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Densas nubes de nieve pulverizada se levantaban en el viento y corrían por el cielo lejano. Kira veía encima de su cabeza líneas negras, y granitos brillantes como de níquel que centelleaban entre las nubes. Ella se inclinaba más para no ser vista. Había algo que le dolía en la cintura, como si cada paso empujase su espina dorsal hacia adelante, y sentía palpitar su corazón como si fuera a estallar junto a su espalda.

De vez en cuando palpaba el fajo de billetes, debajo de la chaqueta. Debía vigilar para no perderlo. Aquella bolsita y sus piernas eran en aquel momento las únicas cosas que le importaban en el mundo. Cuando veía un árbol -alta pirámide de un abeto irguiéndose súbitamente en medio de la nieve-, se detenía y permanecía por un momento sin aliento, con las rodillas dobladas, agazapada como un criminal en peligro, con todos los nervios en tensión. No oía nada. Debajo de las ramas no se movía nada. Kira seguía su camino, sin saber por cuánto tiempo se había detenido. No sabía si adelantaba; tal vez no hacía más que dar vueltas a un mismo punto. En la inmensidad del blanco desierto que la rodeaba no había ningún cambio. ¿Acaso cambiaría jamás? Era como una hormiga que se arrastrase por una mesa blanca, dura y brillante. A veces abría los brazos y volvía la vista a su alrededor, hacia la oscuridad del cielo, hacia la blancura de la tierra, y se preguntaba si en el mundo no habría realmente espacio para ella, si habría verdaderamente alguien que quisiera clavarse los pies en un sitio determinado. Pero ya lo había olvidado todo: sólo sabía que tenía que seguir andando.

Sus piernas ya no eran suyas. Se movían debajo de ella como una rueda, como palancas que se levantasen y se bajasen en un ritmo que repercutía por todo su ser como algo extraño a ella. De pronto, se dio cuenta de que no estaba cansada, de que estaba libre y podía seguir andando durante años. Y luego sintió, de pronto, un agudo dolor en medio de la espalda y vaciló; luego, una pierna rígida volvió a levantarse y a posar el pie en el suelo, y Kira echó a andar de nuevo, inclinada, con los brazos junto al pecho hecha un ovillo, como si quisiera ahorrar esfuerzo a sus piernas.

En algún punto estaba la frontera, y había que atravesarla. De golpe, se le ocurrió pensar en un restaurante alemán que había visto una vez en el cine: sobre la puerta de entrada había un cartel en letras blancas, muy sencillas que ponía: "Café Diggy-Daggy". En el país que abandonaba no había cafés como aquél, cafés aseados y relucientes, con un piso brillante como el de un salón de baile. E inconscientemente, sin oírlo, iba repitiendo como una plegaria: "Cafés Diggy-Daggy… Café… Dig… gy… Dag… gy…", intentando andar al ritmo de las sílabas. Ya no necesitaba mandar a sus piernas que corriesen; corrían por instinto, como un animal que huyese del acoso de los cazadores, con el afán desesperado de salvar su vida. Sus labios helados murmuraban: -Eres un buen soldado, Kira Argounova, eres un buen soldado…

Ante ella, la nieve azulada se levantaba confusamente, en suaves ondulaciones. Al acercarse, las ondulaciones no cambiaban, sino que seguían rígidas, como colinas en medio de la oscuridad. Blancos conos de negros puntos se erguían sobre el cielo. Luego, Kira vio una figura oscura que se movía en línea recta a través de las colinas, a través del horizonte. Vio sus piernas que se abrían y se cerraban como tijeras; vio una negra bayoneta que brillaba sobre el fondo oscuro del cielo.

Se tendió de bruces en el suelo. Vagamente, como bajo la influencia de un anestésico, sintió que la nieve helada le mordía las muñecas por debajo de las mangas del abrigo y entraba en sus botas. Pero se quedó quieta, con el corazón latiendo contra la nieve. Luego levantó un poco la cabeza y empezó a arrastrarse lentamente sobre el vientre, con la barbilla a ras del suelo. Se detuvo un momento; luego volvió a arrastrarse.

El ciudadano Iván Ivanovitch tenía seis pies de altura, una boca muy grande y una nariz muy corta, y cuando estaba perplejo tenía la costumbre de rascarse el pescuezo y guiñar un ojo. El ciudadano Iván Ivanovitch había nacido en 1900, en un sótano de un sórdido callejón de la ciudad de Vitebsk. Era el noveno hijo de la familia, y a los seis años había tenido que empezar a trabajar de aprendiz de zapatero. Su patrono le pegaba con una correa y le alimentaba de gachas. Tenía diez años cuando logró hacer por sí sólo su primer par de zapatos: se los puso con orgullo, y se paseó muy ufano de sentirlos crujir. Este era el primer gran recuerdo del ciudadano Iván Ivanovitch.

A los quince años sedujo a la hija del droguero vecino. La había llevado a una cuadra desierta. Ella no tenía más de doce años y un pecho plano como el de un muchacho, y había gritado desesperadamente. Pero Iván Ivanovitch le dio quince copecs y una libra de azúcar cande, y le hizo prometer que no diría nada a nadie. Este era el segundo gran recuerdo del ciudadano Iván Ivanovitch. A los dieciséis años hizo el primer par de botas para un general; lo limpió con todo esmero, escupiendo en la franela con que lo frotaba, y luego fue él mismo a llevárselo al general, que le dio un rublo de propina y una palmada en el hombro. Este era su tercer gran recuerdo.

El taller del zapatero estaba rodeado de una alegre vecindad: gente que se levantaba muy de mañana y trabajaban como negros durante todo el día; pero por la noche se divertían de lo lindo. En una esquina había un establecimiento donde se reunían a cantar alegres canciones, cogidos del brazo y balanceándose al compás de la música. Más allá había una casa donde un hombrecillo viejo y arrugado tocaba el piano; la favorita de Iván Ivanovitch era una rolliza alemana que se llamaba Gretchen; era rubia y llevaba un caprichoso quimono de color de rosa. Esas eran las noches que recordaba el ciudadano Iván Ivanovitch.

Luego sirvió en el Ejército Rojo; y mientras por encima de su cabeza silbaban las balas y estallaban las bombas, él cazaba piojos en el fondo de su trinchera.

Le hirieron, y alguien dijo que no saldría con vida. Mientras lo decían, él miraba a la pared con gran insistencia, completamente desinteresado de la conversación. Pero curó de su herida, y al cabo de poco se casó con una sirvienta de carnosas mejillas y opulento pecho, porque la había comprometido. Tuvieron un hijo rubio y gordo y le llamaron Iván. Los domingos iban a misa, y su mujer, si podía, les guisaba un pedazo de carnero con cebollitas. Los otros días, se arremangaba la falda sobre sus gruesos tobillos, se arrodillaba, y fregaba el suelo hasta dejarlo brillante como un espejo, y obligaba a Iván a tomar un baño cada mes en un establecimiento público. Y el ciudadano Iván Ivanovitch vivía feliz. Luego le trasladaron a la frontera, y su mujer y su hijo se volvieron al pueblo con los padres de ella.

El ciudadano Iván Ivanovitch no había aprendido a leer, y estaba de guardia en la frontera de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Caminaba lentamente, con el fusil colgado, soplando de vez en cuando sobre sus dedos ateridos de frío y maldiciendo el invierno y la nieve. El bajar la colina no le importaba, pero al subirla era más difícil y lo hacía refunfuñando. Había llegado ya casi a la cumbre, y no le quemaba la nariz. De pronto, le pareció ver algo que se movía, lejos, en medio de la nieve. Miró con más atención, pero el viento levantaba torbellinos de nevisca y no le permitía cerciorarse de si realmente había visto algo o si sólo se lo había parecido. Haciendo bocina con ambas manos, gritó: -¿Quién va?

Nadie le contestó; en la llanura no se movió nada. Volvió a gritar: -¡Salga o disparo! Pero tampoco obtuvo respuesta.

Vaciló, rascándose el pescuezo. Miró otra vez y no vio nada; pero, para mayor seguridad, se echó el fusil a la cara e hizo fuego. Una llama azul turquí rasgó las tinieblas, y un estampido resonó a través de la inmensa llanura. Pero cuando el eco murió no se oyó ningún ruido ni se vio el menor movimiento.