– Sí, Andrei -murmuró ella.
– No te preocupes por mí. Me lo has prometido, ¿te acuerdas? ¡Ahora vete! Te resfriarás.
Kira levantó la mano, y sus dedos rozaron la mejilla de Andrei, lentamente, casi sin tocarla, desde la cicatriz de la sien hasta la barbilla, como si sus dedos temblorosos pudieran decir algo que ella no era capaz de expresar. El la tomó de la mano y puso sus labios en la palma, por un largo momento. Por la calle pasó un carro, y por los cristales del portal entró de súbito un poco de luz en la portería, tocó sus cabezas, y desapareció. Andrei soltó su mano. Kira se volvió y subió lentamente la escalera. Oyó abrirse y cerrarse tras sí la puerta, pero no miró hacia atrás.
Cuando entró en la habitación, Leo estaba telefoneando. Le oyó decir:
– ¿Tonia? Sí; acabo de salir ahora mismo. Ya se lo contaré todo. Claro; venga en seguida y traiga algo que beber… En casa no tengo ni una gota de nada…
Andrei Taganov fue trasladado de la G. P. U. a la biblioteca de la casa-cuna Lenin del Centro de amas de casa del arrabal de Lesnoe. El centro estaba instalado en una antigua iglesia. Las paredes eran de madera vieja, y el viento penetraba en el interior, agitando los pasquines. Una viga de madera basta sostenía una techumbre que amenazaba ruina; una sola ventana, parte de cuyos cristales habían sido sustituidos por tablas, iluminaba el local, y una vieja bourgeoise de hierro colado lo llenaba de humo. En lo que en otro tiempo había sido altar, había una bandera de algodón rojo, y las paredes estaban cubiertas por retratos de Lenin, sin marco, recortados de periódicos ilustrados: Lenin niño, Lenin estudiante, Lenin en el Consejo de Comisarios del pueblo, Lenin en su ataúd. Había unos cuantos estantes con libros en rústica, un gran cartel con la consigna "Proletarios del mundo entero, unios" y un busto en yeso de Lenin, con una herida de cola a través de la barba.
Andrei Taganov se esforzaba en resistir su nueva situación. A las cinco, cuando se encendían las luces en los escaparates de las tiendas, y empezaban a correr por las calles oscuras las brillantes perlas de colores de los tranvías, Andrei salía del Instituto y se dirigía a Lesnoe. En el vehículo lleno de gente, se sentaba junto a una ventanilla, comía un bocadillo para sustituir el almuerzo que no había podido tomar, y tendía a la ceñuda cobradora un billete blanco, arrancado del taco de treinta que le habían dado juntamente con su sueldo mensual. De seis a nueve permanecía en la biblioteca de la casa-cuna Lenin del Centro de amas de casa; solo, catalogando libros, pegando cubiertas desgarradas, echando leña a la bourgeoise, ordenando los libros en los estantes, y diciendo, cada vez que, sacudiendo la nieve de sus pesadas botas de fieltro, entraba la figura de una mujer envuelta en un oscuro mantón gris:
– Buenas tardes, camarada. No, El abecé del comunismo no ha llegado todavía. Sí, camarada; le guardo a usted el libro que me encargó. Sí; es un excelente libro, camarada Samsonova, muy instructivo y estrictamente proletario… Sí, camarada Danilova, el Consejo del Partido lo recomiendo como muy útil para la educación política de los obreros conscientes… Camarada, de ahora en adelante haga el favor de no hacer dibujos en los libros de la Biblioteca… Sí, camarada; ya lo sé, la estufa no funciona bien; no tenemos ninguna estadística de nacimientos… Desde luego, camarada Selivanova, es aconsejable leer todas las obras de Lenin para comprender la ideología de nuestro gran jefe… Camarada, ¿quiere hacer el favor de cerrar la puerta…? Lo siento, camarada, no tenemos retretes… No, camarada Ziablova, no tenemos novelas de amor… No, camarada Ziablova, no puedo acompañarle al baile el domingo… No, camarada, El abecé del comunismo no ha llegado todavía…
En las oficinas de la G. P. U. se murmuraba: -Deja que el camarada Taganov aguarde la próxima depuración. Pero el camarada Taganov no la aguardó.
Un sábado por la tarde estaba haciendo cola ante la cooperativa del distrito para que le dieran su ración de víveres. La cooperativa olía a petróleo y a cebolla podrida. Junto al mostrador había un barril de choucroute, un saco de guisantes secos, una lata de aceite de linaza y un montón de pedazos de jabón azulado; sobre el mostrador humeaba una lámpara de petróleo y por la espaciosa sala desnuda zigzagueaba una hilera de clientes. No había más que un dependiente, con un orzuelo en un ojo y un aire de insuperable pereza en todo su cuerpo.
Delante de Andrei, en la cola, había un hombrecito con una mancha verdosa sobre la nuca, que el cuello raído de su viejo abrigo dejaba al descubierto. Jugueteaba nerviosamente con su cartilla, y se volvía constantemente a mirar a los que formaban la cola detrás de él. Su cuello era flaco y rugoso, y su nuez de Adán, prominente y del mismo color que las patas de una gallina. Continuamente estaba rascándosela y husmeando ruidosamente, porque estaba resfriado.
Volviéndose a Andrei, dijo, con un amistoso guiño: -Camarada del Partido, ¿verdad? -y señaló la estrella roja que Andrei llevaba en el ojal-. Yo también. Sí. Miembro del Partido. Aquí está mi estrella. Hace frío, ¿verdad, camarada? Mucho frío. Espero que no habrán terminado los guisantes antes de que nos toque el turno, camarada. Van muy bien para la sopa. Verdaderamente, la carne también hace falta; pero le enseñaré un truco: los deja usted en remojo toda la noche, luego los hace hervir en agua clara, y cuando estén casi cocidos, echa una cucharada de aceite de linaza; la sopa queda con unas lunas de grasa que no parece sino que haya usted echado carne de veras. Realmente, es una sopa sabrosísima, y espero que no habrán terminado los guisantes cuando nos llegue la vez. No es muy listo que digamos el dependiente ese, pero en fin, no hay que quejarse. No; no crea usted que me quejo.
Miró a la cola, contempló su cartilla, contó los cupones, se rascó la nuez, y murmuró confidencialmente:
– Espero que no habrán terminado los guisantes. Y otra cosa; quisiera que nos lo dieran todo de una sola vez, en lugar de tener que estar hoy dos horas haciendo cola aquí por los "varios", mañana otras dos horas por el pan, y pasado mañana otra vez aquí para el petróleo. La semana próxima dicen que darán manteca de cerdo. Será un acontecimiento, ¿verdad? Esta semana, en el distrito once han dado grasa vegetal, y a nosotros no nos dan. Pero en cambio a ellos hace dos meses que no les dan jabón, y nosotros lo hemos tenido, y no malo. ¡Fíjese! ¡Que me muera si no es jabón de primera calidad!
Cuando llegó la vez a Andrei, el dependiente le dio sus raciones, cogió los cupones con impaciencia y refunfuñó:
– ¿Qué es eso, ciudadano? Su cupón está medio rasgado.
– No sé -dijo Andrei-, debo haberlo rasgado por casualidad.
– ¡Pues hubiera podido no aceptárselo! No hay que rasgarlos. Luego a mí no me queda tiempo para comprobar todas las cartillas. Procure que el mes que viene no suceda eso, ciudadano.
– ¿El… mes que viene? -preguntó Andrei.
– Sí, el mes que viene, y el año que viene y todo, si no quiere quedarse con la barriga vacía… A ver, ¡el siguiente! Andrei salió de la cooperativa con una libra de choucroute, un litro de aceite de linaza, un pedazo de jabón y dos libras de guisantes. Anduvo lentamente por las calles cubiertas de una capa blanca y dura de nieve inmaculada, en la que sus tacones, al hundirse, dejaban profundas huellas. En los faroles, la nieve brillaba como cristales de sal, y en los amarillos conos de luz proyectados por los escaparates centelleaba como un polvillo de fuego. Bajo una densa cortina de hielo, un cartel ostentaba un gigante en traje encarnado que levantaba sus dos brazos imperiosamente, con aire de triunfo y de éxtasis, hacia una roja inscripción: "Somos los fundadores de una nueva humanidad."
Los pasos de Andrei eran seguros y serenos, porque Andrei Taganov, cuando había tomado una decisión, estaba sereno y seguro.