Выбрать главу

– Siéntate -dijo al entrar Andrei. Luego se levantó y cerró la puerta. -Camarada Taganov, te felicito.

Andrei se inclinó.

– Has hecho un trabajo excelente y has prestado al Partido un gran servicio, camarada Taganov. No hubieras podido elegir un momento más indicado. Has puesto en nuestras manos precisamente el asunto que se necesitaba. Dada la difícil situación económica que estamos atravesando y la peligrosa competencia que se manifiesta en la opinión, el Gobierno tiene interés en poder mostrar a las masas quiénes son los responsables de sus sufrimientos, y hacerlo en forma tal que nadie pueda olvidarlo. Las actividades traicioneras y contrarrevolucionarias de los especuladores que despojan a nuestros obreros de las raciones que tanto trabajo les cuestan serán llevadas ante la justicia proletaria. Es necesario que los obreron tengan presente en todo momento que los enemigos de su clase conspiran día y noche para minar las bases del único gobierno obrero que existe en el mundo, y que nuestras masas proletarias comprendan que hay que soportar con paciencia las dificultades que momentáneamente atravesamos y prestar su pleno apoyo al gobierno que lucha por su interés contra tantas dificultades como podrán verse gracias a tu importante informe. He aquí, en substancia, lo mismo que he dicho esta mañana al director de Pravda, acerca de la campaña que hemos iniciado. Este caso nos servirá para hacer un ejemplo. Para ello movilizaremos todos los periódicos, todos los centros políticos, todas las tribunas públicas. El proceso del ciudadano Kovalensky será conocido hasta el último rincón de la U. R. S. S.

– ¿El proceso de quién, camarada?

– Del ciudadano Kovalensky. ¡Ah! a propósito, camarada Taganov; aquella carta del camarada Syerov que acompaña tu informe, ¿era la única copia existente?

– Sí, camarada.

– ¿Quién la ha leído, además de ti?

– Nadie.

El jefe cruzó sus largas y flacas manos y dijo lentamente: -Camarada, olvida que leíste esa carta.

Andrei le miró, sin pronunciar una palabra.

– Es una orden del comité que ha estudiado tu informe, camarada Taganov. Con todo, te dará las explicaciones pertinentes, porque aprecio tu esfuerzo. ¿Lees los diarios, camarada Taganov?

– Sí, camarada.

– ¿Sabes lo que sucede ahora en los pueblos de nuestro país? -Sí, camarada.

– ¿Te das cuenta de lo precario del equilibrio de nuestra opinión pública? -Sí, camarada.

– Pues en este caso no será necesario que te explique por qué el nombre de un miembro del Partido debe mantenerse apartado de toda relación con un delito de actividades contrarrevolucionarias. ¿Está claro? -Perfectamente, camarada.

– Debes andar con cautela y no olvidarte de que no sabes nada en absoluto que tenga que ver con el camarada Syerov. ¿Me has comprendido?

– Perfectamente, camarada.

– El ciudadano Morozov presentará la dimisión de su cargo en el Trust de la Alimentación, por razones de salud. No se le complicará en la causa, porque esto redundaría en desprestigio del Trust de la Alimentación y provocaría una serie de comentarios inoportunos. Pero el verdadero culpable, el espíritu de la conspiración, el ciudadano Kovalensky, será detenido esta noche. ¿Te parecen bien estas decisiones, camarada Taganov?

– Mi posición no me permite aprobar ni censurar, camarada, sino únicamente recibir órdenes.

– Bien dicho, camarada Taganov. Naturalmente, el ciudadano Kovalensky es el único propietario legal de aquella tienda de comestibles; lo sabemos pertinentemente. Es un aristócrata, y ya su padre fue fusilado por actividades contrarrevolucionarias. Hace algún tiempo, se le detuvo por tentativa de salir del país; de modo que constituye un símbolo viviente de la clase que nuestras masas obreras consideran la peor enemiga del régimen soviético. Estas masas, justamente irritadas por las infinitas privaciones, las largas horas de espera ante las cooperativas, la carencia de artículos de primera necesidad, sabrán quién es el culpable de sus sufrimientos. Sabrán quién es el que asesta golpes mortales al corazón mismo de nuestra vida económica. El último descendiente de una burguesía explotadora y ávida sufrirá la pena que merecen todos los individuos de su clase.

– Comprendo, camarada: se trata de organizar un proceso público, con grandes titulares en los periódicos y micrófonos en la sala de audiencia.

– Exactamente, camarada Taganov.

– ¿Y si el ciudadano Kovalensky hablase demasiado y demasiado cerca del micrófono? ¿Si pronunciase algún nombre?

– ¡Oh, por ese lado no hay nada que temer! Esos señores son fáciles de manejar: se le prometerá la vida a cambio de no decir más que lo que se le mande decir, y él seguirá esperando el indulto aún después de pronunciada la sentencia de muerte. Se pueden hacer promesas, como tú sabes, y no siempre es necesario cumplirlas.

– Y cuando le lleven ante el pelotón de ejecución, ¿no habrá ningún micrófono cerca?

– Claro está que no.

– Y, naturalmente, no habrá necesidad de explicar que cuando entró al servicio de esos desconocidos estaba sin trabajo y muriéndose de hambre, ¿verdad?

– ¿Qué quieres decir?

– Es una idea que me parece digna de ser tenida en cuenta, camarada. Como también me parecería oportuno explicar de qué modo un aristócrata sin un céntimo ha podido llegar a herir el corazón mismo de nuestra vida económica.

– Camarada Taganov, tienes aptitudes muy notables para la oratoria pública, demasiado notables. No siempre es una cualidad para un miebro de la G. P. U. Procura que no la aprecien demasiado y que un buen día no te encuentres destinado a algún puesto excelente… por ejemplo, en el Turquestán, donde tengas todas las oportunidades para desarrollarla. Como le sucedió, por ejemplo, al camarada Trotzky.

– He servido en el ejército rojo a sus órdenes, camarada.

– En tu lugar, yo no lo mencionaría con demasiado frecuencia, camarada Taganov.

– Muy bien, camarada. Haré cuanto pueda por olvidarlo.

– Esta tarde, a las seis, camarada Taganov, harás un registro en el domicilio del ciudadano Kovalensky, para obtener todas las pruebas o los documentos que puedan encontrarse en relación con este asunto. Luego le detendrán.

– Sí, camarada.

– Nada más, camarada Taganov.

– A tus órdenes, camarada.

El jefe de la Sección económica de la G. P. U. dijo a Pavel Syerov, sonriéndole fríamente y enseñándole las encías:

– En adelante, camarada Syerov, limitarás tus esfuerzos literarios a las materias relacionadas con tu cargo en los ferrocarriles.

– Ciertamente, camarada, no te preocupes por ello.

– No soy yo quien debe preocuparse; no lo olvides.

– ¡Qué diablo! Ya me he preocupado hasta ponerme enfermo. ¿Qué quieres? Al fin y al cabo no se tiene más que un número determinado de cabellos que pueden volverse blancos.

– Sí; pero debajo de ellos no se tiene más que una cabeza.

– ¿Qué… qué quieres decir? ¿Tienes la carta, no?

– Ya no la tengo.

– ¿Dónde está?

– Quemada.

– Gracias, amigo mío.

– Realmente, puedes agradecérmelo.

– ¡Oh, claro está que te lo agradezco! Amor con amor se paga. Ojo por ojo… Yo me callaré ciertas cosas y tú te callarás otras. Como dos buenos amigos.

– No es tan sencillo como te figuras, Syerov. Por ejemplo, tu aristocrático compañero de juegos, el ciudadano Kovalensky, deberá ser procesado y…

– ¿Crees que esto me va a hacer llorar. Esto sólo ya me compensa de todos los malos ratos. Estaré contentísimo de ver cómo le returcen el pescuezo a ese imbécil orgulloso e insoportable.

– Tu salud, camarada Morozov, exige una larga temporada de descanso en un clima más cálido -dijo el funcionario-; y en agradecimiento a tus servicios y como compensación a tu dimisión, se te ofrece un puesto en un sanatorio; ¿comprendes?