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"El tirano caerá, – el pueblo se levantará, – ¡sublime, poderoso, sin cadenas…!"

– ¡Jesús! ¡Estoy segura de que los diarios se me han pegado a la piel!

– ¿Llevas diarios para abrigarte los pies, camarada? ¿Debajo de las medias? ¿No sabes que los pies te van a oler mal?

– Camarada, cuando tengas que bostezar así, ponte la mano delante de la boca.

– ¡Qué pejiguera, esta manifestación! A propósito, ¿quién era ese tío?

"Has dado cuanto tenías – por ese pueblo que amabas…" El Campo de las Víctimas de la Revolución era un gran recinto cuadrado en el centro de la ciudad. Sobre las orillas del Neva, constituía un vasto desierto blanco que se extendía por cosa de media milla como una herida, como una zona calva en la cabeza de Petrogrado; las casas que le rodeaban parecían más bajas, y los ■campanarios, desde allí, parecían más lejanos. A un lado del campo, montaban la guardia las lanzas de hierro de la verja del Jardín de Verano, detrás de las cuales asomaba la blanca desolación del parque, en la que los árboles desnudos parecían otras tantas lanzas de hierro.

Antes de la Revolución había sido el Campo de Marte, y por él habían desfilado largas teorías de uniformes grises al son de los tambores militares. Luego la revolución había tendido un vasto cuadro de losas de granito rosado, como una isla perdida en el centro del campo. Bajo aquellas losas se había sepultado a las primeras víctimas de los días de febrero de 1917. Había ido transcurriendo el tiempo, nuevos días de lucha habían sucedido a los de febrero de 1917, y la isla de granito se había ido ensanchando. Los nombres esculpidos sobre aquellas losas pertenecían a hombres cuya muerte había dado ocasión a una manifestación de duelo público, hombres para quienes el título de "víctimas de la Revolución " había sido la recompensa postuma.

Pavel Syerov subió a una de las losas de granito. Su esbelta figura, en su chaqueta de cuero nueva, pantalón corto y altas botas militares, se erguía orgullosa y dura contra el cielo plomizo. Sus rubios cabellos ondulaban al viento y sus brazos se levantaban solemnemente en un gesto de bendición y de exhortación, por encima de aquel mar inmóvil de cabezas y banderas.

– Camaradas -dijo Syerov en medio del silencio grave de todos aquellos miHares de individuos-: al asistir a este acto, nos unen un dolor común y el deber común de tributar nuestro último homenaje a un compañero caído. Quizá puedo decir que siento su pérdida más profundamente que ninguno de cuantos se unen a esta manifestación, pero que no tuvieron ocasión de conocer a nuestro compañero durante su vida. Yo era uno de sus amigos más íntimos, y tengo la sensación de que éste es un privilegio que debo haceros compartir. Andrei Taganov procedía de las filas obreras. Su adolescencia transcurrió en el taller, y por mi parte no olvidaré nunca aquellas horas, porque él y yo crecimos juntos y juntos compartimos las alegrías y las penas del trabajo, durante largos años, en la fábrica Pulitovsky. "Juntos nos inscribimos en el Partido, mucho antes de la Revolución, en aquellos días tenebrosos en que el carnet del Partido era un pasaporte para la Siberia o para las horcas de los verdugos del zar. Uno al lado del otro, el camarada Taganov y yo combatimos por las calles de esta ciudad en las gloriosas jornadas de octubre de 1917; uno al lado del otro, combatimos en el Ejército Rojo; y después, durante los años de paz, de reconstrucción, que siguieron a nuestra victoria, participamos juntos en aquellas tareas, tal vez más duras y más heroicas aún que las de ninguna guerra… Pero nuestro dolor por su muerte debe trocarse en alegría al considerar cuál fue su obra. El ya no existe, pero su trabajo, nuestro trabajo, sigue en pie. El individuo puede caer, pero la colectividad permanece… (Un aplauso cubrió la voz del orador). Andrei Taganov ha muerto, pero nosotros seguimos viviendo. ¡La vida, la gloria, el triunfo nos pertenecen!

Una tempestad de aplausos repercutió hasta las lejanas casas de la ciudad y hasta la nieve del Jardín de Verano, y las banderas rojas ondearon al rumor de las manos que aplaudían y se levantaban en el cielo gris. Y cuando las manos volvieron a bajarse y las cabezas volvieron atentamente los ojos a la losa de granito rojo, el camarada Syerov había cedido su puesto a la elegante figura, orgullosa y resuelta, de Víctor Dunaev, con sus negros rizos ondeando al viento, sus ojos brillantes, su boca ampliamente abierta sobre sus magníficos dientes, y una voz joven y potente lanzaba en medio del silencio sus notas límpidas y resonantes, llenas de ímpetu y de decisión.

– ¡Camaradas obreros! Nos hemos reunido en número de varios millares para honrar a un hombre solo. Pero un hombre solo, cualesquiera que hayan sido sus méritos, no significa nada frente a las masas de la colectividad proletaria; por esto nosotros no estaríamos aquí si aquel hombre no hubiera sido más que un individuo, si no viésemos en él el símbolo de algo mucho más grande, que merece nuestra admiración y nuestro culto. Esta ceremonia, cama-radas, no es un funeral, sino la celebración de un nacimiento. No solemnizamos la muerte de un camarada, sino el alumbramiento de una nueva humanidad de la que él fue uno de los primeros, pero no el último. Sí, camaradas: los Soviets están creando una nueva raza de hombres, una raza que llena de horror el viejo mundo porque trae consigo la desaparición de los antiguos ideales, ya gastados e inútiles. ¿Cuáles son, pues, los principios de nuestra nueva humanidad? El primero y fundamental es la desaparición de una palabra del lenguaje humano, sin duda la más peligrosa, la más insidiosa; la más baja: la palabra "yo". Nosotros la hemos rebasado; la palabra del porvenir no es "yo", sino "nosotros". La colectividad ha ocupado en nuestro corazón el lugar que en otro tiempo detentaba el "yo mismo". Nos hemos elevado por encima de la adoración de la cartera, del poder personal y de las vanidades arrogantes. Ya no damos importancia a las monedas de oro ni a las medallas; nosotros, camaradas, no conocemos más signo de honor que el orgullo de servir a la colectividad. Nuestra única finalidad es el trabajo honrado que aprovecha no a uno solo sino a todos. ¿Y cuál es hoy la lección que debemos aprender para enseñársela a su vez a nuestros propios enemigos, más allá de las fronteras? La lección que nos da este camarada del Partido al morir por la comunidad; la lección que nos da el Partido al guiar a los hombres por el camino de su propio sacrificio en provecho de sus compañeros. Fijaos en los asquerosos ministros de los caducos países capitalistas; ved cómo luchan, ved cómo se apuñalan por la espalda, en su sangriento combate por el poder. Pero ¿qué es el poder para ellos? Únicamente una oportunidad para aplastar a sus hermanos más débiles y llenarse la barriga. Mirad en cambio a los que os conducen a vosotros; a esos hombres que consagran su vida al servicio altruista de la colectividad, que llevan sobre sus hombros la abrumadora responsabilidad de la dictadura del proletariado. Al verles, comprenderéis hasta qué punto es verdad mi afirmación de que la Federación de todas las organizaciones comunistas es la única organización política honrada, valiente e idealista de nuestra época.

Los aplausos retumbaron como si los viejos cañones de la fortaleza de San Pedro y San Pablo, al otro lado del río, hubiesen disparado todos a la vez. Y volvieron de nuevo a resonar cuando desaparecieron los rizos negros de Víctor y ondearon al aire las lisas melenas de la camarada Sonia, mientras ella, con todas las fuerzas de su poderoso pecho, gritaba a las multitudes los derechos y deberes de la nueva mujer del proletariado. Después de ella, se alzó sobre la multitud un rostro flaco, consumido, sin afeitarse, con lentes, que tosió de su boca pálida unas palabras que nadie pudo oír; luego habló otra boca, una boca que podía oírse desde muy lejos, una boca que disparaba las palabras a través de una espesa barba negra. Luego habló un muchacho pecoso, en representación de la Federación Juvenil Comunista, tartamudeando y rascándose continuamente la cabeza. Luego una vieja solterona, con un sombrero deformado y pasado de moda, habló ferozmente, moviendo en dirección de la multitud un dedo flaco y apergaminado, como si se dirigiera a una clase de alumnos desaplicados. Habló un alto marinero con sus brazos en jarras, y los que estaban en las últimas filas se reían de vez en cuando, por contagio con los de las filas más próximas al orador, aunque no oyeran una palabra de su discurso.