– Yo no discuto, mamá; ¿no es cierto? Pues dejemos eso.
Kira, al salir de su trabajo, no regresaba directamente a su casa. Veía a gente misteriosa en callejones oscuros, subía furtivamente por estrechas escaleras sin luz a tenebrosos cuchitriles; hablaba en voz baja a atentos oídos y entregaba sumas de dinero a manos cautelosas. Se enteró de que el embarcarse clandestinamente para el extranjero le costaría más de cuanto lograría ahorrar jamás, y de que los peligros de tal empresa serían muy grandes. En cambio, le aseguraron que había más probabilidades de éxito intentando huir sola, a pie, por la frontera de Lituania. Para ello se necesitaba un traje blanco: le dijeron que había quien, gracias a ese mimetismo, había logrado huir a través de la nieve hasta Lituania. Kira vendió su reloj de pulsera y el abrigo de pieles que Leo le había regalado para poder obtener los informes necesarios, un mapa de la región fronteriza, y un falso salvoconducto hasta la frontera. Pero todavía le faltaba dinero. Vendió el encendedor, las medías de seda, el frasco de perfume francés. Vendió sus zapatos nuevos y sus vestidos.
Vava, al saber que Kira tenía algún traje que vender, fue un día a verla. Llevaba un vestido viejo y sucio; iba despeinada; su rostro parecía hinchado, mal empolvado, con los labios pintados de cualquier modo y pesadas bol i as azules debajo de los ojos. Cuando se quitó el vestido, lentamente, con timidez, para probarse el de Kira, ésta observó la deformación de su talle, en otro tiempo tan esbelto.
– ¿Cómo, Vava? ¿Ya? -murmuró.
– Sí -dijo Vava con indiferencia-, espero una criatura.
– ¡Te felicito, querida! -exclamó Lidia palmoteando.
– Sí -repitió Vava-, tengo que cuidarme un poco, pasear un rato todos los días, seguir un régimen… Cuando nazca le inscribiremos en los pioneros.
– ¡Oh, no, Vava!
– ¿Por qué no? Hay que facilitarle la vida, ¿no os parece? Llegará un día en que tendrá que ir a la escuela, quién sabe si a la Universidad. ¿Qué queréis que haga? ¿Que se pase la vida fuera de la ley? ¿Para qué? Al fin y al cabo, ¿hay alguien que sepa de qué parte está la razón? Yo no sé nada, ni me importa.
– Pero, Vava, tu hijo…
– ¿Qué le vamos a hacer, Lidia? Cuando haya nacido, buscaré trabajo: no hay otro remedio. Kolya trabaja. Nuestro hijo será el hijo de unos empleados soviéticos. Más tarde quizá logrará ingresar en la Unión Comunista Juvenil… Kira, aquel vestido de terciopelo negro es muy hermoso… parece extranjero. Ya sé que me está algo estrecho, pero más tarde… dicen que vuelve a recobrarse la línea… Naturalmente, Kolya no gana mucho y yo no quiero aceptar nada de papá… pero por mi cumpleaños me ha regalado cincuenta rublos… de modo que quizá pueda comprártelo… Se quedó con el traje negro y otros dos más.
A su madre, Kira le había dicho: -¿Para qué los necesito, si no voy a ninguna parte?
– ¿Recuerdas? -había preguntado Galina Petrovna.
– Sí, mamá.
Después de haberlo vendido todo, no le quedó mucho dinero; no tenía todavía bastante para comprarse un traje y un abrigo blancos. Le quedaba todavía la piel de oso de Vasili Ivanovitch; un sastre le hizo con ella una chaqueta que le llegaba por encima de las rodillas. Ya no le faltaba más que un traje. Pero todavía tenía el de encaje blanco de Galina Petrovna. Un día que se encontraba sola en su casa, tiñó de blanco, con cal, sus botas de fieltro. Luego compró un par de guantes blancos y una bufanda blanca de lana. Por fin, adquirió un billete para una población cercana a la frontera de Lituania. Cuando lo tuvo todo a punto, cosió en el forro de la chaqueta los pocos billetes de banco que le quedaban. Si lograba atravesar la frontera, le harían falta.
Una tarde gris de invierno, cuando no había nadie en su casa, se marchó. No dejó ninguna carta; salió como si fuera a la tienda de la esquina. Llevaba un abrigo viejo, con un raído cuello de piel, y en la mano llevaba una maleta con una chaqueta de piel de oso blanco, un traje de novia, un par de guantes, un par de botas y una bufanda.
A pie, se dirigió hacia la estación. Una neblina gris cubría los tejados, y los hombres andaban encorvados, luchando contra el viento, con las manos en los sobacos para defenderse mejor del frío. Una blanca capa de hielo cubría los carteles, y las cúpulas de bronce de las iglesias se veían empañadas por la niebla. El viento levantaba torbellinos de nieve, y los quinqués de petróleo, en los escaparates, proyectaban sobre los cristales helados anchas cintas de nieve derretida.
– ¡Kira! -la llamó alguien en voz baja.
Ella se volvió. Era Vasili Ivanovitch. Debajo de un farol, con la cabeza hundida entre los hombros, el cuello del viejo abrigo levantado hasta las orejas y la cara medio cubierta por una bufanda, el anciano llevaba colgado del cuello, por medio de dos correas, una caja con tubos de sacarina, que sostenía en las dos manos, enfundadas en viejos y agujereados guantes de lana.
– ¡Buenas noches, tío Vasili!
– ¿Adonde vas, Kira, con esa maleta?
– ¿Cómo estás, tío Vasili?
– Muy bien, niña. Quizá te extrañe verme vendiendo sacarina, ya me lo figuro; pero no es tan duro como parece. ¿Por qué no vas a vernos, alguna vez?
– Yo…
– Estamos algo estrechos, porque en el mismo piso vive otra familia. Pero se va viviendo, Asha se alegrará de verte. No tenemos visitas. Asha es una buena niña.
– Sí, tío Vasili.
– ¡Y da tanta alegría verla crecer! En la escuela también progresa. Yo la ayudo a hacer sus deberes. Y el pensar que al volver a casa la veré me sostiene durante el día. No se ha perdido todo, aún. Todavía me queda Asha; es una niña inteligente, y llegará lejos.
– Claro, tío Vasili.
– Cuando tengo un rato, leo el periódico. ¡En el mundo suceden tantas cosas! No hay que perder la confianza.
– Tío Vasili… se lo diré… allí abajo… allí donde voy… Se lo diré todo. Será como un S. O. S Quizás alguien, en alguna parte, comprenderá…
– ¿Adonde quieres ir, niña?
– ¿Quieres venderme un tubo de sacarina, tío Vasili?
– No; no te lo venderé. Llévatelo, si quieres, pequeña.
– De ningún modo. ¿Por qué no puedes vendérmelo, si también hubiera debido comprárselo a otro? ¿No me quieres por cliente? A lo mejor te traigo la suerte.
– Como quieras, niña.
– Me quedo con 'este de los cristales tan grandes.
Toma -y le dio una moneda, antes de guardar en su bolso el tubo de sacarina-. Y ahora adiós, tío Vasili.
– Adiós, Kira.
Se alejó sin volver la vista. Anduvo en el crepúsculo por calles oscuras y blancas bajo banderas grisáceas que colgaban de las ventanas; banderas que en otro tiempo habían sido rojas. Atravesó una ancha plaza en la que empezaban a brillar las luces de los tranvías. Y, sin volver la vista hacia atrás, subió los peldaños de la escalera de la estación.
Capítulo dieciséis
Las ruedas del tren, al correr, resonaban como una cadena de hierro violentamente sacudida; luego parecían rodar en silencio; luego se oía de nuevo un gran estrépito. Las ruedas parecían tener su ritmo, como un gigantesco reloj de hierro que fuera marcando los segundos, los minutos y las millas.
Kira Argounova estaba sentada en un banquillo de madera junto a la ventana; llevaba la maleta encima de las rodillas y la sostenía con ambas manos, cruzando los dedos. Su cabeza, apoyada en el respaldo del asiento, se estremecía con un ligero temblor, lo mismo que el cristal de la ventana. Sobre sus ojos, fijos en la ventanilla, le caían pesadamente los párpados, y sólo a costa de un gran esfuerzo lograba mantenerlos abiertos. Durante largas horas permaneció sentada, inmóvil, hasta el punto de que sus músculos llegaron a perder toda sensibilidad.
Cuando se acordó de que llevaba mucho tiempo sin probar bocado, pero sin que acertara a precisar si se trataba de horas o de días, únicamente consciente de que tenía que comer aunque ya se hubiera olvidado de tener hambre, masticó lentamente un pedazo de pan seco que había comprado en la estación. Sus compañeros de viaje, en una estación, salieron a buscar té caliente. Le ofrecieron una taza y Kira bebió maquinalmente, quemándose los labios en el borde de metal.