Los hilos del telégrafo parecían desafiar al tren a una carrera de velocidad; se alejaban, volvían a acercarse; y los hilos parecían volar siempre más de prisa que el coche.
De día el cielo parecía más oscuro que la tierra, como una pálida cinta de color gris transparente sobre un fondo de espesa blancura; pero por la noche la tierra parecía más clara que el cielo: como una pálida cinta azulada bajo un hueco negro. Kira durmió, sentada en su rincón, con la cabeza apoyada en los brazos cruzados sobre la maleta, que por la noche ataba a su muñeca con un cordel. Había oído hablar de robos de equipajes y por nada del mundo hubiera querido perder el suyo. Dormía con una sola obsesión: la maleta. Y cada vez que una sacudida del tren hacía resbalar la maleta sobre sus rodillas, se despertaba sobresaltada.
Ya no pensaba. Se sentía vacía, tranquila, como si su cuerpo no fuera más que la forma de su voluntad y su voluntad una flecha vibrante, dirigida a una meta muy precisa: había que pasar la frontera. Lo único que sentía vivir era la maleta. Su voluntad latía con el mismo ritmo que el tren, y su corazón con el mismo ritmo que su voluntad.
Una vez, le pareció observar en el asiento de enfrente a una mujer que daba el pecho a un niño. De modo que todavía había vida, todavía había gente a su alrededor. No estaba muerta, pues; sólo le faltaba nacer.
Durante la noche, se pasaba horas y horas mirando por la ventanilla, sin ver más que el confuso reflejo de la luz del coche, el del banco y el del tabique de madera frente a su asiento, y la sombra de su cabeza que se movía sobre un negro abismo. Más allá, no había tierra, no había nada.
En alguna ocasión tuvo que bajar; incluso una vez tuvo que comprar otro billete y aguardar un nuevo tren que debía llevarla más lejos, a través de las tinieblas, en una ruidosa carrera detrás de la negra mole de la locomotora que lanzaba destellos de fuego. Luego vinieron otras estaciones; otro billete; otro tren. Pasaron muchos días y muchas noches, pero ella no se dio cuenta de nada. Los hombres del gorro de pico que examinaban los billetes de los pasajeros no podían saber que aquella muchacha del abrigo raído se dirigía a la frontera lituana.
La última estación, aquella en la que ya no tuvo que comprar más billetes, era pequeña y oscura; un humilde barracón de madera. Era la última del país antes de llegar a la frontera. Oscurecía. Sobre la nieve, se veían apenas huellas de ruedas, que morían a lo lejos, en un punto brillante. Había unos cuantos soldados soñolientos que no se fijaron en Kira. Oyó confusamente el crujido de un cesto de mimbre, mientras unas gruesas manos campesinas lo bajaban de la red de los pasajeros. A la puerta de la estación, alguien pedía agua caliente con voz lacrimosa. En las ventanillas del tren brillaban las luces.
Kira se alejó, siguiendo las huellas de las ruedas en la nieve, esbelta figura negra ligeramente inclinada, con la maleta en la mano, sola en medio de una inmensa llanura tenuemente iluminada por el rojizo reflejo del crepúsculo.
Era ya oscuro cuando vio delante de sus ojos las casas del pueblo y las manchas amarillentas de sus luces a través de las ventanas bajas. Llamó a una puerta. Un hombre salió a abrir; su cabello y su barba formaban un rubio y confuso amasijo del que salían unos vivaces ojos azules. Kira le puso un billete de Banco en la mano e intentó explicarle, en pocas palabras, su situación. No le fue necesario hablar mucho. Los que habitaban en aquella casa estaban al corriente de esa clase de asuntos.
Dentro de la casa, con los pies hundidos en la paja en que dormían dos cerdos, Kira se mudó de traje mientras los demás, como si ella no estuviera, seguían sentados a la mesa; cinco cabezas rubias, una de ellas con un pañuelo blanco. Las cucharas de madera golpeaban la mesa; en un rincón, junto a una estufa de ladrillo, una cabeza gris se inclinaba sobre su escudilla de madera. Sobre la mesa ardía una vela, y tres pequeñas lenguas de fuego brillaban ante unos iconos, como breves pinceladas rojas sobre el fondo de bronce de las aureolas.
Kira se puso las botas blancas y se quitó el vestido: sus brazos desnudos se estremecieron, a pesar de que en la estancia hacía un calor sofocante. Se puso el blanco traje de novia, y la larga cola se arrastró por el suelo, haciendo entreabrir un ojo a uno de los cerdos. Kira la recogió y la fijó a la cintura cuidadosamente, con ganchos imperdibles. Luego se puso la chaqueta de piel de oso. Se aseguró de que llevaba los billetes en el forro de la chaqueta: aquella era la última arma que necesitaría.
Cuando se acercó a la mesa, el gigante rubio le dijo, con voz inexpresiva:
•-Será mejor que aguarde usted una hora, hasta que se ponga la luna. Las nubes no son muy espesas, y se ve demasiado, ahora. Le hizo sitio en el banco y se lo señaló en silencio, con un gesto imperativo. Kira se recogió la falda de encaje y se sentó. Se quitó la chaqueta y la dobló sobre sus rodillas. Dos pares de ojos femeninos contemplaron con asombro el rico encaje de su traje de novia, y la muchacha del pañuelo blanco murmuró con aire incrédulo palabras al oído de la mujer más anciana.
En silencio, el hombre rubio puso ante Kira una escudilla de sopa humeante.
– No, gracias -dijo Kira-, no tengo apetito. -No importa; coma, porque lo va a necesitar. Y Kira, obediente, comió un plato de sopa de coles con tocino.
– Es un viaje de casi toda la noche -añadió sin mirarla el gigante rubio.
Kira asintió con la cabeza.
– ¡Tan joven! -murmuró moviendo la cabeza una de las mujeres, y suspiró.
Cuando llegó el momento de partir, el hombre abrió la puerta contra un viento helado que ululaba en medio de la oscuridad y murmuró entre sus barbas:
– Ande usted cuanto pueda, y cuando vea un centinela échese al suelo y arrástrese.
.-Gracias- susurró Kira mientras la puerta se cerraba tras ella.
La nieve le llegaba a las rodillas y cada paso parecía una caída hacia adelante, mientras mantenía con su mano cerrada la falda de encaje. A su alrededor, un azul que no era azul, un color que no era color, algo que parecía no haber existido jamás, se extendía hasta el infinito. A veces le parecía estar muy alta, sobre un círculo llano; otras veces creía que aquella blancura era una alta muralla que se cerraba sobre su cabeza.
El cielo era bajo, con manchas grises y negras y de vez en cuando listas azules que nadie hubiera recordado haber visto jamás a la luz del día, o puntos que ni tenían color ni eran tampoco simples rayos de luz. Kira, para no verlo, inclinaba la cabeza hacia el suelo.
Ante ella no había luces; sabía, sin necesidad de volver la cabeza, que las que había dejado tras sí habían desaparecido desde hacía mucho tiempo. No llevaba nada. Había dejado la maleta y los vestidos viejos en el pueblo; si lograba pasar al otro lado, le bastaría con el pequeño fajo de billetes que llevaba cosido en el forro de su chaqueta, que de vez en cuando tocaba cautelosamente. Las rodillas le dolían de la tensión de los músculos, como si llevase rato subiendo una escalera interminable. Estudiaba su dolor con curiosidad, como si fuera algo exterior a ella. En el rostro, le parecía sentir clavarse agudos alfileres; inútilmente intentaba frotarse las mejillas con sus guantes blancos.
Sólo oía el ligero crujir de la nieve bajo sus botas. Intentaba caminar más de prisa, no oír el rumor de sus pies, aislarse de lo desconocido que la rodeaba.
Sabía que debía andar durante horas; pero en medio de aquel desierto no había horas, no había más que pasos, pasos de unos pies que se hundían profundamente en una nieve sin fin. No debía pensar más que en que tenía que andar. Debía dirigirse hacia el Oeste; he aquí el problema fundamental. Pero ¿acaso tenía problema alguno? ¿Tenía alguna pregunta que formular? En todo caso, al otro lado de la frontera encontraría la respuesta. No debía pensar. Sólo tenía que salir del país; luego ya vería. Dentro de los guantes blancos, los dedos le dolían. Sentía sus huesos crispados, sus junturas cerradas como una tenaza. Debía de ser el frío -pensaba, y confusamente se preguntaba si haría mucho frío aquella noche.