– ¿Con quién hubieras ido?
– Con un amigo.
– ¿Con Leo Kovalensky?
– ¿No te parece que eres algo indiscreto, Andrei?
– Kira, entre todos tus amigos él es el único…
– … que no te gusta. Ya lo sé. Pero ¿no te parece que lo dices con demasiada frecuencia?
– Kira, tú no te metes en política, ¿verdad?
– No; ¿por qué?
– No has pensado nunca en sacrificar tu vida porque sí, en perder una serie de años sin ninguna razón, en el destierro o en la cárcel, ¿verdad? ¿Lo has pensado alguna vez?
– ¿Por qué lo dices?
– No vayas mucho con Leo Kovalensky.
Kira se quedó con la boca abierta y la mano suspendida en el aire durante un largo segundo. Luego preguntó haciendo un esfuerzo como en toda su vida no había debido hacer jamás para hablar: -¿Que quieres decir?
– No te conviene que se sepa que eres amiga de un hombre que anda en tratos con gentes indeseables.
– ¿Conquián?
– Varias personas. Por ejemplo, con nuestro camarada Syerov, sin ir más lejos.
– Pero ¿qué ha hecho Leo?
– Tiene una tienda de productos alimenticios, ¿no es verdad?
– Andrei, ¿estás obrando como agente de la G. P. U. conmigo o…?
– No es ningún interrogatorio, Kira. No necesito que tú me informes. Lo único que quisiera saber es hasta qué punto estás al corriente de sus asuntos, para poderte proteger.
– ¿De que… asuntos?
– No te lo puedo decir. No hubiera debido decirte ni lo que ya sabes. Pero quería estar seguro de que no dejarías que tu nombre se mezclase en…
– ¿En qué, Andrei?
– Kira, contigo o cuando se trata de ti, no soy un agente de la G. P. U.
Se apagaron las luces y la orquesta atacó La Internacional. En la pantalla una multitud de botas polvorientas marchaba por un terreno árido y desconocido. Una masa enorme, gris de oscilantes botas de gruesas suelas claveteadas, de viejo cuero corroído, deformado y arrugado por los músculos y el sudor que había habido dentro; unas botas que no andaban ni de prisa ni despacio, que no eran cascos de bruto ni parecían pies humanos, sino que iban avanzando como grises carros armados que se tambaleaban, aplastando y pisoteando todo cuanto hallaban a su paso, levantando montones de polvo; unas botas grises sin vida, sin fin, inexorables…
– Andrei, ¿estás ocupándote de algún nuevo asunto para la G. P. U.? -murmuró Kira a través de las últimas notas de La Internacional.
– No; se trata de un asunto personal.
En la pantalla, sombras en uniformes grises estaban sentadas alrededor de una hoguera bajo un cielo negro. Unas manos callosas manejaban vasijas de hierro; una boca sonriente descubriendo unos dientes mal puestos; un hombre tocaba la armónica, balanceándose y sonriendo lascivamente; otro se contorsionaba en una danza cosaca; sus pies se agitaban rápidamente mientras sus manos marcaban el compás. Un hombre se rascaba la barba; otro, el cuello; otro, la cabeza; otro, masticaba una corteza de pan, y las migajas caían por el cuello entreabierto de su guerrera hasta su pecho velloso y oscuro. Celebraban una victoria. Kira murmuró:
– ¿Tienes algún informe secreto?
– Sí -repuso Andrei.
En la pantalla desfilaba una manifestación por las calles de una ciudad, celebrando una victoria. Banderas y rostros pasaban lentamente, moviéndose como figuras de cera que obedecían a hilos invisibles: semblantes jóvenes enmarcados por pañuelos oscuros, semblantes viejos arrebujados en bufandas hechas a mano; rostros bajo gorras militares, rostros bajo gorras de pieles, todos iguales, impasibles y sombríos, con la mirada vacía, los labios sin forma ni expresión. Desfilaban sin alterarse, sin músculos, sin más voluntad que los adoquines que pisaban sus pies que parecían inmóviles, sin más energía que las banderas rojas semejantes a velas izadas al viento, sin más fuego que el calor sofocante de millares de epidermis, de millones de músculos relajados y débiles; sin más aliento que el olor a sobaco sudado, a nuca inclinada, a pies cansados: desfilaban, desfilaban en un incesante y monótono movimiento que no parecía vivir.
Kira levantó la cabeza con un estremecimiento que la recorrió hasta las rodillas y dijo:
– Vamonos, Andrei.
El se levantó en seguida, obediente.
Una vez en la calle, al ir a llamar a un trineo, Kira propuso: -Vayamos a pie, ¿quieres?
– ¿Qué te ocurre, Kira? -preguntó él, mientras pasaba su brazo por el de ella.
– Nada; esta película no me ha gustado -dijo ella, escuchando el crujido de la nieve bajo sus pasos.
– Lo siento, querida. Tienes razón. Por su bien, yo también preferiría que no hicieran películas como ésta.
– Andrei, tú estabas dispuesto a dejarlo todo y huir al extranjero, ¿no es cierto? -Sí.
– Entonces, ¿para qué empezar una campaña… contra alguien, en servicio de unos jefes a quienes no deseas obedecer más? -Quiero saber si todavía merecen mis servicios.
– ¿Qué te importaría?
– De ello puede depender toda mi vida; ya ves tú.
– ¿Qué quieres decir?
– Me concedo a mí mismo una última esperanza. Tengo algo que ofrecerles. Sé lo que deberían hacer, pero también temo saber lo que harán. Hasta ahora sigo siendo miembro del Partido. Dentro de poco sabré por cuanto tiempo.
– ¿Quieres hacer una prueba, Andrei? ¿A costa de las vidas de otros?
– A costa de algunas vidas que merecen ser destruidas.
– ¡Andrei!
Andrei se quedó sorprendido al ver el pálido semblante de la joven.
– ¿Qué te pasa, Kira? Nunca me has interrogado acerca de mi trabajo; nunca hemos hablado de él. Sabes que decide la vida… y tal vez la muerte de alguien, si es necesario. Y nunca te asustaste por ello. Es algo de que no se debe hablar entre nosotros.
– ¿Me lo prohibes?
– Sí; y tengo que decirte todavía otra cosa. Óyeme bien, te lo ruego, y no me contestes, porque no quiero saber tu respuesta, sea la que fuere. Quiero que te calles porque prefiero no saber hasta qué punto estás informada del asunto que investigo. Temo haber comprendido que estás demasiado enterada de él. Espero de los hombres con quienes debo tratar una integridad absoluta; no quieras que por mi parte tenga que tratar con ellos en un plan de integridad inferior.
Kira dijo, esforzándose en mantenerse serena, pero sin poder evitar que le temblase la voz, una voz con una vida y un terror propios, que ella no podía contener:
– No te contestaré, Andrei. Pero ahora óyeme tú, y no me preguntes nada. Por favor, no me preguntes nada. Lo único que tengo que decirte es que te ruego, ¿comprendes? te lo ruego por todo cuanto hay en mí, si soy algo para ti, y ésta es la primera vez que te lo recuerdo, te ruego que, ahora que todavía está en tus manos, renuncies a investigar este asunto. Te lo pido por una sola razón: por mí.
Andrei se volvió, y Kira vio un rostro que no había visto jamás: el rostro del camarada Taganov de la G. P. U., una cara capaz de contemplar a sangre fría, dura e implacablemente, las ejecuciones secretas en las oscuras celdas de una checa.
Lentamente, le preguntó: -¿Qué es para ti ese hombre, Kira?
La voz de Andrei le dio a entender que para proteger mejor a Leo era preferible seguir guardando su secreto. Por esto replicó, encogiéndose de hombros:
– Sólo un amigo. No hablemos más del asunto, Andrei. ¿Quieres acompañarme a casa? Pero en cuanto él la hubo dejado en casa de sus padres, ella aguardó sólo a que se desvaneciese el rumor de sus pasos y echó a correr hasta encontrar un taxi. Entró en el coche y ordenó:
– Al teatro Marinsky, lo más de prisa que pueda.
En el vestíbulo desierto y oscuro del teatro, oyó el rumor de la orquesta al otro lado de las puertas cerradas, en una confusión de sonidos violentos y desordenados.
– No se puede entrar ahora, ciudadana -le dijo severamente un acomodador.
Kira le puso un billete en la mano, murmurando: -Tengo que encontrar a una persona, camarada. Se trata de un caso de vida o muerte. Su madre está agonizando. Entró silenciosamente entre cortinas de terciopelo a una sala oscura y casi desierta. En el escenario, un grupo de esbeltas bailarinas en breves trajes de tul rojo evolucionaban agitando sus finos brazos empolvados, adornados de cadenas de cartón dorado: era una Danza del trabajo.