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– ¿Tienes algo más que preguntarme?

– ¿Quién? ¿Yo? No te pregunto nada. ¿Para qué tendría que hacerte preguntas? Sólo intentaba ser amable. Hay que serlo alguna vez, si no se quiere pasar por un burgués individualista; lo sabes tan bien como yo. ¿Por qué no vienes a verme, ya que estás por estos andurriales?

– Quizás vaya -dijo Andrei lentamente-. Adiós, camarada Syerov.

Syerov se quedó con una semilla de girasol todavía intacta entre los dientes, observando a Andrei que se alejaba.

El dependiente se limpió la nariz con el pulgar y el índice, pasó su delantal por el gollete de la botella de aceite de linaza y preguntó:

– ¿Nada más por hoy, ciudadano? -Nada más -contestó Andrei Taganov.

El dependiente envolvió la botella en un pedazo de papel de periódico, que quedó manchado de aceite. -¿Qué tal? ¿Se hacen buenos negocios?

– Pésimos -contestó el dependiente encogiéndose de hombros bajo su viejo jersey azul-. Es usted el primer cliente a quien despacho en tres horas. Estoy contento de oír una voz humana; porque puede usted creer que me aburro de lo lindo, aquí sin más quehacer que estarme sentado o perseguir de vez en cuando a algún ratón.

– Entonces diga usted que esta tienda más bien le da gastos que ganancias.

– ¿A quién? ¿A mí? No soy el dueño, yo.

– Entonces, me temo que no tardará usted en perder la colocación. El dueño vendrá a despachar él mismo.

– ¿Quién? ¿Mi patrono? -el dependiente soltó una especie de ronquido que quería ser una carcajada y abrió una ancha boca oscura, dejando al descubierto dos dientes negros y carcomidos-. ¿Mi patrono? ¡Verdaderamente, me gustaría verle, al elegante ciudadano Kovalensky, vendiendo arenques y aceite de linaza! -¡No le durará mucho tiempo la elegancia, si los negocios andan tan mal!

– Puede que no -dijo el dependiente-, pero también puede que sí.

– Claro… -dijo Andrei. -Son cincuenta copecs, ciudadano. -Muy bien. Buenas noches.

Antonina Pavlovna tenía localidades para ir a ver el nuevo ballet del teatro Marinsky. Era una función "reservada", y Morozov había obtenido las localidades en su oficina del Trust de la Alimen tación. Pero a él, el ballet no le interesaba, y por otra parte, tenía que asistir a la reunión de una escuela de adultos, donde debía pronunciar una conferencia sobre la "distribución proletaria de productos alimenticios". Por lo tanto, dio las entradas a Antonina Pavlovna, y ésta invitó a Leo Kovalensky.

– Naturalmente -le explicó-, se trata de un ballet revolucionario. El primer ballet rojo. Ya conoce usted mis ideas políticas, pero cuando se trata de arte hay que ser comprensivo, ¿no le parece? Por lo menos será un experimento interesante.

– Muy bien -dijo Leo con indiferencia-, iré con usted.

Kira se había excusado, de modo que Leo y Antonina Pavlovna fueron solos. Antonina Pavlovna llevaba un traje de color verde jade, con bordados de oro, algo estrecho para su busto, y unos gemelos de madreperla con un largo mango.

Kira había prometido a Andrei ir a su casa. Pero cuando bajó del tranvía y se dirigió por las calles oscuras hacia el palacio, se dio cuenta de que acortaba el paso contra su voluntad y de que todo su cuerpo, tenso y hostil, luchaba con ella como un vendaval que se hubiera opuesto a su camino. Parecía que su cuerpo quisiera recordarle lo que ella deseaba precisamente olvidar; la noche anterior, una noche parecida a la primera que pasó tres años antes en la estancia gris y plata de Leo. Su cuerpo se sentía puro y santificado por el contacto de unas manos y unos labios que de nuevo habían sido apasionados, ávidos y jóvenes. Sus pies andaban cada vez más despacio, como para retrasar su llegada a algo que le parecía un sacrilegio. Cuando llegó al último rellano de la oscura escalinata y Andrei le abrió la puerta, le dijo, sin darle tiempo a saludarla:

– ¿Quieres hacerme un favor, Andrei?

– ¿Antes de besarte?

– No; inmediatamente después. ¿Quieres llevarme al cine, esta noche?

Andrei la besó. Sobre su rostro se veía la trémula, casi incrédula alegría de volver a verla. Luego dijo:

– De acuerdo.

Salieron del brazo. La nieve fresca crujía bajo s,us pies. Los tres cines más importantes de la Nevsky ostentaban llamativos carteles de lustrina con letras rojas como tomates: "El éxito de la temporada." "La nueva obra maestra de Sovkino." Guerreros rojos. Una gigantesca epopeya de la lucha de los héroes rojos. Una gesta del proletariado. Un drama titánico de las heroicas masas anónimas de obreros y soldados.

En uno de los cines se leía además: "El camarada Lenin dijo: De todas las artes, la más importante para Rusia es la cinematografía."

Los vestíbulos estaban inundados por verdaderos ríos de luz deslumbradora. Pero los empleados observaban bostezando a los transeúntes que pasaban por delante de los cines sin detenerse ni siquiera a mirar las fotografías expuestas.

– Supongo que no querrás ver eso -dijo Andrei.

– No.

En el cuarto cine, el menor, proyectaban una película extranjera. Era una cinta antigua, desconocida, sin nombre de autor; tres fotografías pegadas a los cristales del establecimiento mostraban una señora exageradamente maquillada, vestida a la moda de diez años antes.

– Podemos quedarnos aquí -dijo Kira. La taquilla estaba cerrada.

– Lo siento, ciudadanos -les dijo un empleado-. Todo está vendido para esta sesión y para la próxima. La sala está llena.

– Bien -dijo con resignación Kira-, vamos a ver los guerreros rojos.

La sala del gran cine "Parisiana", con su blanca columnata, estaba vacía. La proyección había empezado ya, y en principio no se permitía la entrada a nadie durante ella, pero el acomodador se inclinó profundamente y les dejó pasar.

La sala estaba oscura y fría, y bajo el rumor de la orquesta parecía adivinarse que reinaba en ella un absoluto silencio, aquella especie de silencio lleno de ecos de las salas enormes y desiertas. Pocas cabezas punteaban las largas filas grises de butacas. En la pantalla, una muchedumbre de uniformes grises corría por el barro agitando sus bayonetas. Otra masa de uniformes grises estaba acampada cociendo la comida alrededor de unas hogueras. Un largo tren pasó lentamente durante unos minutos interminables, con los vagones abiertos y llenos de compactos grupos de uniformes grises y harapientos. "Un mes después", rezaba el título. Una muchedumbre de uniformes grises corría por el barro agitando sus bayonetas, y un mar de brazos se agitaban por una interminable línea de trincheras, sobre un fondo de celaje oscuro, y el título explicaba: "La batalla de Zavrashino". Una multitud de botas de charol disparaba sus fusiles contra otra muchedumbre de alpargatas, alineada contra una pared, y el título indicaba: "La batalla de Samsonovo." Una muchedumbre de uniformes grises corría por el barro agitando sus bayonetas, y el título aclaraba: "Tres semanas después." Un largo tren pasaba lentamente a la luz del ocaso. El título decía: "El proletariado imprime su fuerte bota sobre los pies traidores de los depravados aristócratas." Y se veía a una multitud de botas de charol bailando, en un alegre cabaret, con mujeres medio desnudas, entre botellas rotas. "Pero el espíritu de nuestros combatientes rojos ardía en llamas de lealtad hacia la clase proletaria", decía el título. Una muchedumbre de uniformes grises corría por el barro, agitando sus bayonetas. No había argumento, ni protagonista, ni personajes.

"La meta del arte proletario -explicaba un cartel- es el drama y el color de la vida de las masas."

En el entreacto, antes de que empezase de nuevo la película, Andrei preguntó: -¿Quieres ver el principio?

– Sí -dijo Kira-; todavía es temprano.

– Ya veo que no te gusta.

– Ya veo que tampoco te gusta a ti. Es curioso, Andrei. Hubiera podido ir a ver el nuevo ballet del Marisky, esta noche, y no fui porque era un ballet revolucionario; y ahora ahí me tienes contemplando esta epopeya.