El ciudadano Iván Ivanovitch se rascó el pescuezo y pensó que hubiera debido ir a investigar el lugar donde le había parecido oír el ruido. Pero era demasiado tarde, la nieve estaba demasiado espesa, y el viento era demasiado frío. Iván Ivanovitch se alejó pensando:
– No debía de ser más que un conejo. Y siguió su ronda.
Kira Argounova yacía inmóvil sobre la nieve, de bruces, con los brazos echados hacia adelante. Sólo un rizo de su cabello se movía, escapando de la bufanda blanca. Sus ojos, a ras del suelo, siguieron la alta figura negra que desaparecía a lo lejos entre las colinas. Luego se fijó en la mancha roja que se iba extendiendo por la nieve, debajo de su cuerpo.
Pensaba con toda claridad, en palabras que le parecía oír: -Me ha herido. He aquí lo que se siente cuando uno está herido. No es tan espantoso, ¿verdad?
Poco a poco logró ponerse de rodillas. Se quitó un guante y metió la mano debajo de la chaqueta para asegurarse de que seguía llevando el fajo de billetes. Confiaba que la bala no lo habría atravesado. En efecto, no lo había ni tocado. El agujero que atravesaba la chaqueta estaba inmediatamente debajo. Los dedos de Kira sintieron el contacto de algo caliente y pegajoso. No le hacía mucho daño; sentía un agudo ardor en el pecho, pero no le dolía tanto como las piernas. Intentó ponerse en pie; vacilaba un poco, pero lo logró. En la chaqueta había una mancha oscura, y el sedoso pelo blanco se apelotonaba en grumos calientes y rojizos. No sangraba mucho; sólo de vez en cuando sentía gotear la herida.
Podía andar. Pensó que conteniéndose la herida con la mano, evitaría la pérdida de sangre. Ahora estaba ya cerca de la frontera; más allá encontraría quien la vendase. No era nada grave y podía soportarlo bien, tenía que soportarlo.
Anduvo unos pasos tambaleándose, y se extrañó al sentirse las piernas tan débiles. Se murmuró a sí misma, moviendo apenas los labios, cada vez más pálidos:
– Claro está; la herida te ha debilitado un poco. Ya era de esperar. No tiene importancia.
Vacilante, con la mano en el pecho, inclinándose hacia delante, siguió andando con paso incierto, haciendo eses como si estuviera ebria. Se fijó en las gotas de sangre que de vez en cuando caían sobre la nieve. Luego dejaron de caer, y Kira sonrió. No sentía ningún dolor. Su último resto de conciencia se había centrado en una voluntad, en dos piernas, cada vez más débiles. Tenía que seguir andando; tenía que pasar la frontera. Una vez habló consigo misma.
– Eres un buen soldado, Kira Argounova; eres un buen soldado, y ahora es el momento de probarlo… Sólo un esfuerzo… el último esfuerzo… no es tan difícil, ¿verdad? Puedes hacerlo, no se trata más que de andar otro poco… Sí, por favor, debes andar todavía un poco… marcharte… marcharte de una vez de este país… Oprimía con sus dedos el fajo de billetes; no podía perderlo. Había que tener mucho cuidado, ahora; apenas veía claro, y no debía olvidar que llevaba su dinero cosido en el forro de la chaqueta. La cabeza se le caía hacia adelante. Cerró los ojos, dejando únicamente dos rendijas entre los párpados para observar si sus piernas seguían andando.
De pronto, abrió los ojos y se encontró tendida en la nieve. Levantó la cabeza, asombrada, porque no se acordaba de haber caído. Debía haberse desvanecido, pensó, y se preguntó con estupor qué debía sentirse cuando uno se desvanece, porque no se acordaba de nada.
Le fue necesario largo tiempo para volver a levantarse. En el punto en que había caído, observó una gran mancha roja. Debía de haber permanecido bastante rato allí. Siguió vacilando hacia delante, mientras en su mente iba abriéndose lentamente camino una idea: la de volverse atrás para borrar la huella de su herida. Luego siguió su camino extrañada de que hiciera tanto calor y de que la nieve no se derritiese. Cada vez le era más difícil respirar. ¿Y si la nieve se hubiera derretido? Hubiera tenido que nadar, pero ella era buena nadadora, y le costaría menos nadar que andar, por lo menos descansaría un poco las piernas. Siguió adelante, vacilando. No sabía si había perdido la dirección. Se había olvidado de ello. No se dio cuenta de que la colina terminaba en un barranco, y cayó por la blanca pendiente, en una confusión de brazos, piernas y nieve.
Pudo mover una mano para limpiarse el rostro. Estaba en un blanco montón de nieve en el fondo de un precipicio. El tiempo que pasó para «levantarse le pareció durar horas, años. Primero logró acercar las palmas de las manos al cuerpo, luego los codos, luego estiró las piernas, logró liberar sus pies de la nieve que los cubría, luego se puso de rodillas, apoyándose en los brazos tensos y temblorosos, y respiró profundamente; pero cada respiro le hacía daño como una cuchillada. Por fin, jadeando, logró ponerse en pie.
Recorrió algunos pasos, tambaleándose, pero no pudo subir la otra vertiente del barranco. Se cayó, y se arrastró por la pendiente sobre las rodillas y las manos, hundiendo de vez en cuando el rostro en la nieve para refrescarse las mejillas ardientes. Al llegar arriba se puso nuevamente en pie. Había perdido los guantes. Sintió calor, se quitó la blanca bufanda que.le cubría los cabellos y la arrojó al barranco. El aire fresco la aliviaba. Anduvo de cara al viento. ¡Pero tenía tanto calor, y le costaba tanto respirar! Se quitó la chaqueta de piel de oso y la dejó caer en la nieve, sin volverse a mirar hacia atrás.
En el cielo las nubes corrían en torbellinos azules, grises y verdes. Ante ella, sobre la nieve, brillaba una línea pálida, de un blanco transparente que, sobre la nieve, por contraste, parecía verde pálido.
Siguió andando al azar; se paró un momento para echarse atrás los cabellos que le cubrían los ojos: vaciló, y emprendió de nuevo la marcha, temblando, tambaleándose como ebria en su traje de novia de encaje blanco como la nieve que la rodeaba. La cola del traje se había soltado y arrastraba tras ella, dificultándole los pasos. Kira vacilaba, sin ver nada, sin darse cuenta de nada, mientras el viento agitaba sus cabellos, y sus brazos se movían desacompasadamente, como si el viento los agitara también. Se doblegó un poco hacia atrás, y al hacerlo, de debajo de su pecho izquierdo brotó un hilo de sangre que fue tiñendo poco a poco la nieve y el blanco encaje de seda del traje de novia. De pronto, sus labios se abrieron para pronunciar dulcemente un nombre, como una invocación, como un ruego de auxilio:
– ¡Leo!
La repitió más fuerte, sin desesperarse, como si aquella palabra fuera la única cosa en el mundo que pudiera devolverle la vida: -¡Leo…! ¡Leo…! ¡Leo…!
Llamaba a aquel Leo que hubiera podido estar allí adonde ella iba, que hubiera debido estar al otro lado de la frontera. Leo la esperaba allí, y ella tenía que seguir adelante. Tenía que andar. Allí, en aquel mundo del otro lado de la frontera, la aguardaba una nueva vida, una vida a la que ella no había dejado de ser fiel en ningún momento de su existencia; la única bandera que nunca había arriado; una vida que no podía traicionar ahora, deteniéndose a respirar; una vida que exigía de ella que siguiera andando, andando todavía otro poco…
Entonces oyó una canción, una canción demasiado débil para ser un sonido humano, una canción que se oía como un lejano himno de batalla. No era ninguna marcha fúnebre, no era ninguna piegaria; era una melodía de una antigua opereta: la Canciónde la copa rota.
Las notas ligeras temblaban vacilantes, luego estallaban y rodaban en rápidas cascadas con el claro tintineo del cristal, con una alegría humana, completa, sin límites.
Kira no sabía si cantaba o no. Tal vez aquella música flotaba en el espacio.
Pero aquella música había sido una promesa, una promesa que le habían hecho desde el amanecer de la vida. Y aquello que le había sido prometido no le iba a ser negado ahora. Tenía que seguir andando.
Y anduvo, frágil muchacha en su majestuoso y ondeante traje de sacerdotisa, mientras las manchas rojas iban siendo cada vez mayores sobre el delicado encaje blanco.
Al amanecer, se cayó, junto al borde de un barranco, y se quedó allí, inmóvil, sin poder levantarse.