Miles de individuos permanecían allí, moviéndose nerviosamente, taconeando todos a la vez para no enfriarse los pies, escondiendo las manos bajo los sobacos, dentro de las mangas de los abrigos, exhalando un aliento humeante que no tardaba en convertirse en carámbanos de hielo sobre las viejas bufandas subidas hasta la nariz; turnándose para sostener las banderas rojas, cuyas astas apoyaban fuertemente a sus costados mientras soplaban sobre los helados dedos para darles un poco de calor. De vez en cuando, alguien se escabullía discretamente por las calles laterales. Kira Argounova permanecía inmóvil, escuchando con atención cada una de las palabras que se pronunciaban desde la tribuna. En sus ojos había una muda interrogación al mundo, una pregunta a la que nadie había contestado. El cielo, sobre el vasto campo funerario, iba volviéndose de un color azul grisáceo, mientras en una ventana, a lo lejos, se encendía la primera luz calculando el precoz crepúsculo invernal. La voz del último orador se había extinguido, absorbida por la densa niebla helada que nadie podía ver, pero que todos sentían a su alrededor. El féretro rojo había sido cerrado y había desaparecido bajo la tierra. Se había colmado la fosa, y se había cerrado con una losa de granito. Y de pronto, aquel mar de apretadas figuras grises se había estremecido, las filas se habían roto y oscuros ríos de hombres habían empezado a fluir por las calles laterales, como si de improviso se hubiera derrumbado un dique. Y a lo lejos, difuminándose por el frío crepúsculo, se había oído La Internacional de la banda militar: aquel himno de los hombres que quedaban con vida, semejante al desfile de millares de pies mesurados y serenos como pies de soldados que ritmasen su canto sobre el corazón de la tierra.
Entonces Kira Argounova se acercó lentamente a la nueva tumba. El campo había quedado vacío. El cielo bajaba cerrando su oscura bóveda azul sobre la ciudad. Como a través de una rendija de aquella bóveda, centelleaba un punto bfülante de color de acero. Las casas, a lo lejos, ya no parecían casa?, sino sombras planas, recortadas, de papel negro, que se hubiesen pegado en una estrecha hilera contra un fondo que había sido rojo. Por numerosos agujeritos del papel, se veían temblar amarillas lucecitas. El campo de las víctimas de la revolución no parecía estar en una ciudad, sino que sobre él pesaba el silencio de los espacios infinitos, mientras los copos de nieve revoloteaban al azar del viento, disolviéndose después en una leve polvareda blanca.
Una esbelta figura solitaria permanecía arrodillada sobre una tumba de granito. Lentos copos de nieve caían perezosamente sobre su cabeza inclinada, posándose en sus cejas y en sus párpados, sus ojos secos de lágrimas miraban las palabras grabadas en la losa de granito:
¡Gloria eterna a las victimas de la Revolución!
Andrei Taganov
1896-1925
Y Kira se preguntaba si le había dado muerte ella, o la Revolu ción, o las dos.
Capítulo quince
Leo, sentado junto a la chimenea, estaba fumando. El cigarrillo, apenas sostenido por sus dedos inertes, se le cayó al suelo. El, maquinalmente, tomó otro; durante un rato lo tuvo en la mano sin encenderlo. Luego, buscó una cerilla, sin acertar a dar con ella a pesar de que la caja estaba en el brazo de su sillón. Cuando la encontró la contempló con aire absorto, porque se había olvidado ya de lo que buscaba.
Durante las últimas semanas había hablado poco. Las caricias que de vez en cuando había prodigado a Kira eran tan violentas que ella se había dado cuenta de su esfuerzo y había procurado evitar sus labios y sus brazos.
A menudo se iba de casa, sin dar explicaciones; Kira no le preguntó nunca adonde iba. A menudo se embriagaba, pero Kira fingía no darse cuenta. Cuando estaban juntos permanecían largos ratos en silencio; un silencio que decía a Kira, con mayor elocuencia que ninguna palabra, que entre ellos estaba muriendo algo. Leo gastaba su último dinero, pero Kira no le hablaba nunca del porvenir. Nunca le preguntaba nada, del mismo modo que no se preguntaba nada a sí misma, porque temía y sabía la respuesta: la batalla se había perdido.
El día del entierro de Andrei, Kira volvió a casa pensativa y silenciosa. Leo no se levantó; al entrar ella sólo la miró, con una mirada lenta, curiosa y grave entre sus párpados semicerrados. Ella se quitó el abrigo y lo colgó en el armario; estaba quitándose el sombrero cuando una carcajada amarga, ruda y brutal la hizo volverse.
– ¿Qué te pasa, Leo? -preguntó, mirándole con ojos asustados.
– ¿No lo sabes? -dijo él, en tono siniestro.
Ella negó con la cabeza.
– Bien; ¿quieres saber lo que sé yo, pues?
– Todo lo que sabes… ¿a propósito de qué, Leo?
– Tal vez no es momento oportuno de hablar de ello, ¿verdad?, inmediatamente después del entierro de tu amante.
– ¿De mi…?
Leo se levantó y se le acercó, con las manos en los bolsillos, mirándola con aquella expresión arrogante y despectiva que ella adoraba, con aquella sonrisa irónica que la fascinaba.
– ¡Desvergonzada! -murmuró lentamente.
Ella, pálida, se irguió sin moverse de su sitio.
– Leo…
– ¡Cállate! No quiero oír ni una palabra tuya. Si por lo menos fueras como todos nosotros, no me importaría. Pero que quisieras engañarme con esos aires de santa, con todos tus discursos heroicos, mientras… mientras te retorcías entre los brazos del primer vagabundo comunista que se tomó la molestia de…
– Leo, ¿quién…?
– ¡Silencio! No quiero dejarte hablar; sólo quiero que contestes a una pregunta: ¿fuiste o no la amante de Taganov?
– Sí.
– ¿Durante todo el tiempo que yo estuve fuera?
– Sí.
– ¿Y lo seguiste siendo después de mi regreso?
– Sí. ¿Qué más te han dicho, Leo? -¿Qué más querías que me dijeran?
– Nada.
El la miró, con ojos fríos y cansados.
– ¿Quién te lo ha dicho, Leo?
– Un amigo tuyo y de él. Vuestro camarada Pavel Syerov. Pasó por aquí al volver del entierro. Creía que yo ya lo sabía y venía a celebrarlo conmigo.
– ¿Ha sido… ha sido un golpe muy duro para ti, Leo?
– ¿Cómo? Ha sido la mejor noticia que me han dado desde la revolución. Nos hemos estrechado la mano y hemos bebido juntos, el camarada Syerov y yo. Hemos bebido a tu salud y a la de tu amante, y a la de todos los amantes que puedas tener. Porque, ¿ves tú?, ahora estoy libre.
– Libre, ¿de qué, Leo?
– Libre de una tonta a quien he tenido que estar fingiendo un gran amor eterno, una tonta a quien no me atrevía a ofender, a quien temía humillar. Verdaderamente, es algo cómico… ¡Vaya una pareja, tú y tu amigo comunista! Parecía que se hubiera suicidado después de haber hecho el gran sacrificio de salvarme la vida para ti. Y probablemente lo que le pasaba es que ya estaba harto de ti, y creyó quitársete de encima haciendo que me devolvieran la libertad. He aquí la sublimidad de la raza humana.
– Leo, no hablemos de él, ¿quieres?
– ¿Le amas todavía?
– Supongo que no te importa… ya… ¿no es cierto?
– En absoluto. Ni siquiera me interesa saber si me quisiste alguna vez. Tampoco me importa. Prefiero pensar que no: esto me facilitará el porvenir. -¿El porvenir, Leo?
– Claro, ¿qué te figuras que va a pasar?
– No…
– Sí, ya sé tu punto de vista. Aceptar un respetable empleo de los Soviets, pasarme la vida luchando con un "Primus" y una cartilla de racionamiento, y conservar la pureza de algo en mi imaginación, el espíritu, el alma, el honor… cualquier cosa de esas que no han existido jamás, que no pueden existir, que si existieran representarían la peor de las maldiciones para los hombres. ¡Ah, no! ¡No quiero volver a hablar de todo eso! Si es un asesinato lo que estoy haciendo, lo mismo me da mientras no vea la sangre… Pero tendré champaña, pan blanco, camisas de seda, coche, y ninguna preocupación… ¡Viva la dictadura del proletariado!