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– ¡Oh, esta luz soviética! ¡Esta luz! ¡Y pensar que está inventada la electricidad!

– Tienes razón -aprobaba Kira, algo extrañada-; no hay buena luz. ¡Y yo no me había dado cuenta!

Una noche, Galina Petrovna encontró el mijo demasiado mohoso para poderlo cocer, y aquella noche no se cenó. Lidia suspiraba sobre su bordado:

– ¡Estas comidas soviéticas! ¡Mi estómago es un saco vacío! -Es verdad -dijo Kira-. Me parece que no hemos cenado esta noche.

– Pero, ¿dónde tienes la cabeza, si la tienes? -exclamó Lidia enfurecida-. ¿Acaso te das cuenta de algo alguna vez? Durante las largas veladas, Galina Petrovna iba murmurando de vez en cuando:

– ¡Una mujer ingeniero! ¡Vaya una profesión para una hija mía! ¿Es ésta una manera de vivir una joven? Sin un muchacho que la corteje, ni un pretendiente que la visite… dura como una suela de zapato… no tiene ninguna delicadeza, nada de poesía. Ningún sentimiento refinado. ¡Una hija mía! En el cuchitril que Lidia y Kira compartían por la noche no había más que una cama. Kira dormía sobre un colchón en el suelo. Se acostaban temprano para ahorrar luz. Acurrucada bajo una delgada manta, con su abrigo echado encima, Kira observaba a su hermana en su largo camisón de noche, blanca mancha en medio de la oscuridad, arrodillada ante el icono. Temblando de frío, persignándose con mano insegura, inclinándose hasta el suelo delante de la llamita de la lamparita y de los reflejos rutilantes de las caritas duras y bronceadas de las imágenes, Lidia murmuraba febrilmente sus plegarias.

Desde su rincón, tendida en el suelo, Kira podía contemplar por la ventana el rosa gris del cielo y la dorada cúpula del Almirantazgo; lejos, en medio de la fría niebla de Petrogrado la ciudad donde eran posibles tantas cosas.

Víctor Dunaev había tomado un súbito interés por la familia de sus primos. Iba a menudo a verles, y tocaba la campanilla con tanta energía que Lidia temía que la estropease. Se inclinaba sobre la mano de Galina Petrovna como si se hallase en la Corte, y se reía alegremente como si estuviera en el Circo.

En honor suyo, Galina Petrovna servía con el té los últimos terrones de azúcar que le quedaban, en lugar de la sacarina habitual. Víctor les llevaba su luminosa sonrisa, les refería los chis-morreos políticos, las anécdotas más curiosas, las noticias de las últimas invenciones extranjeras, les citaba los poemas más recientes y les exponía sus opiniones sobre la teoría de los reflejos y la de la relatividad en la misión social de la literatura proletaria.

_ Un hombre de cultura -explicaba- debe ser sobre todo un hombre a tono con su siglo.

Sonreía a Alexander Dimitrievitch y se apresuraba a ofrecerle fuego para encender sus cigarrillos hechos en casa; sonreía a Galina Petrovna y se levantaba apresuradamente cada vez que se levantaba ella; sonreía a Lidia y escuchaba sus constantes discursos sobre la fe; pero siempre procuraba sentarse junto a Kira. La noche del 10 de octubre Víctor llegó tarde. Eran ya las nueve cuando su sonoro campanillazo sobresaltó a Lidia. -Lo siento, lo siento de veras -se excusó con una sonrisa irresistible al mismo tiempo que dejaba sobre una silla su frío gabán, levantaba hasta sus labios las manos de Lidia y se daba un golpecito a los despeinados cabellos, todo ello en el espacio de un segundo-. Me han entretenido en el Instituto. Un Consejo de estudiantes. Sé que es una hora impropia para hacer visitas, pero había prometido a Kira llevarla a dar una vuelta por la ciudad, y… -No tienes por qué excusarte, mi querido Víctor -dijo Galina Petrovna, que acudió desde el comedor-, entra y tomarás un poco de té.

La familia estaba reunida alrededor de la mesa. La llamita que navegaba por el aceite de linaza temblaba a cada respiro. Cinco sombras negras se prolongaban hasta el techo. La débil luz de la lamparilla dibujaba un triángulo bajo cinco pares de ojos. El té resaltaba verde a través de los gruesos vasos cortados en viejas botellas.

– He oído decir -suspiró confidencialmente Galina Petrovna en el tono de un conspirador-, he oído decir de buena fuente que esta NEP que ahora han establecido no es más que el principio de una serie de cambios. El primero sería la restitución de las casas y las fábricas a sus primitivos propietarios. ¡Imagínate! Tú ya conoces nuestra casa de Kamenostrovsky: sí… en fin, me lo ha dicho un empleado de la cooperativa que tiene un pariente en el partido y debe de saber cómo andan las cosas. -Es muy probable -asintió Víctor con autoridad, y Galina Petrovna sonrió, feliz. Alexander Dimitrievitch se sirvió una nueva copa de té, miró con vacilación el azúcar, miró luego a su mujer, y por fin se bebió el té sin azúcar. Luego dijo de mal humor: -Los tiempos no son mejores. Ahora llaman a su policía secreta G. P. U., en lugar de Checa, pero sigue siendo lo mismo. ¿Sabéis qué he oído decir hoy en mi tienda? Que se ha descubierto otra conspiración antisoviética. Han detenido a varias docenas de personas, y hoy mismo han detenido al almirante Kovalensky, el que perdió la vista durante la guerra, y le han fusilado sin formarle proceso.

– Sólo se trata de rumores -observó Víctor-, pero a la gente le gusta exagerar.

– La verdad es que es más fácil encontrar comida -dijo Galina Petrovna-. Hoy hemos comprado unas lentejas preciosas, casi tanto como antes.

– Sí -dijo Lidia-, y a mí me han dado dos libras de mijo. -Y a mí -dijo Alexander Dimitrievitch- me han dado una libra de manteca.

Cuando, por fin, Kira y Víctor se levantaron para marchar, Galina Petrovna les acompañó hasta la puerta.

– Te confío a mi hija, ¿verdad, Víctor? No volváis tarde. ¡Hoy día las calles son tan poco seguras! Sed prudentes. Y sobre todo no habléis con gente desconocida. ¡Corren unos tipos tan raros y tan curiosos, ahora!

Ruidosamente, el coche recorría la calle silenciosa. Las anchas aceras vacías parecían canales de hielo gris, que brillasen bajo los altos faroles que huían ondeando detrás del coche. A veces, bajo un farol, divisaban sobre la desierta acera el negro circuito de una sombra. Sobre el círculo estaba una mujer en falda corta, balanceándose ligeramente sobre sus gruesas piernas embutidas en zapatos atados con lazos muy estrechos. Algo parecido a las negras aspas de un molino se veía andar vacilando por la acera.

Sobre esta sombra se tambaleaba un marinero, agitando los brazos y escupiendo cascaras de semilla de girasol.

Un pesado camión, reluciente de bayonetas, pasó estrepitosamente junto al coche. Entre las bayonetas Kira vislumbró una cara blanca, surcada por dos hoyos profundos: unos ojos espantosamente negros. Víctor estaba diciendo: Un hombre moderno culto debe conservar un punto de vista objetivo que le permita ver, cualesquiera que sean sus convicciones personales, nuestra época como un tremendo drama histórico, un momento de importancia gigantesca para la humanidad. ¡Tonterías! -repuso Kira-. Es una necesidad eterna y desagradable la de que las masas existan y nos hagan sentir su existencia. Y en el momento actual nos la hacen sentir de una manera particularmente molesta. Eso es todo.

– Tu punto de vista, Kira, no es ni razonable ni científico -dijo Víctor, y habló del calor estético de la escultura, de los ballets modernos y de los poetas nuevos, cuyos versos se publicaban en graciosos libritos de relucientes cubiertas de papel blanco. Víctor tenía siempre sobre su escritorio el último libro de poesías junto con el último tratado de sociología -para guardar el equilibrio, según explicó-, y luego recitó con voz inexpresiva su poema favorito al par que lentamente se apoderaba de la mano de Kira. Kira retiró su mano y miró los faroles que corrían a lo largo de la calle. El coche dio la vuelta a una plaza. Kira se dio cuenta de que estaba siguiendo el curso de un río, porque por un lado el cielo negro había caído más abajo que la tierra, en un abismo frío y húmedo, y a lo largo de este abismo lucían blancas franjas perezosamente reflejadas por los solitarios reverberos que brillaban más altos, a lo lejos, en medio de la oscuridad. Por el otro lado, las altas casas negras recortaban en el cielo un perfil de urnas, estatuas y balustradas. En los palacios todo estaba a oscuras. Los cascos de los caballos, al resonar contra los adoquines, despertaban los ecos de largas procesiones de salones vacíos. En el Jardín de Verano, Víctor despidió el coche. Pasearon abriéndose paso con dificultad por una alfombra de hojas caídas que nadie se cuidaba de recoger. No se veía ninguna luz; ningún otro visitante estorbaba la silenciosa desolación de aquel famoso parque. En torno a Víctor y a Kira, negras bóvedas de añosas encinas habían ocultado súbitamente la ciudad y en la húmeda oscuridad llena de murmullos y oliendo a musgo, a hojas mojadas y a otoño, blancas sombras de estatuas les señalaban los largos paseos rectos. Víctor, sacándose el pañuelo, secó un banco humedecido por el rocío. Allí se sentaron, bajo la estatua de una diosa griega de rota nariz. Una hoja de plátano cayó planeando lentamente: fluctuó alrededor de su cabeza y acabó posándose en uno de los brazos de la estatua, que había perdido la mano.