Leo y Antonina Pavlovna estaban sentados en cómodas butacas en una fila casi vacía. Antonina Pavlovna tenía entre las suyas una mano de Leo. Al ver entrar a Kira, los dos se pusieron de pie, y algunos espectadores murmuraron: " ¡sentarse!"
– Ven en seguida, Leo -murmuró Kira-. Ocurre algo grave.
– ¿Qué?
– Vamos y te lo contaré. ¡Salgamos!
Leo la siguió por el corredor desierto. Antonina Pavlovna, echando la barbilla hacia adelante, se apresuraba tras ellos. En un rincón, Kira expuso en breves palabras:
– Es la G. P. U., Leo. Están investigando acerca de tu comercio. Saben algo.
– ¿Qué dices? ¿Cómo lo sabes?
– He visto a Andrei, y…
– ¿Has visto a Andrei Taganov? ¿Dónde? Creía que ibas a tu casa.
– Le encontré por la calle, y…
– ¿Por qué calle?
– ¡Oh, Leo, déjate de tonterías ¿no comprendes que no tienes tiempo que perder?
– ¿Qué ha dicho?
– No mucho. Sólo he adivinado algo. Me dijo que si no quería que me detuvieran procurase no ir contigo. Habló de tu comercio y de Pavel Syerov, y dijo que presentaría un informe a la G. P. U. Creo que lo sabe todo.
– ¿De modo que te dijo que no fueras conmigo?
– ¡Leo! Te niegas a…
– Me niego a dejarme asustar por los celos de un imbécil.
– No le conoces, Leo. Cuando se trata de la G. P. U. no bromea. Y no tiene por qué estar celoso de ti.
– ¿En qué sección de la G. P. U. trabaja?
– En el servicio secreto.
– ¿Entonces no está en la sección de economía?
– :No. Investiga por su propia cuenta.
– Vamos, pues. Iremos a ver a Syerov y a Morozov. Syerov se pondrá al habla con su amigo de la sección económica y descubriremos qué es lo que está tramando tu querido Taganov. No te me pongas histérica; no hay motivo de asustarte. El amigo de Syerov se encargará de todo. Vamos.
– Leo -dijo con precipitación Antonina Pavlovna, corriendo detrás de la pareja mientras se dirigían al taxi-, Leo, yo no tengo nada que ver con la tienda. Si hacen un registro, acuérdate de que yo no tengo nada que ver. Yo sólo llevaba el dinero a Syerov, pero ignoraba de dónde salía. ¡No lo olvides, Leo!
Una hora después, un trineo llegaba silenciosamente a la puerta trasera del local ocupado por la tienda de Leo. Dos hombres bajaron furtivamente por los oscuros peldaños que conducían al sótano, donde Leo y el dependiente, a la luz de una vieja linterna, les estaban aguardando. Los recién llegados no hicieron ruido ninguno. Leo, sin pronunciar una palabra, señaló las cajas y los sacos, y ellos, rápidamente, fueron llevándolos al trineo, que cubrieron luego con una manta de pieles. En menos de cinco minutos el sótano quedó vacío.
– ¿No ha ocurrido nada? -preguntó ansiosamente Kira cuando Leo regresó a casa.
– Vete a la cama -repuso éste- y no pienses más en la G. P. U.
– ¿Qué has hecho?
– Todo está resuelto. Nos hemos desembarazado de la mercancía. En estos momentos está saliendo de la roja Leningrado. Syerov esperaba otro cargamento mañana por la noche, pero ya se ha dado contraorden. Ahora, durante algún tiempo, no tendremos más que una tienda de comestibles. Hasta que Syerov arregle las cosas.
– Leo… me parece…
– No me vengas con esos discursos. Ya te lo dije una vez: no quiero dejar la ciudad. Sería lo más peligroso, lo más comprometedor y no tenemos por qué preocuparnos. Syerov tiene en la G. P. U. una posición demasiado sólida para quienquiera que se entrometa…
– Leo, tú no conoces a Andrei Taganov.
– No; no le conozco, pero me parece que tú le conoces demasiado.
– No podrán sobornarle, Leo.
– Quizá no. Pedro podrán hacerle callar.
– Si no tienes miedo…
– Naturalmente que no tengo miedo -pero su rostro estaba más pálido que de costumbre, y Kira observó que al desabrocharse el abrigo sus dedos temblaban.
– Leo, por favor, óyeme… Leo… -rogó.
– ¡Cállate!-replicó él.
Capítulo doce
El jefe de la Sección económica de la G. P. U. mandó llamar a su despacho a Andrei Taganov.
La oficina estaba en el palacio de la Dirección de la G. P. U., un edificio al que no se acercaba ningún visitante y donde apenas algunos empleados tenían acceso. Los que iban hablaban en voz baja y respetuosa, y nunca acababan de sentirse tranquilos. El funcionario estaba sentado ante su escritorio. Vestía guerrera militar y pantalón muy bien planchado, calzaba botas, y tenía sobre las rodillas una pistola. Llevaba el pelo muy corto, y su cara, cuidadosamente afeitada, no delataba ninguna edad. Sonreía enseñando unos dientes cortos y anchos y unas anchas encías. Su sonrisa no era ni alegre ni expresiva; únicamente se comprendía que era una sonrisa por la contracción de los músculos de sus mejillas.
– Camarada Taganov, me han dicho que estás terminando una investigación acerca de un asunto que incumbe a la Sección económica.
– Sí -contestó Andrei.
– ¿Quién te ha dado autorización para hacerla?
– Mi calidad de miembro del Partido.
El funcionario rió, descubriendo las encías, y siguió preguntando: -¿Qué te impulsó a empezar la investigación?
– El haber encontrado una base evidente de acusación contra alguien.
– ¿Contra un miembro del Partido?
– ¿Por qué no te dirigiste inmediatamente a nosotros?
– Porque quería poder presentar un informe completo.
– ¿Estás en disposición de hacerlo?
– Sí.
– ¿Piensas presentarlo al jefe de tu sección?
– Sí.
– Te aconsejo que renuncies a este asunto, camarada -sonrió el funcionario.
– Si esto es una orden, camarada -replicó Andrei-, me permito recordarte que no eres mi jefe; si es un consejo, no lo necesito. El otro le miró en silencio, y luego dijo:
– Una disciplina estricta y una absoluta lealtad son indudablemente cualidades estimables, camarada Taganov, pero no hay que olvidar que, como dijo el camarada Lenin, un comunista debe adaptarse a la realidad. ¿Has considerado las consecuencias que puede acarrear tu informe?
– Sí.
– ¿Te parece oportuno provocar, en estos momentos, un escándalo público en el que resulte complicado un miembro del Partido?
– Me parece que quien debía haberse hecho esta reflexión es el miembro del Partido que aparecería como culpable.
– ¿Conoces mi… interés por la persona en cuestión?
– Sí.
– ¿Y esto no te lleva a modificar tu decisión?
– En lo más mínimo.
– ¿Has pensado alguna vez en que mi apoyo podría serte útil?
– No, nunca lo he pensado.
– ¿Y no crees que es una idea que merece la pena de ser tenida en consideración?
– No lo creo.
– ¿Cuánto tiempo llevas en tu cargo, camarada Taganov?
– Dos años y tres meses.
– ¿Con la misma retribución que al principio?
– Sí.
– ¿No te interesaría un ascenso?
– No.
– ¿No crees en el espíritu de asistencia mutua y de cooperación con tus camaradas del Partido?
– Sí; pero no por encima de la disciplina del Partido.
– ¿Eres fiel cumplidor de tu deber para con él?
– Sí.
– ¿Por encima de todo?
– Sí.
– ¿Cuántas veces has asistido a una asamblea de depuración?
– Tres.
– ¿Sabes que se anuncia otra para dentro de poco?
– Sí.
– ¿E insistes en presentar a tu jefe el informe en cuestión?
– Esta tarde, a las cuatro.
– Es decir, dentro de una hora y media. Está muy bien.
El funcionario miró su reloj.
– ¿Deseas algo más, camarada?
– No, camarada Taganov.
Algunos días más tarde, Andrei fue llamado a la oficina de su jefe. Este era un hombre alto y flaco, con una barba rubia en punta, y unos quevedos montados en una nariz larga y flaca. Llevaba un elegante traje marrón, como un turista extranjero. Sus manos eran largas y huesudas, y su aspecto general el de un profesor fracasado.