La llevó hasta una silla. La cabeza de la joven cayó sobre el hombro de Andrei, y ella murmuró: -Pero… tú… Andrei…
– Olvídalo, olvídalo todo. Todo se arreglará. Estáte quieta y no pienses nada.
Acercó la silla al fuego. Kira no resistió, sino que se abandonó a los cuidados; al sentarse, sus rodillas quedaron al descubierto, y Andrei se dio cuenta de que todavía temblaban; se quitó la chaqueta de cuero y se la echó sobre las piernas, diciendo: -Así estarás mejor. Hace frío, aquí; el fuego no lleva mucho tiempo encendido. Procura calmarte.
Kira no se movió. Con los ojos cerrados, con la cabellera suelta, ensortijada como si cada cabello fuera un hilo de bronce, dejó caer la cabeza hacia atrás, sobre el respaldo de la silla. Un brazo le caía inerte a lo largo del cuerpo, y la rojiza luz de las llamas oscilaba suavemente sobre su fina mano inmóvil. Andrei, junto a la chimenea, la miraba en la oscuridad. En una de las salas del Centro, alguien tocaba La Internacional.
– ¿Te sientes mejor? -preguntó Andrei, cuando Kira, una vez pasado su momentáneo desfallecimiento, levantó la cabeza. Kira asintió con un leve movimiento de cabeza. -Ahora volverás a ponerte el abrigo y te acompañaré a tu casa. Quiero que te vayas a la cama. Descansa y no pienses en nada. Ella no resistió. Observó los dedos del joven mientras le abrochaba el abrigo; le miró a los ojos. Los de él le sonrieron en un silencioso asentimiento, tal como le habían sonreído la primera vez que se encontraron en el Instituto. Luego, Andrei la ayudó a bajar la escalinata oscura. Llamó un trineo, en cuanto llegaron a la puerta del jardín, y dio al conductor las señas de la casa de Leo. Mientras el trineo se ponía en marcha, le abotonó el oscuro abrigo de pieles sobre las rodillas, y le pasó el brazo por detrás de la nuca, para sostenerla. Guardaron silencio hasta que el trineo se detuvo; entonces él dijo:
– Ahora deseo que descanses unos días. No vayas a ninguna parte. No te preocupes por… él. Deja que me preocupe yo. La nieve se amontonaba en la acera. Andrei tomó a Kira en sus brazos y la llevó hasta la puerta de su casa, arriba, en el piso. Ella murmuró, sin que sus labios llegasen a pronunciarlo:
– … Andrei…
– Todo saldrá bien- contestó él.
Volvió al trineo solo, y dio al conductor las señas del Centro, donde sus compañeros estaban aguardando la lectura de su informe sobre la situación del campo.
– … y nos habéis encerrado, dejándonos sin aire, hasta que han estallado las arterias de nuestro espíritu. Habéis cargado sobre vuestros hombros un peso como nadie había llevado jamás en toda la Historia. Tenéis derecho a hacerlo si el objeto que os proponéis lo justifica. Pero, ¿cuál es este objeto, camarada, cuál es este objeto?
El presidente del centro golpeó la mesa con su regla.
– Te llamo al orden, camarada Taganov -dijo con voz atronadora-. Haz el favor de ceñirte al informe sobre la situación agraria. Por la amplia sala se propagó una onda entre las cabezas apiñadas de los asistentes. En las últimas filas se oyeron risas mal reprimidas.
Andrei Taganov ocupaba la tribuna reservada a los oradores. La sala estaba en la oscuridad; sólo una lámpara brillaba en la mesa presidencial. La negra chaqueta de cuero de Andrei se confundía con la negra pared, detrás de él. Tres manchas claras se destacaban en la sombra: sus dos largas y flacas manos y su rostro. Las manos se movían lentamente sobre un abismo oscuro, y en el rostro se marcaban profundos surcos oscuros en torno a los ojos, y en el centro de las mejillas. Siguió diciendo, en voz opaca, como si no oyera las palabras que estaba pronunciando:
– Sí; la situación agraria, camaradas… En los dos últimos meses, veintitrés miembros del Partido han sido asesinados en los distritos agrarios de esta región, cinco Centros han sido incendiados, así como tres escuelas y los almecenes de una fábrica colectivizada. El elemento anturevolucionario de los campesinos acaparadores ha debido ser castigado inexorablemente. Nuestro jefe de Moscú cita el ejemplo del pueblo de Petrovshino, donde, en vista de que se negaron a entregar a los culpables, los campesinos fueron alineados en fila y se fusiló a uno por cada tres, mientras los demás eran obligados a contemplar la ejecución. Esos campesinos habían encerrado a tres camaradas procedentes de Moscú en el local del Centro de Lenin del pueblo; habían cerrado herméticamente las ventanas, y luego habían prendido fuego al edificio. Mientras éste ardía, los campesinos se habían puesto a cantar a grandes gritos, para no oír los lamentos de sus víctimas. Unos cantaban, otros tocaban la armónica… estaban hechos unas fieras. Unas fieras enloquecidas, enloquecidas por la miseria. Tal vez, en aquel pueblo perdido, también tenían muchachas jóvenes y buenas, más preciosas a sus ojos que nada en el mundo, reducidas a la desesperación… mientras aquellos hombres, que las querían más que a sus propias vidas, se veían obligados a permanecer inactivos, sin poder hacer nada por ellas. Tal vez también…
– Te llamo de nuevo al orden… camarada Taganov. -Sí, camarada presidente… Nuestro jefe de Moscú cita… ¿qué estaba diciendo, camarada presidente…? Sí, hablaba de los acaparadores de los pueblos; de las medidas que el Partido debe tomar contra los elementos contrarrevolucionarios del campo, que amenazan el éxito de nuestra gran empresa. Hemos venido como un solemne ejército y hemos negado la vida a los vivientes. Hemos pensado que bastaba respirar para vivir. ¿Y es verdad esto? ¿Acaso los hombres que tienen una vida no son demasiado preciosos para que pueda imponérseles nada, en nombre de lo que sea? Hemos muerto hombres a millares. Entre ellos, ¿no habría quizás algunos que merecían y podrían haber vivido? ¿Acaso una batalla justifica la muerte de un buen soldado? ¿Qué causa es digna de los que combaten por ella? ¿Acaso los que combaten no constituyen por sí mismos su propia causa, y no únicamente los medios para servirla?
– Te llamo nuevamente al orden, camarada Taganov. -Estoy aquí para hacer un informe a mis camaradas del Partido, camarada presidente; un informe muy serio, que merece que se le preste atención. Sí; se trata de nuestra obra en el campo y en las ciudades, de nuestra obra entre millones y millones de seres vivientes. Pero hay unos problemas, unos problemas que exigen solución, y ¿cómo se les puede encontrar solución si no se nos permite ni siquiera plantearlos? ¿Por qué tener miedo de contestar, si podemos hacerlo? Pero, ¿y si no podemos? Si no podemos… ¡Camaradas! ¡Hermanos! Oídme. ¡Oídme, guerreros consagrados a una nueva vida! ¿Estáis seguros de lo que estamos haciendo? Nadie puede decir a los hombres para qué viven. Nadie puede arrogarse este derecho si no quiere encontrar ante sus ojos a un monstruo, un horror que ninguna mirada humana puede soportar. Porque, ¿veis, camaradas?, en los hombres, en los mejores de nosotros que están por encima de cualquier estado y de cualquier colectividad, hay cosas demasiado preciosas, demasiado sagradas, cosas que ninguna mano extraña debe atreverse a tocar. Miraos a vosotros mismos, sinceramente, sin miedo; miraos y no se lo digáis a nadie, a nadie más que a vosotros mismos: ¿para qué vivís? ¿Acaso no vivís por vosotros mismos, para vosotros mismos, única y exclusivamente para vosotros mismos? ¿Para una verdad más alta que ninguna, que es "vuestra" verdad? Llamadla como queráis: vuestra razón de vivir, vuestro amor, vuestra causa… ¿no es siempre ésta? Dais la vida, morís por vuestro ideal; ¿pero acaso este ideal no es "vuestro"? Todo hombre honrado vive para sí mismo, y quienes no viven así no pueden decir que vivan. Contra esto no podéis hacer nada. No lo podéis cambiar, porque el hombre nació así: sólo, completo, como un fin en sí mismo. No podéis cambiarlo, del mismo modo que no podéis lograr que nazcan hombres con un solo ojo, o con tres piernas y dos corazones. No hay ninguna ley, ningún libro, ninguna G. P. U. que puedan hacer crecer una nariz suplementaria a ningún rostro humano. No hay decisión de Partido que pueda matar en un hombre aquello que es capaz de decir "yo". Podéis intentarlo. Es decir, lo habéis intentado; pero ved lo que se saca de ello. Ved qué es lo que habéis dejado triunfar. Negáis la parte mejor del hombre, y mirad lo que queda. Verdaderamente, ¿nos proponíamos obtener estos monstruos rastreros, mutilados e incompletos que estamos creando? ¿No estaremos castrando la vida, en nuestro afán de perpetuarla? -CamaradaTa…