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– Oye, Andrei; tengo que decirte una cosa. Creía que ya estabas enterado, pero ahora comprendo que no. Prepárate a oírme y no me mates a la primera palabra. Sé que hay un nombre que tú no quieres que lo pronuncie, pero yo lo voy a pronunciar. Se trata de Kira Argounova.

– ¿Qué tienes que decirme?

– Óyeme; no son horas de andarse con rodeos, ¿verdad? ¡Qué diablo! ¡Es evidente que ahora no se trata de eso! Pues bien: tú la quieres y te acuestas con ella desde hace más de un año… Espera: déjame acabar. Durante todo este tiempo ha sido la amante de Leo Kovalensky. Y si no quieres creerlo, investiga y lo sabrás.

– ¿Para qué investigar? Ya lo sé.

– ¡Ah! -dijo Syerov, balanceándose y mirando a Andrei. Luego prorrumpió en una carcajada.

– Realmente -continuó- hubiera debido comprenderlo.

– ¿Qué más? -dijo Andrei.

– Sí; hubiera debido comprenderlo -prosiguió Syerov-, he aquí por qué el santo del Partido se pone a redentor: ¡Imbécil! ¡Pobre visionario virtuoso y loco! De modo que ésta es la gran obra que estás cumpliendo. Hubieras debido tener presente que el heroísmo avasallador es una enfermedad incurable. Adelante, Andrei. Pero ¿no te queda ya ni pizca de sentido común? ¿Ni una migaja de orgullo?

– Oye -replicó Andrei-. Ya hemos hablado bastante. Parece que estás muy bien informado de mis asuntos. Pues podrías saber también que no cambio de opinión.

Pavel Syerov tomó el abrigo, y se lo puso poco a poco, mientras sus labios sonreían sarcásticamente.

– Muy bien, rey Arturo, o quienquiera que seas; sí, rey Arturo de la espada redentora. Por esta vez, has vencido. Es inútil amenazarte con represalias. Aunque no lo hiciera yo, ya se encargaría otro. Dentro de un año nadie se acordará de este asunto. Yo dirigiré los ferrocarriles de la U. R. S. S. y compraré pañales de seda para mi criatura. Y tú tendrás que hacer cola para que te den de limosna un plato de sopa, y tal vez te lo darán. Pero en cambio tendrás la satisfacción de saber que tu amada vive con el hombre que odias.

– Sí -dijo Andrei-, estoy de acuerdo contigo, camarada Syerov, te deseo mucha suerte.

– Lo mismo te digo, camarada Taganov.

Kira estaba sentada en el suelo, doblando la ropa blanca de Leo y volviéndola a guardar en los cajones de la cómoda. Sus vestidos estaban hechos un montón delante del armario abierto. Cada vez que se movía, volaban a su alrededor papeles de los que los soldados habían echado por el suelo. De las almohadas seguían cayendo plumas, como copos de nieve.

Kira llevaba dos días sin salir de casa. No había sabido nada del mundo más allá de las cuatro paredes de su cuarto. Galina Petrovna había llamado una vez por teléfono, y había gimoteado un poco. Kira le había dicho que no se preocupara y que le hiciera el favor de no ir a verla, y Galina Petrovna no había ido. Los Lavrov estaban convencidos de que su vecina no se había afectado por la tragedia. No la oían llorar, ni observaban nada de especial en la esbelta figura que de vez en cuando atravesaba su estancia para dirigirse al cuarto de baño; lo único que veían era que parecía cansada, porque sus miembros caían con abandono y permanecía en extrañas posiciones, dando la impresión de que para moverlos se necesitaba un gran esfuerzo; en cuanto a sus ojos, estaban persistentemente fijos en un punto, y sólo gracias a un esfuerzo todavía más considerable lograba mover sus pesados párpados. Kira estaba sentada en el suelo, y doblaba las camisas, alisando las arrugas; luego las guardaba cuidadosamente en el cajón, sosteniéndolas sobre las palmas de las manos. En una de las camisas, se veían las iniciales de Leo bordadas sobre el pecho. Cuando oyó abrirse la puerta, Kira no levantó la cabeza.

– ¡Hola, Kira! -dijo una voz.

Y Kira cayó hacia atrás, contra el cajón que se cerró violentamente. Leo la estaba mirando, y sus labios plegados hacia abajo no sonreían ni acusaban rastro alguno de color; y los surcos que bordeaban sus ojos eran azules y profundos como si los hubiera pintado un pintor aficionado.

– Por favor, Kira, nada de histerismo… -dijo con aire fatigado. Kira se levantó lentamente, y se quedó con los brazos colgados; luego se pasó los dedos por la sien derecha, mirándole con incredulidad, sin atreverse a tocarle.

– Leo… Leo, ¿de veras estás en libertad?

– Sí. En libertad. Me han echado.

– Pero, Leo… ¿cómo…cómo ha podido ser?

– ¿Qué sé yo? Creía que tú sabrías algo.

Kira le besó los labios, el cuello, los músculos que asomaban por el arrugado cuello de la camisa, las manos. El le acariciaba los cabellos, y miraba con indiferencia, por encima de su cabeza, la estancia en desorden.

– Leo -murmuró ella mirándole a los ojos sin expresión-, ¿qué te han hecho? -Nada.

– ¿Te han… te han…? Me habían dicho que alguna vez… -No; no me han torturado. Dicen que tienen una celda para esto, pero no he tenido el privilegio de conocerla. Tenía una celda para mí solo y tres comidas al día, pero lo que nos daban era horrible. Me he pasado dos días pensando qué diría ante el pelotón de ejecución. Un pasatiempo como otro cualquiera… Kira le quitó el abrigo, le quitó los chanclos, apoyando por un momento la cabeza sobre sus rodillas; luego, inclinándose todavía más ató el lazo de su zapato con dedos temblorosos.

– ¿Me queda todavía ropa limpia? -preguntó él.

– Sí… Te la doy en seguida… pero, aguarda, Leo… quisiera saber… no me has dicho…

– ¿Qué quieres que te diga? Creo que el asunto está concluido.

Me recomendaron que procurase no ir por tercera vez a la G. P. U. -y añadió con indiferencia-: Creo que tu amigo Taganov ha tenido que ver con mi libertad.

– ¿El?

– ¿No se lo pediste?

– No -dijo ella levantándose-. No se lo pedí. -Estropearon la cama y los muebles.

– ¿Quiénes? ¡Ah, quieres decir cuando vinieron a hacer el registro…! o… sí… creo que sí… ¡Leo! -gritó de pronto, tan de pronto que él la miró sorprendido-. Leo, ¿no tienes nada que decirme?

– ¿Qué quieres que te diga?

– ¿No estás… no estás contento de volver a verme?

– Claro está que sí. Eres muy bonita, pero deberías peinarte.

– Leo… ¿pensabas en mí, allí?

– No.

– ¿No… no pensaste en mí?

– No. ¿Para qué? ¿Para facilitar las cosas?

– Leo… ¿me quieres?

– ¡Qué pregunta! ¡Vaya un momento para preguntarme si te quiero…! Kira, te estás volviendo una pobre mujer vulgar… No te sienta bien… realmente no te sienta bien…

– Perdona, querido; tienes razón. Es absurdo. Ni sé por qué te lo he preguntado. ¡Eres tan raro! Te preparo la ropa y algo de comer. No has comido, ¿verdad?

– No; no tengo apetito. ¿Tienes algo que beber?

– Leo… ¿No vas a volver a empezar?

– Déjame solo. ¡Por favor, vete al infierno! Vete a casa de tus padres… o donde quieras…

– ¡Leo! -le miró fijamente, incrédula, con la mano todavía en los cabellos-. Leo, ¿qué te han hecho?

La cabeza de Leo se reclinaba sobre el respaldo del sillón, y Kira miraba el vacilante triángulo blanco que formaba su barbilla y su cuello; luego Leo habló, sin mover más que los labios, en voz incolora y monótona.

– Nada ni nadie puede hacerme nada ya. Nadie, ni tú, ni los demás. Nadie podía hacerme daño, excepto tú; y ahora ni siquiera tú lo puedes… Nadie…

– ¡Leo! -Kira sacudió furiosamente, sin compasión, el blanco rostro abandonado-. ¡No debes dejarte vencer de este modo, Leo!

El la tomó de la mano y la apartó.

– ¿Quieres volver a la tierra de una vez? ¿Qué quieres? ¿Que entone himnos a la vida, mientras de vez en cuando me llevan a pasar unos días a la G. P. U.? ¿Temes que me hayan descuartizado? ¿Temes que se hayan apoderado de mí? ¿Quieres que todavía me quede algo que ellos no puedan alcanzar, para poder sufrir mejor? ¿Acaso me haces un favor, queriéndome tanto? ¿No crees que serías más amable si me dejases caer, y todavía mejor si me ayudases en mi caída? De este modo me pondría al unísono con estos tiempos, y no sentiría ya jamás nada… nada… nunca más.