. Pero no dejes que se sepa que tu ejército no es un ejército de héroes, ni siquiera una pandilla de bandidos; no dejes que se enteren de que es un ejército de chupatintas esmirriados y herniados, que han aprendido a tomar actitudes arrogantes. No dejes que se enteren de que lo que hay que hacer contigo no es combatirte, sino desinfectarte; que la guerra no se te debe hacer con cañones, sino con ácido fénico.

La servilleta de Morozov no era más que una bola húmeda, en su mano insegura. Una vez más se enjugó la frente y dijo, procurando dar a su voz un tono firme y persuasivo mientras intentaba levantarse poco a poco:

– Tienes toda la razón, camarada. Tus sentimientos son muy nobles y estoy totalmente de acuerdo contigo. Ahora, si me lo permites…

– Siéntate -gritó Timoshenko-, siéntate y brinda conmigo. Bebe o te mato como a un perro. Todavía me queda una pistola, ¿sabes?

– Llenó las copas, y un arroyuelo espumoso y dorado corrió por el mantel hasta el suelo-. ¡Bebe a la salud del hombre que tomó'una bandera roja y se limpió con ella! Morozov bebió. Luego sacó maquinalmente el pañuelo del bolsillo para secarse la frente y un arrugado pedazo de papel cayó al suelo. La extraordinaria rapidez con que Morozov se inclinó a cogerlo hizo que Timoshenko detuviera su mano.

– ¿Qué es eso, amigo? -preguntó.

El pie de Morozov empujó el papel bajo una mesa cercana, vacía, y Morozov intentó decir con indiferencia, mientras le brotaban las gotas de sudor por debajo de la nariz:

– ¿Eso? Oh, no es nada, camarada, nada absolutamente. ¡Un sencillo pedazo de papel usado!

– ¡Ah, no es más que eso! -dijo Timoshenko mirándole con unos ojos espantosamente serenos-; no es más que un pedazo de papel inútil… Bien; podemos dejarlo allí. Diremos al camarero que lo eche a la basura.

– Esto es- asintió precipitadamente Morozov-, a la basura. Será lo mejor, camarada, que el camarero lo eche a la basura. -Y esforzándose en sonreír, añadió:- ¿Quieres beber un poco más, camarada? La botella está vacía. Ahora me toca a mí invitarte. ¡Otra botella, camarero!

– Muy bien -dijo impasible Timoshenko-; beberé de muy buen grado.

El camarero les sirvió una nueva botella.

Morozov llenó las copas inclinándose solícitamente sobre la mesa. Recobrando la seguridad en la voz a medida que iba hablando, dijo: -¿Sabes, camarada? Tú no me comprendes, pero no tengo por qué censurarte. Comprendo los motivos que te guían y estoy completamente de acuerdo contigo. Pero hay tantos tipos sospechosos y, ¿por qué no decirlo?, poco honrados, que conviene andar con mucha prudencia. Debemos conocerles mejor, camarada. Como tú sabes muy bien, no hay que fiarse de las apariencias, sobre todo en un lugar como éste. Apostaría a que me tomaste por un especulador o algo parecido. ¿Tengo razón o no? ¡Es gracioso!

– Mucho -dijo Timoshenko-. ¿Por qué miras al suelo, camarada Morozov?

– Oh -repuso Morozov, intentando sonreír-, estaba mirándome los zapatos. Me hacen daño, ¿sabes? Debe de ser porque paso tanto tiempo de pie en la oficina.

– ¡Ah! Haces bien en cuidarte los pies. Cuando llegues a casa, deberías bañártelos en agua caliente con un chorro de vinagre. Es lo mejor para los pies cansados.

– ¿De veras? Me alegro de que me hayas dado este consejo. No sé cómo agradecértelo. En cuanto llegue a casa haré lo que me dices.

– Ya debe de ser hora de volverte a casa, ¿no es verdad, cama-rada Morozov?

– Oh… ya… creo… en fin, no sé, no es muy tarde aún. -Hace poco parecía que llevabas prisa…

– ¿Yo? ¡No! No puede decirse que tenga realmente mucha prisa. Además, es tan agradable…

– ¿Qué sucede, camarada Morozov? ¿Hay algo que no quieres dejar aquí?

– ¿Quién, yo? No sé qué quieres decir, camarada, camarada… ¿cómo me dijiste que te llamas?

– Timoshenko, Stepan Timoshenko. ¿Sería acaso aquel pedazo de papel que está allí debajo de aquella mesa?

– ¿Aquello? Pero, camarada Timoshenko, te aseguro que ni me acordaba. ¿Qué puede importarme aquel pedazo de papel?

– ¿Sucede algo debajo de la mesa, camarada Morozov?

– No, no, camarada Timoshenko, me bajaba a atarme el zapato. Se me había desatado.

– ¿Dónde?

– ¡Oh, qué curioso! ¡Me había parecido que se había desatado! Ya sabes lo que pasa con esos cordones soviéticos… estos cordones de hoy no valen nada; no hay manera de estar tranquilo con ellos.

– Verdaderamente, se rompen como ramas secas. -Eso es; igual que ramas secas. Tienes toda la razón, camarada Timoshenko. Pero ¿qué buscas debajo de la mesa? Estás incómodo. ¿Por qué no vienes aquí? Estarías mejor, más…

– No, gracias -replicó Timoshenko-. Estoy perfectamente, y disfruto de una vista estupenda sobre la mesa de al lado. ¡Me gusta esta mesa! ¡Qué patas tan bien torneadas! Son artísticas, ¿no?

– Muy artísticas, camarada. Y por el otro lado, camarada, ¿te has fijado en esta rubia tan hermosa, cerca del estrado de la orquesta? Es un verdadero cuadro, ¿no te parece?

– Realmente. ¡Y qué zapatos más elegantes llevas, camarada Morozov! ¡De charol, nada menos! Apuesto a que no los compraste en la cooperativa.

– No… es decir… lo cierto es que…

– Lo que más me gusta es ese saliente que tienen… precisamente en la punta. Como si dijéramos sobre la frente. ¡Oh, y también es de charol! ¡Verdaderamente hay que reconocer que esos extranjeros hacen bien los zapatos!

– A propósito de la eficiencia de la producción, camarada, estoy seguro de que en los países capitalistas… en… en… -¿Qué hay con los países capitalistas, camarada Morozov?

Morozov dio un salto para apoderarse del pedazo de papel, pero Timoshenko anduvo más listo y le agarró la muñeca con unos dedos que parecían de hierro. Los dos se agacharon a la vez y, a gatas, se miraron con unos ojos que parecían los de dos rieras antes de un combate a muerte. Luego la mano libre de Timoshenko se apoderó del papel, y el marinero se puso lentamente en pie, dejando a Morozov. Se sentó ante la mesa y leyó la carta mientras Morozov, todavía en pie, le miraba con igual expresión que la del reo que aguarda la sentencia de muerte.