– No tengo que perdonarte de nada, Leo.
– Quisiera decirte que… que… en fin, no tengo nada que decirte; pero… ¿no es cierto que entre nosotros habrá… muchos recuerdos, Kira?
– Sí, Leo.
– Tú estarás mejor sin mí.
– No te preocupes por mí, Leo.
– Volveré a Petrogrado. Volveremos a vernos. Habrán pasado años, y con ellos habrán cambiado muchas cosas, ¿no te parece?
– Sí, Leo.
– Y entonces no tendremos por qué estar tan serios. Será extraño volver a recordar el pasado, ¿no? Hasta la vista, Kira. Volveré.
– Si vives… y si no te has olvidado.
Fue como si hubiese tocado el cuerpo de un animal moribundo, provocando una suprema convulsión de dolor.
– No… Kira… -murmuró.
Pero ella ya sabía que no era más que la última convulsión.
– No diré nada, Leo -añadió.
El la besó; los labios de ella eran tiernos, incapaces de resistir. Luego Leo se fue.
Tuvo que aguardar varias semanas.
Por la tarde, Alexander Dimitrievitch volvía de su trabajo y se sacudía la nieve de los chanclos, que luego secaba cuidadosamente con un trapo especial, porque eran nuevos y costaban mucho dinero, y los dejaba en el recibimiento.
Después de cenar, si no tenía que asistir a ninguna reunión, se sentaba junto al fuego y trabajaba en un parafuego de madera sin desbastar, al que se entretenía en ir pegando etiquetas de distintos colores, arrancadas de las cajas de cerillas. Cuando terminaba un ángulo, se quedaba contemplando con ojos maravillados.
– Verdaderamente me queda muy hermoso, ¿no os parece? Estoy seguro de que no hay nadie más en Petrogrado que tenga uno semejante. ¿Qué opinas, Kira? ¿Pondrías las dos amarillas y una verde, en ese lado, o sólo tres amarillas?
Ella contestaba con calma: -La verde iría muy bien, papá.
Por la noche, Galina Petrovna llegaba como una tromba y arrojaba impetuosamente su cartera encima de la mesa. Había instalado teléfono, y hablaba por él apresuradamente, mientras se quitaba los guantes.
– ¿Camarada Fedorov? Aquí la camarada Argounova. Tengo una idea. Exactamente lo que se necesita para el Diario viviente, para la próxima exposición del centro… Al presentar a lord Chamberlain aplastando al proletariado inglés, podríamos poner a uno de los alumnos, uno de los más robustos, en camisa roja, tendido en el suelo, y encima le pondríamos una mesa, ¡oh, sólo las patas delanteras, claro!, y el gordo, el que hace de lord Chamberlain, sentado a la mesa comiéndose un filete con patatas. ¡Oh, no es necesario que sea un filete de veras…!
Luego cenaba de prisa, leyendo el periódico, mirando de vez en cuando al reloj; se levantaba antes de terminar, se empolvaba rápidamente la nariz y tomando de nuevo su cartera volvía a marcharse a una junta de su centro social. Las pocas noches que se quedaba en casa esparcía libros, recortes de periódico, hojas de papel y lápices por encima de la mesa, y redactaba una conferencia para su círculo marxista. De vez en cuando preguntaba, levantando la cabeza y parpadeando distraídamente: -¿Recuerdas la fecha de la Commune de París, Kira?
– En 1871, mamá -contestaba Kira tranquilamente. Lidia trabajaba por la noche. De día estudiaba La Internacional, Caíste como una victima y la Canciónde la caballería roja en su viejo piano de cola, que llevaba más de un año sin afinar. Y si le pedían que tocase sus viejos clásicos, rehusaba con gesto de malhumor. Pero de vez en cuando se sentaba al piano y se pasaba horas seguidas tocando obstinadamente, sin detenerse, Chopin, Bach, Tchaikowsky… y cuando se le cansaban los dedos se echaba a llorar ruidosamente, sin motivo, como una criatura. Galina Petrovna no le hacía caso; se limitaba a decir: -¡Vamos! ¡Un nuevo ataque de Lidia!
Cuando Lidia regresaba de su trabajo, por la noche, Kira estaba ya tendida en su colchón sobre el suelo. Lidia pasaba largo rato desnudándose, y mucho más murmurando sus interminables plegarias ante los iconos. Alguna vez se acercaba a Kira, en su largo camisón de noche, y murmuraba confidencialmente, mientras un rayo de luz del farol de la calle le caía sobre el rostro envejecido, iluminándole los ojos cansados y las comisuras de los labios: -He vuelto a tener una visión, Kira; un llamamiento del más allá. Era una visión profética, no te quepa duda, y he oído una voz que me ha dicho que la salvación no se hará esperar. Es el fin del mundo y el reino del Anticristo, pero ya se acerca el día del Juicio Final. ¡Lo sé, me ha sido revelado!
Murmuraba estas palabras febrilmente, sin ocurrírsele ni por un momento que su hermana pudiera echarse a reír, sin mirarla siquiera, sin preocuparse de que la hubiera oído; tenía necesidad de hablar y prefería hacerlo ante alguien.
– Era un viejo, Kira, un enviado de Dios, el padre de su rebaño. Pero no digas nada, por favor, o me echarían del Centro. Es el elegido del Señor, y tiene la ciencia del Destino. Dice que las Escrituras lo han predicho. Nos han castigado como a Sodoma y Gomorra por nuestros pecados; pero las dificultades y los dolores no son más que una prueba para las almas puras. Sólo a través de largos sufrimientos nos haremos dignos del reino de los cielos. -No se lo diré a nadie, Lidia -contestaba con calma su hermana-, pero ahora vale más que te vuelvas a la cama, porque estás cansada y hace mucho frío. Kira seguía con su antiguo empleo de guía en el museo de la revolución, que le permitía pagar a su madre una pensión, a pesar de sus protestas. Por la noche, en su cuarto, Kira leía sus viejos libros. Hablaba raras veces y si alguien le dirigía la palabra contestaba con pocas palabras, exactas y serenas. Su voz, monótona, parecía haberse helado. Galina Petrovna hubiera deseado verla airada siquiera alguna vez, pero no lo lograba nunca. Una noche, en el comedor, Lidia dejó caer un vaso, que se rompió estrepitosamente. Galina profirió un grito, Alexander Dimitrievitch se sobresaltó; pero Kira permaneció impasible, como si nada hubiera ocurrido. Sólo le brillaban un poco los ojos cuando, al volver del museo, se detenía a contemplar los libros extranjeros expuestos en el escaparate de una librería, en la calle Liteiny, aquellos libros de cubiertas brillantes, con alegres letras exóticas, muchachas de largas piernas relucientes, columnas, reflectores, autos… también había un relámpago de luz en sus ojos cada vez que, al acostarse, tachaba con su lápiz una fecha más en el viejo almanaque colgado encima de su colchón.
El pasaporte le fue denegado.
Kira recibió la noticia con tranquila indiferencia; Galina Petrovna se asustó, porque hubiera preferido un estallido de cólera.
– Óyeme, Kira -le dijo, encerrándose con ella en su habitación-. Hablemos en serio. Si tienes la idea de…, en fin… ya me entiendes, quiero que sepas que no te lo permitiré. Después de todo eres mi hija, y tengo derecho a hablarte así. ¿Ya sabes lo que significaría el intentar, sólo el intentar, salir clandestinamente de aquí?
– Nunca he hablado de ello -dijo Kira.
– No; no lo has dicho, pero ya te conozco. Sé lo que piensas. Sé hasta dónde puede llegar tu imaginación inquieta y desenfrenada… Óyeme: hay cien probabilidades contra una de que no lograrás marcharte. En el mejor de los casos, te matarían en la frontera. Mucho peor sería si te detuvieran y te volvieran aquí. Pero en fin, aun suponiendo que lograses pasar al extranjero, hay cien probabilidades contra una de que no llegarás a atravesar los bosques de la frontera.
– ¿Para qué discutir, mamá?
– Óyeme. No te dejaré marchar aunque deba encadenarte. Después de todo, incluso la locura tiene límites. ¿Qué te propones? ¿Qué mal hay en quedarse en este país? No nos sobra nada; de acuerdo; pero, ¿crees que te va a sobrar en otra parte? En el mejor de los casos podrías hacer de camarera. En cambio, la U. R. S. S. es el país de los jóvenes. Ya conozco tu inquietud, pero sé que lograrás vencerla. Mírame a mí. A mi edad, he conseguido adaptarme. He perdido mucho más de lo que has perdido tú, y con todo no puedo decir que sea desgraciada. Tú no eres más que una niña y no puedes tomar decisiones que arruinarían tu vida aun antes de haber empezado a vivirla. Espero que se te pasarán estos antojos y que comprenderás que en nuestro país hay posibilidades para todos.