– Le repito a usted que no se puede pasar, ciudadana -se oyó gritar al guardia al otro lado de la puerta. Luego se oyó ruido de una breve lucha, como si un brazo hubiera empujado a un lado a alguien.
Una voz gritó, y no era una voz de mujer, sino el gemido de un animal en la agonía: -¡Dejadme pasar, dejadme pasar!
Andrei miró a la puerta, se dirigió lentamente hacia y ella y la abrió.
Andrei Taganov y Kira Argounova quedaron frente a frente. Andrei preguntó lentamente, y las sílabas fueron cayendo iguales y mesuradas como gotas de agua. -¿Vive usted aquí, ciudadana Argounova?
– Sí -contestó ella con la cabeza muy erguida, sin el menor temblor en la voz, mirándole fijamente.
Luego entró en la estancia y se apoyó en la pared, mientras un soldado volvía a cerrar la puerta.
Andrei Taganov se volvió lentamente, con el hombro derecho encorvado, tendiendo todos los músculos de su cuerpo en el esfuerzo de moverse, como si entre las paletillas llevase un cuchillo clavado y debiese andar con cuidado para no sacudirlo. Su brazo izquierdo colgaba de su cuerpo con naturalidad, algo doblado por el codo, con la muñeca vuelta hacia el cuerpo y los dedos semice-rrados como si tuviese entre ellos algo que no quisiera dejar caer. -Registrad aquel cuartito y esos baúles -dijo volviéndose hacia los soldados.
Luego volvió al armario abierto, y sus pasos crujieron en el silencio, como la leña de la chimenea.
Kira seguía adosada a la pared con el sombrero en la mano. Luego el sombrero se le cayó.
– Lo siento, querida -dijo Leo-. Creía que a tu regreso todo esto habría terminado.
Ella no miraba a Leo, sino a la alta figura en chaqueta de cuero y la funda de la pistola colgaba a su cintura.
Andrei se dirigió a la cómoda en que ella guardaba su ropa interior; la abrió, y Kira vio pasar por sus manos la camisa de batista negra, y vio sus encajes arrugados entre los dedos fuertes y serenos de Andrei.
– Registrad el diván -ordenó Andrei-. Levantad la alfombra. Kira seguía apoyada en la pared, con las rodillas temblando, todo el peso de su cuerpo concentrado sobre sus caderas, como si las piernas no pudieran sostenerla.
– Nada más -dijo Andrei, a los soldados, y cerró cuidadosamente el último cajón, sin hacer ruido.
Luego tomó la cartera que había dejado encima de la mesa y, dirigiéndose a Leo, le dijo, moviendo apenas los labios: -Ciudadano Kovalensky, queda usted detenido. Leo se encogió de hombros y tomó su abrigo en silencio. Su boca se plegaba hacia abajo con aire despectivo, pero él mismo se dio cuenta de que le temblaban los dedos. Levantando la cabeza, dijo a Andrei, en su tono más insolente:
– Estoy seguro, camarada Taganov, de que es la orden que cumple usted más a gusto.
Los soldados cogieron de nuevo sus fusiles, apartando a uno y otro lado los objetos que habían dejado por el suelo. Leo se acercó al espejo, se arregló la corbata, se alisó los cabellos con la meticulosa precisión de un hombre elegante que se viste para una cita, vertió unas gotas de agua de colonia en su pañuelo, lo dobló cuidadosamente y se lo guardó en el bolsillo superior de la americana. Andrei le estaba aguardando. Al salir, Leo se detuvo delante de Kira.
– ¿No me dices adiós, Kira? -Y tomándola entre sus brazos la besó largamente.
Andrei seguía aguardándole.- Sólo quiero pedirte un favor, Kira -dijo Leo-; espero que me olvidarás.
Kira no contestó.
Un soldado abrió la puerta y salió. Andrei salió detrás de él, y luego Leo. El otro soldado cerró la puerta.
Capítulo trece
Leo había quedado preso en una celda de la G. P. U. y Andrei había vuelto a casa. Al atravesar el jardín, un camarada del Partido que corría al Centro del distrito le preguntó:
– Esta noche lees tu informe sobre la situación del campo, ¿no?
– Sí.
– A las nueve, ¿no? Lo aguardamos con impaciencia, camarada Taganov. Hasta las nueve, pues.
– Hasta las nueve.
Atravesó lentamente la espesa capa de nieve del jardín y subió la larga escalinata oscura hasta su oscura habitación. Una de las ventanas del palacio, se veía iluminada, y un cuadrado amarillo se rellenaba en el pavimento, Andrei se quitó la gorra, la chaqueta de cuero, la pistola. Se quedó junto a la chimenea, pisoteando distraídamente los carbones grises. Puso un leño sobre el carbón y encendió una cerilla. Luego tomó una de las cajas de embalaje que le servían de muebles y se sentó al lado del fuego, con las manos abandonadas sobre las rodillas. En la oscuridad, los reflejos del fuego daban a sus manos y a su rostro un vivo color rosado.
De pronto oyó llamar a la puerta del rellano; llamaban con fuerza. Había dejado la puerta abierta, de modo que dijo sencillamente: -¡Adelante!
Entró Kira. Cerró de un portazo, atravesó el vestíbulo y se detuvo en el umbral de la habitación. Andrei, en la oscuridad, no podía verle los ojos: dos sombras negras le manchaban la frente y las órbitas; pero la luz roja caía de lleno sobre su boca, ancha, dura y brutal.
Andrei se levantó, mirándola en silencio.
– Bueno -gritó ella salvajemente-, ¿y ahora qué piensas hacer?
– En tu lugar -contestó él lentamente-, me marcharía de aquí.
Ella se apoyó en el quicio de la puerta y preguntó: -¿Y si no me marchara?
– Vete -repitió él.
Kíra se quitó el sombrero y lo arrojó a la oscuridad. Se quitó el abrigo y lo tiró al suelo.
– Sal de aquí… -repitió Andrei. -No quiero.
– ¿Qué deseas? No tengo nada que decirte.
– Pues yo sí. Y tú tendrás que oírme. De modo que me has cogido, ¿verdad, camarada Taganov? ¡Y quieres vengarte! Fuiste a casa con tus soldados, con una pistola al cinto, ¿no es verdad, camarada Taganov de la G. P. U.? Y le detuviste. Y ahora procurarás que no se escape de la pena de muerte, te valdrás de toda tu influencia, de tnda tu gran influencia en el Partido para que le lleven ante el piquete de ejecución, ¿no es así? ¿Tal vez solicitarás el privilegio de mandar el fuego? ¡Continúa, sigue vengándote! ¡Pero ahora me vengo yo! No vengo a implorarte por él. No puedo temer nada peor; pero por lo menos puedo hablar, y hablaré. Tengo tanto que decirte, a ti y a los tuyos, y llevo tanto tiempo callándome que me parece que ya no hubiera podido soportarlo más. Ya no tengo nada que perder, no; pero tú sí.
– ¿No te parece inútil? -preguntó él-. ¿Para qué decir nada? Si tienes alguna excusa…
Ella se rió, con una carcajada inhumana, y en frases breves, cortantes como cuchillos, insultantes como latigazos en el rostro, le refirió la historia de sus dos últimos años. Luego le miró a los ojos: no reflejaban cólera ni indignación, sino espanto.
– Kira… -se limitó a decir Andrei-, yo… yo… no lo sabía.
Ella se echó hacia atrás, cruzando los brazos, clavando los dedos en sus codos, y dijo con una breve sonrisa de amargura: -¿De modo que me amabas? Yo era la más noble de las mujeres, la mujer parecida a un templo, a una marcha militar, a la estatua de una diosa. ¿Te acuerdas? ¡Mírame, pues! ¡Ya no soy más que una cualquiera, y tú eres el primero que me has comprado! Y ahora, ¡al barro contigo! ¡Allí está tu sitio! ¡Allí me ha echado tu gran amor! Creí que te alegrarías de saberlo. ¿No te alegras? ¿De modo que te figurabas que te quería? Cuando tú me besabas pensaba en Leo, cuando te hablaba de amor le hablaba a él. Soy suya, y sólo suya; ¿comprendes?, y nunca le quise tanto como cuando estaba contigo. Y ahora, ¡mátale! Nada de cuanto le hagas podrá compararse a lo que yo te estoy haciendo a ti en este momento. Y tú lo sabes, ¿no es cierto?
Desoladamente, como si ella no estuviera presente, como si se quisiera apoyar en cada sílaba, Andrei repetía: -Yo no lo sabía…
– No lo sabías… ¡Y era tan sencillo! ¡Y no tan raro! Ve a los sótanos y a las buhardillas donde viven los hombres de tus ciudades rojas y verás cuántos casos parecidos a éste. El quería vivir. ¿Crees tú que a un ser humano le basta respirar para vivir? Piensas de otro modo, ya lo sé. Pero él hubiera podido vivir; no hay muchos que pueden decirlo, y ya sé que para ti no cuentan. El doctor me dijo que moriría. Y yo le amaba. Sabes lo que significa esto,