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Llamaron a la puerta.

– ¡Adelante! -gritó Kira.

Entró Andrei Taganov. -Buenas noches Andrei- contestó Kira.

Leo, con un esfuerzo, levantó la cabeza y se quedó asombrado al ver a Andrei.

– No sabía que ya hubiera salido -dijo éste, mirándole. -Sí; ya estoy fuera. Creí que lo esperaba usted. -Sí, pero no pensé que llevasen tanta prisa. Siento haber venido así. Comprendo que preferirán no ver a nadie.

– No importa, Andrei -dijo Kira-. Siéntese.

– Debo decirle algo, Kira -y añadió, volviéndose hacia Leo-: ¿Tiene usted inconveniente en que hable un momento a solas con Kira?

– Sí -dijo Leo con calma-. ¿Tiene usted secretos con Kira?

– ¡Leo! -exclamó ella, y su voz resonó violenta como una explosión-. Venga, Andrei.

– No -dijo tranquilamente éste, sentándose-. No es necesario. No se trata de ningún secreto. -Y aclaró, volviéndose hacia Leo:- Quería sencillamente evitarle a usted la necesidad… de quedarme agradecido. Pero tal vez vale más que lo sepa. Siéntese, Kira. No hay inconveniente. Se trata de cómo ha podido salir de la G. P. U.

Leo le miraba fijamente, en silencio, un poco inclinado hacia delante.

Kira estaba de pie, con los hombros encorvados, las manos cogidas detrás de la espalda como si se las hubieran atado. Sus ojos se encontraron con los de Andrei. Los de éste eran limpios y serenos.

– Siéntese, Kira -dijo Andrei, casi amablemente. Ella obedeció en silencio, sin dejar de mirarle. -Hay algo que los dos deben saber para su defensa. No he podido decírselo antes, Kira; quería estar seguro del éxito. Ha salido bien. Ya supongo que sabrá usted a quién debe su libertad: a Pavel Syerov. Pero también quiero que sepa quién está detrás de él, para el caso de que fuera necesario.

– Supongo que es usted, ¿no es verdad? -preguntó Leo.

– ¡Leo, por favor, cállate! -dijo Kira volviendo la cabeza para no encontrar sus ojos.

– Se trata de una carta -prosiguió Andrei con calma-, una carta que escribió Syerov, ya sabe usted en qué ocasión. Aquella carta me fue enviada por otra persona. Pero Syerov tiene amigos poderosos, y esto le ha salvado. Ahora bien. Syerov no es muy valiente, y esto le ha salvado a usted. Aquella carta fue destruida. Pero yo le he dicho que poseía dos fotografías y que se las había entregado a dos amigos míos de toda confianza, con el encargo de enviarlas a Moscú, a las autoridades superiores, en caso de que usted no hubiera sido puesto en libertad. El asunto está concluido y no creo que le molesten más; pero quiero que sepa esto para que en caso de necesidad pueda utilizarlo para con Syerov. Procure que crea que está usted enterado de que las dos fotos están en manos seguras, y a punto de ser remitidas a Moscú en cuanto él haga algo contra usted. Y nada más. Espero que no habrá necesidad de recurrir a ello; pero siempre es una protección útil en estos tiempos… y sobre todo con un pasado social como el suyo.

– ¿Y… las fotografías? -murmuró Kira-. ¿Quién las tiene, en este momento?

– No existen -dijo Andrei.

Un camión pasó con gran estrépito por debajo de la ventana, y los cristales temblaron, rompiendo el silencio.

Los ojos de Andrei encontraron los de Kira, pero se separaron en seguida porque Leo les estaba mirando.

Fue Leo quien habló primero. Se levantó, se acercó a Andrei, y dijo, mirándole:

– Supongo que debo darle las gracias. Hágase cargo de que se las he dado. Pero no puedo decirle que se lo agradezco desde el fondo de mi corazón, porque en el fondo de mi corazón, hubiera preferido que me hubiera dejado donde estaba.

– ¿Porqué? -preguntó Andrei, mirándole a su vez.

– ¿Cree usted que Lázaro agradeció a Jesús que le hiciera resucitar de la tumba? Por mi parte, no creo que se lo agradeciera más que yo a usted.

– Recobre usted el tino -dijo Andrei. Leo se encogió de hombros y no contestó. Andrei prosiguió:

– Ahora tendrá usted que cerrar su establecimiento. Procure encontrar empleo, a ser posible poco destacado. Será una cosa antipática, pero no habrá otro remedio.

– ¡Si puedo!

– Puede y debe. ¡Le queda a usted tanto en este mundo!

– Sí -dijo Leo, y Kira le observó mientras él miraba a Andrei. Luego se levantó y preguntó:

– Andrei, ¿por qué nos ha contado esto de la carta de Syerov?

– Para que lo sepan en el caso… en el caso de que me ocurriera algo.

– ¿Qué puede ocurrirle, Andrei?

– Nada… nada que yo sepa -contestó él poniéndose en pie-. Supongo que me expulsarán del Partido.

– Pero para usted el Partido tenía una gran importancia, ¿no es así?

– Sí… mucha importancia.

– Y cuando se pierde algo que vale mucho… ¿cree usted que lo mismo da?

– No. Para mí sigue teniendo importancia.

– ¿Odiará usted al Partido porque le expulsa?

– No.

– ¿Se lo perdonará algún día?

– No tengo nada que perdonar. Porque, ¿sabe usted?, tengo mucho que agradecer al Partido por lo que hizo antes, cuando… cuando pertenecía a él. No quisiera que tuvieran la impresión de que han sido injustos conmigo. Nunca podré decirles que les comprendo, pero quisiera que lo supieran.

– Tal vez se preocupen… aunque no tengan ya derecho a interrogarle… por una vida que pueden haber destrozado…

– Si pudiera pedirles un favor, cuando me expulsen, les pediría que no se ocupasen más de mí. De modo que… en los anales del Partido… No quisiera ser una herida, sino un recuerdo soportable. De ese modo, también mis recuerdos se podrían soportar.

– Creo que… si lo supieran… le darían esta satisfacción.

– Se lo agradecería… si pudiese.

Y volviéndose, tomó la gorra de encima de la mesa y añadió mien

tras se abotonaba la chaqueta:

– Ahora tengo que marcharme. ¡Ah! Otra cosa. No vea a Morozov. Me han dicho que va a salir de la ciudad; pero volverá y urdirá alguna nueva combinación. No se le acerque usted. El siempre encontrará la manera de salirse de apuros, y a usted le tocará sufrir las consecuencias.

– ¿Volveremos a verle… Andrei? -preguntó Kira.

– Claro que sí. Durante algún tiempo estaré muy ocupado; pero luego volveré. Buenas noches.

– Aguarde un momento -dijo Leo de pronto-, quiero preguntarle una cosa.

Y acercándose a Andrei, con las manos en los bolsillos, preguntó

poco a poco, como dejando escapar las palabras entre sus labios

apretados:

– ¿Por qué ha hecho usted todo esto? ¿Qué representa exactamente Kira para usted?

Andrei miró a Kira, que permanecía inmóvil, erguida y silenciosa, esperando que fuera él quien contestase a la pregunta.

– Precisamente una amiga -dijo Andrei volviéndose hacia Leo.

– Buenas noches -dijo éste.

La puerta se cerró, y poco después oyeron cerrarse también la del cuarto de los Lavrov, y sucesivamente abrirse y cerrarse tras de Andrei la puerta del rellano. Entonces Kira dio de pronto un salto hacia adelante. Leo no le vio la cara, pero la oyó prorrumpir en un gemido que parecía un grito. Y antes de que él se diera cuenta, Kira estaba ya fuera de la estancia, y la puerta se cerraba violentamente en pos de ella, haciendo temblar la lámpara del techo.

Kira bajó la escalera corriendo y salió a la calle. Estaba nevando. Sintió el aire frío, como un chorro hirviente de vapor que hiriese su cuello desnudo; los pies, en sus ligeras zapatillas, le parecieron volverse ligeros e inmateriales al contacto de la nieve. Vio alejarse la alta figura de Andrei, y le llamó:

– ¡Andrei!

– ¡Kira… sin abrigo, con esta nieve! -dijo él volviéndose súbitamente. Y cogiéndola del brazo la llevó de nuevo hasta su casa, dejándola en el pequeño y oscuro vestíbulo, al pie de la escalera. -Vuélvete arriba, inmediatamente -ordenó.

– Andrei -balbució ella-; Andrei, yo…

A la luz de un farol de la calle, Kira le vio sonreír con dulzura, tiernamente, mientras le secaba la nieve de los cabellos. -¿No crees que está mejor… así, Kira? -murmuró-. ¿No crees que vale más no decir nada, y dejarlo todo en… nuestro silencio, en este sentimiento de que los dos lo comprendemos y de que todavía siguen uniéndonos tantas cosas?