– ¿Qué te propones hacer, Leo?
– Me voy.
– ¿Dónde?
– Siéntate.
Leo se sentó encima de la mesa. Una de sus manos estaba en el círculo luminoso proyectado por la lámpara, y Kira se fijó en lo blanca que era, con una red de venas azules que no parecían de sangre viva. Se quedó mirándole fijamente hasta que no se movió ni un solo dedo. Entonces se sentó, a su vez. Su rostro era inexpresivo; sus ojos se abrían desmesuradamente. Leo observó que sus pestañas estaban húmedas de lágrimas.
– El ciudadano Morozov -dijo Leo- se marcha de la ciudad.
– ¿Y qué?
– Ha dejado a Tonia… no quiere relaciones que puedan parecer sospechosas; pero ha dado una suma de dinero respetable. ¡Una verdadera fortuna! Tonia se va al Cáucaso a pasar una temporada de descanso, y me ha rogado que la acompañara. Yo he aceptado. ¡Leo Kovalensky, el gigoló número uno de la U. R. S. S.!
– ¡Leo!
En los ojos de Kira, que se había puesto súbitamente en pie, se veía una expresión de verdadero horror, una expresión tan cruda y dolorosa que Leo abrió la boca, pero no logró reír.
– ¡Eso no, Leo!
– Sí; ya sé que es una vieja zorra y que huele mal; tu opinión no será peor que la mía. Sin embargo, he aceptado.
Y notando en Kira una desusada agitación, añadió:
– Supongo que no vas a desmayarte, ¿verdad?
– No, no; me encuentro perfectamente -repuso ella, sobreponiéndose.
Sólo sus manos siguieron agarradas al borde de la mesa con una crispación desacostumbrada. Pero los ojos de Leo parecían muertos, y Kira se volvió para no pensar que lo natural sería que estuvieran cerrados. Murmuró:
– Leo… si te hubiese asesinado la G. P. U… o si te hubieras vendido a una mujer hermosa y joven, yo… El se levantó y le dijo con una débil sonrisa:
– Vamos, ¿no te parece que no estás en condiciones de indignarte en nombre de la moral? Y puesto que ya nos hemos visto las caras y que sabemos quiénes somos uno y otra, ¿tienes inconveniente en decirme por qué seguiste conmigo mientras te entendías con él? ¿Únicamente porque te gustaba como hombre, lo mismo que a esos otras mujeres? ¿O por mi dinero y mi posición?
Kira se irguió y se echó los cabellos hacia atrás. Luego, serena, con voz firme, le preguntó:
– Leo, ¿cuándo le dijiste que te irías con ella?
– Hace tres días.
– ¿Antes de enterarte de eso de Andrei?
– Sí.
– ¿Cuando todavía creías que yo te quería?
– Sí.
– ¿Y no veías ningún inconveniente en ello?
– No.
– Si Syerov no hubiera venido hoy, ¿te hubieras marchado igual?
– Sí. Sólo que me hubiera encontrado con el problema de tener que decírtelo. Syerov me ha ahorrado este mal rato; de modo que se lo agradezco. Por lo menos ahora podemos despedirnos sin escenas.
– Leo… óyeme un momento, por favor… te lo pido por última vez, sé bueno conmigo: si ahora te enteraras, como fuera, de que yo te amo, de que no he dejado de quererte ni un momento, de que ni por un instante he dejado de serte fiel, ¿te marcharías?
– Sí.
– ¿Y si tuvieras… si tuvieras que quedarte conmigo? Si te enterases de algo que… que te obligase a seguir conmigo… ¿lo probarías, Leo?
– Si algo me obligase… ¡quién sabe! Podría hacer lo que hizo tu otro enamorado. No deja de ser una solución, ¿sabes?
– Comprendo.
– ¿Y por qué me lo preguntas? ¿Hay acaso algo que pueda obligarme?
Ella le miró de hito en hito, levantando su rostro hacia el de él; sus cabellos al caer atrás dejaron al descubierto una frente blanca como la cera, y sólo se movieron sus labios cuando contestó:
– No, Leo; nada.
Leo se sentó de nuevo, se cogió las manos, las tendió hacia adelante y dijo, encogiéndose de hombros:
– Eso es todo. Hay que reconocer que eres una mujer admirable, Kira. Tenía miedo de ataques de nervios, de escenas, ¿qué sé yo? Todo ha terminado del mejor modo posible… Dentro de tres días me voy. Pero si te parece puedo marcharme de aquí en seguida.
– No, Leo; soy yo quien me iré, esta misma noche.
– ¿Por qué esta noche?
– Será mejor. Por algunos días, podré dormir en el cuarto de Lidia.
– No tengo mucho dinero, pero no quisiera que tú… -No.
– Pero…
– No insistas, Leo, por favor. Sólo me llevaré mi ropa. Es lo único que necesito.
Estaba haciendo la maleta, de espaldas a él, cuando él le preguntó:
– ¿No tienes nada más que decirme, Kira?
– Sólo una cosa, Leo -contestó ella, volviéndose a mirarle con calma-. Estaba sola contra ciento cincuenta millones de individuos, y he perdido.
Cuando estuvo a punto de marcharse, él se levantó y le preguntó casi sin darse cuenta de sus palabras:
– ¿Me has querido verdaderamente alguna vez, Kira?
– Cuando una persona muere -repuso ella- no se deja de quererle, ¿verdad?
– ¿Lo dices por mí… o por Taganov?
– ¿Acaso no te daría lo mismo, Leo?
– Sí. ¿Puedo ayudarte a bajar la maleta?
– No, gracias; no pesa. Adiós, Leo.
Leo le tomó la mano y acercó su rostro al de ella, pero Kira sacudió negativamente la cabeza y él se limitó a decir: -Adiós, Kira.
Kira salió a la calle, doblando ligeramente el cuerpo hacia la izquierda para compensar el peso de la maleta en su brazo derecho. Una fría neblina cubría la ciudad, como una colcha, y un farol proyectaba su triste luz amarilla en medio de la niebla. Kira caminó lentamente, esforzándose en mantenerse erguida. La nieve crujía bajo sus pies; su pecho, paralelo a la acera, conservaba su firmeza, y su barbilla y su mirada se tendían hacia adelante, paralelas a su pecho.
Ante su familia -tres rostros silenciosos, pálidos y asombrados- Kira expuso brevemente la situación. Galina Petrovna tartamudeó:
– Pero ¿qué ha ocurrido para que…?
– Nada, mamá. Estábamos cansados uno de otro.
– ¡Pobre hija mía! Yo…
– No te preocupes por mí, por favor, mamá. Siento tener que molestaros, a ti y a Lidia, pero no será por muchos días; por tan pocas semanas me hubiera sido muy difícil encontrar habitación.
– Claro está que no estorbas, Kira; al contrario, después de todo lo que has hecho por nosotros… Pero, ¿por qué dices que sólo serán pocas semanas? ¿Adonde piensas ir?
– Al extranjero -repuso Kira. Y en el tono de su voz había algo de concentrado y tenso, como una obsesión.
Al día siguiente la ciudadana Kira Argounova presentó una instancia solicitando un pasaporte para el extranjero. La respuesta debía tardar algunas semanas.
– ¡Es una locura, Kira! -decía su madre-, ¡una sencilla locura! En primer lugar, no te lo darán; no puedes alegar ninguna razón que justifique tu salida… luego hay que tener en cuenta el pasado social de tu padre…, y por último, aun suponiendo que te lo dieran… en ningún país del mundo quieren rusos ahora, y en cierto modo tienen razón; y luego, aunque te aceptasen, ¿qué harías? ¿Lo has pensado?
– No -dijo Kira.
– No tienes dinero; no tienes profesión; ¿de qué vivirías?
– No lo sé.
– ¿Qué sería de ti?
– No me importa.
– ¿Y por qué te empeñas en irte?
– Lo necesito, mamá.
– … sin un amigo que pueda ayudarte, sin objeto, sin porvenir…
– Necesito irme.
Leo fue a despedirse antes de marchar al Cáucaso. Lidia les dejó solos en la estancia.
– No podía irme sin volver a verte, Kira
– dijo Leo-. Quería despedirme de ti, a menos que tú prefieras…
– No, Leo, me alegro de que hayas venido.
– Quisiera pedirte perdón por algunas frases que dije. No tenía derecho a decírtelas. No puedo censurarte. ¿Me perdonas: