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– Sí -contestó Morozov enjugándose la frente-, lo comprendo perfectamente.

– Se trata de un hermoso sanatorio en Crimea, muy tranquilo, lejos de la agitación de la ciudad, que convendrá a las mil maravillas a tu salud. Y creo que lo mejor será que disfrutes de todas estas ventajas por… digamos seis meses. Te aconsejo que no lleves prisa en volver, camarada Morozov.

– Bien; no tendré prisa.

– Y todavía quisiera darte otro consejo, camarada Morozov. Verás que los periódicos hablarán mucho del proceso del ciudadano Kovalensky por actividades contrarrevolucionarias. Pues bien; creo que sería muy prudente que dieras a entender bien claramente a tus compañeros de sanatorio que por tu parte no sabes una palabra de este asunto.

– Naturalmente, camarada. Yo no sé nada, ni tengo la menor idea de ello.

El funcionario murmuró, acercándose con aire confidencial a Morozov:

– Y en tu lugar, no intentaría dar ni un paso por ese Kovalensky, aunque le lleven ante el pelotón de ejecución. Morozov miró a la cara del funcionario y dijo arrastrando las palabras, comiéndose las vocales y reduciéndolas a un sencillo gemido, mientras sus anchas fosas nasales palpitaban: -¿Qué? ¿Yo, dar un paso por él? ¿Por él? ¿Para qué, camarada? No tengo nada que ver con él. Era el propietario de aquella tienda; él y nadie más: el contrato de alquiler lo dice bien claro. No puede probar que yo estuviera enterado de nada, absolutamente de nada. El, y sólo él, era el dueño del establecimiento: pueden comprobarlo.

La esposa de Lavrov salió a abrir la puerta. Al ver la chaqueta de cuero de Andrei, la funda de su pistola colgando de su cinturón, y detrás de él las hojas de acero de cuatro bayonetas, no pudo contener una exclamación sofocada, como un sollozo, y se llevó en seguida las manos ante la boca.

Detrás de Andrei entraron cuatro soldados. El último cerró la puerta de un imperioso portazo.

– ¡Oh, Dios misericordioso! ¡Dios misericordioso! -gimoteó la mujer retorciéndose el delantal con ambas manos.

– ¡Silencio! -ordenó Andrei-. ¿Dónde está el ciudadano Kovalensky?

La mujer señaló una puerta con un dedo tembloroso y se quedó estúpidamente en la misma actitud mientras los soldados, detrás de Andrei, se dirigían hacia ella. Mientras tres delgadas hojas de acero pasaban lentamente por delante de ella, y seis botas golpeaban pesadamente el suelo de su habitación, que resonaba como un tambor con sordina, la mujer de Lavrov no acertaba a apartar la vista del perchero del recibimiento, con sus viejos abrigos colgados que parecían guardar todavía el calor y la vida de los cuerpos humanos. El cuarto soldado se quedó en la puerta del piso. Lavrov, al verles, se puso en pie de un salto. Andrei atravesó rápidamente la estancia sin mirarle siquiera. Un movimiento rápido y brusco de la mano de Andrei, un movimiento seco e imperioso como un latigazo, hizo que uno de los soldados se quedase vigilando en la puerta de comunicación del salón con la habitación de Kovalensky. Los otros dos soldados entraron en ella en pos de Andrei.

Leo estaba solo, sentado en un sillón, en mangas de camisa, leyendo un libro. El libro fue lo primero que se movió cuando se abrió la puerta: bajó lentamente hasta el brazo de la poltrona y una mano segura lo cerró. Luego Leo se levantó sin prisa, y la luz del fuego de la chimenea iluminó a trechos su blanca camisa sobre sus anchos hombros. Dijo sonriendo, con aquella sonrisa irónica que le caracterizaba:

– Bien, camarada Taganov; ¿no sabía usted que un día u otro deberíamos encontrarnos en esta situación?

La cara de Andrei no tenía expresión; era firme y rígida como una fotografía de pasaporte, como si sus pliegues y sus músculos hubiesen sido endurecidos por alguna substancia que no tuviera nada de humano, como si no tuvieran de humano más que la forma. Tendió a Leo un papel con muchos membretes oficiales y dijo con una voz que no tenía de humano más que los elementos que componían sus sonidos:

– Es una orden de registro, ciudadano Kovalensky.

– Entre usted y sea bienvenido -replicó Leo inclinándose con gracia, como si invitase a bailar a una dama. Dos movimientos de Andrei, precisos y secos, indicaron a un soldado la cómoda y al otro el lecho. Los cajones se abrieron ruidosamente, y montones de ropa interior cayeron al suelo bajo una mano morena y pesada que después de hurgar rápidamente y con destreza volvió a cerrarlos con fuerza uno tras otro. Sobre el pavimento quedó un montón blanco, alrededor de unas botas relucientes a causa de la nieve que se iba derritiendo. Otra mano rápida arrancó el cubrecama de seda, luego la manta de lana, luego las sábanas: una bayoneta abrió con un relampagueo el colchón, y dos manos desaparecieron por la abertura.

Leo permanecía solo en medio de la habitación. Los hombres no le miraban, no se cuidaban de su presencia, como si fuera un mueble más, el último que deberían abrir. Leo estaba medio sentado y medio apoyado en una mesa; las dos manos sobre el borde, los hombros encorvados, las largas piernas tendidas hacia adelante. En medio del silencio se oía el crepitar de la leña en el fuego, el apagado ruido de los objetos a medida que los soldados iban echándolos al suelo, y el crujido de los papeles que Andrei iba examinando.

– Siento no poder ofrecerle el descubrimiento de los planos secretos para hacer volar el Kremlin y el Gobierno soviético, camarada Taganov -dijo Leo.

– Ciudadano Kovalensky -dijo Andrei como si no le hubiera visto nunca-, está usted hablando con un representante de la G. P. U.

– ¿Cree tal vez que lo he olvidado?

Un soldado hundió su bayoneta en una almohada, y volaron por la habitación, como si fueran copos de nieve, montoncitos de blancas plumas. Andrei abrió un armario, y platos y copas tintinearon mientras él iba dejándolos cuidadosamente sobre la alfombra. Leo abrió su petaca de oro y se la tendió a Andrei.

– No, gracias -repuso éste.

Leo encendió un cigarrillo. La cerilla tembló entre sus dedos. Se quedó sentado sobre el borde de la mesa, moviendo una pierna, mientras el humo iba subiendo lentamente en una esbelta columna azulada.

– Es el superviviente -dijo Leo-, el mejor de todos. Con todo, no siempre los filósofos tienen razón. Una tendencia a la reflexión trascendental puede enturbiar nuestra percepción de la realidad. A propósito, ¿cuáles son sus convicciones filosóficas, camarada Taganov? Nunca hemos discutido este punto, y este momento me parece tan indicado para ello como otro cualquiera. -Le aconsejo que guarde silencio -dijo Andrei.

– Y el consejo de un representante de la G. P. U. -dijo Leo- equivale a una orden, ¿no es cierto? Comprendo que hay que saber respetar la dignidad y la grandeza de la autoridad en cualquier momento y en cualquier circunstancia, por mucho que ello hiera el orgullo de la persona afectada.

Andrei abrió otro armario. Emanaba de él un perfume francés. Andrei vio vestidos femeninos.

– ¿Qué sucede, camarada Taganov? -preguntó Leo. Andrei tenía en la mano un traje encarnado. Era un vestido sencillo, con un cinturón y botones de charol y un cuello de niña con un gran lazo de corbata. Andrei, sosteniéndolo con las dos manos, lo miraba estupefacto. La tela, entre sus dedos, se fruncía en dos rizos. Luego sus ojos se movieron lentamente y su mirada pasó revista a todo el armario. Vio un traje de terciopelo negro que conocía bien, un abrigo con cuello de pieles, una blusa blanca.

– ¿De quién son estos trajes? -preguntó.

– De mi amante -replicó Leo, mirando de hito en hito a Andrei y dando a sus palabras todo el desprecio de la ironía y toda la infamia de la obscenidad.

La cara de Andrei era inexpresiva: miraba el vestido con ojos absortos, y sus cejas parecían dos medias lunas negras excavadas sobre sus mejillas. Luego lo desplegó lentamente, con cuidado, con cierta vacilación, como si fuese de frágil vidrio, y volvió a colgarlo en el armario.

Leo sonrió malévolamente, con una mirada sombría y contrayendo los labios:

– Una desilusión, ¿no es así, camarada Taganov? Andrei no contestó. Sacó los vestidos uno a uno y con calma, sin precipitarse, fue pasando los dedos por los bolsillos, por los pliegues que olían a perfume francés.