A través de una tempestad de aplausos sus pesados zapatos bajaron de la tribuna, mientras ella, jadeante, con la cara abierta en una ancha sonrisa, se pasaba el dorso de la mano por debajo de la nariz.
El camarada Syerov resultó elegido; lo mismo que la camarada Sonia y que el camarada Víctor Dunaev. Pero también resultaron elegidos miembros del partido de las gorras verdes: dos tercios del nuevo Consejo de estudiantes.
– Ahora, para cerrar la sesión -gritó el presidente-, vamos a entonar nuestra vieja canción: Días de nuestra vida. Un coro discordante prorrumpió solemnemente a cantar:
Rápidos como las olas - son los días de nuestra vida…
Era una canción báquica ascendida a la dignidad de himno estudiantil, un motivo lento, triste, con la alegría artificial de unas notas sin brío, nacido bastante antes de la Revolución en las habitaciones mal aireadas en que unos hombres sin afeitar y unas mujeres masculinizadas discutían de filosofía, y, en una forzada bravata, bebían vodka barato a la " fertilidad de la vida ". Kira frunció el entrecejo. No cantó: desconocía aquella canción y no quería aprenderla. Observó que los estudiantes de pañuelo rojo y de la chaqueta de cuero también permanecían silenciosos. Cuando cesó el canto, Pavel Syerov gritó: -Ahora, cantaradas, nuestra respuesta.
Por primera vez desde que estaba en Petrogrado, Kira oyó La Internacional. Intentó no escuchar la letra. Hablaba de condenados, de hambrientos, de esclavos, de los que no eran nada y pasaban a serlo todo; en la copa de la música las palabras no eran excitantes como el vino, ni terribles como la sangre, sino grises como el agua en que se riegan los platos.
Pero la música cantaba una promesa, sus notas subían trémulas, y Kira sonreía a la apasionada melodía aun conociendo la tremenda mentira que se encerraba en ella.
– Esta es la primera cosa hermosa que he encontrado en la revolución -dijo a su vecina.
– Anda con cuidado -murmuró la joven pecosa mirando nerviosamente a su alrededor-; pueden oírte.
– Cuando todo esto haya pasado -dijo Kira-, cuando las huellas de su República hayan sido desinfectadas por la Historia, ¡qué maravillosa marcha fúnebre será este himno! -¿Qué estás diciendo, tontuela?
Una mano de hombre asió la muñeca de Kira, haciéndole dar la vuelta. Kira vio dos ojos grises que parecían los de un tigre domesticado; pero no estaba muy segura de si realmente estaba domesticado o no. En la cara del hombre se veían cuatro líneas rectas: dos cejas, la boca y una cicatriz en la sien derecha. Por un momento, Kira y el hombre se miraron en silencio, con hostilidad, turbados.
– ¿Cuánto le pagan -dijo Kira- para andar espiando por ahí? Intentó desasir su muñeca, pero él siguió agarrándola. -¿Sabe usted cuál es el sitio para muchachas de su género? -Sí; allí donde a los hombres como usted no les dejan entrar ni por la puerta de servicio.
– Debe usted ser nueva aquí. Le aconsejo la prudencia. -La escalera de casa es resbaladiza y hay que subir cuatro pisos, de manera que también le aconsejo prudencia a usted cuando vaya a detenerme. El soltó su muñeca.
Ella miró a su boca silenciosa: hablaba de muchas batallas pasadas, con mucha mayor elocuencia que la herida en la sien; hablaba también de muchas batallas futuras.
La Internacional resonaba como los pies de unos soldados que marcasen el paso.
– ¿Es usted excepcionalmente valerosa -preguntó fríamente el hombre- o solamente estúpida?
– Descúbralo usted.
El se encogió de hombros, se volvió y se fue. Era alto y joven, y llevaba una chaqueta y una gorra de cuero; andaba como un soldado enérgico y seguro.
Los estudiantes cantaban La Internacional; sus notas surgían extáticas, vibraban, volvían a surgir._
Camarada -murmuró la joven pecosa-, ¿qué has hecho?
La primera cosa que Kira oyó cuando pulsó la campanilla en casa de los Dunaev fue la tos de María Petrovna. Luego giró la llave y una oleada de humo dio en el rostro de Kira. A través del humo vio los ojos de María Petrovna llenos de lágrimas y su mano hinchada que se tapaba la boca, sacudida por una tos violenta. -Entra, entra, querida Kira -balbució María Petrovna-, no tengas miedo; no es ningún incendio.
Kira se adentró por aquel humo gris que le irritaba los ojos como una cebolla; María Petrovna la siguió jadeando, al par que iba dándole explicaciones entrecortadas por accesos de tos. -En la estufa… esta leña de los Soviets… hemos tenido… No quiere arder… tan húmeda que… ¡son unos sapos! No te quites el abrigo, Kira… hace demasiado frío, las ventanas están abiertas… -¿Está Irina?
– Sin duda -la clara voz de Irina se abrió paso a través del humo-. Si logras encontrarme…
En el comedor, los dos grandes ventanales de dos puertas habían quedado cerrados para todo el invierno; pero una ventanilla corrediza estaba abierta. Alrededor se veía un torbellino de humo, en lucha con el aire frío que entraba de la calle. Irina estaba sentada delante de la mesa, con el abrigo de invierno sobre los hombros, y soplaba sobre sus dedos azulados de frío. María Petrovna descubrió una pequeña sombra detrás del trinchante y la arrastró fuera. -Asha, saluda a tu prima Kira.
Asha levantó la cabeza; sus ojos enrojecidos y su naricilla asomaban del cuello de la pelliza de su padre.
– ¿Me oyes, Asha? ¿Dónde tienes el pañuelo? Saluda a tu prima Kira.
– ¿Cómo estás? -murmuró Asha mirando al suelo. -¿Cómo no has ido a la escuela hoy, Asha?
– Cerrada -suspiró María Petrovna-. La escuela está cerrada. Por dos semanas. No tienen leña. En medio del humo, batió una puerta. Entró Víctor. -Hola, Kira, ¿cómo estás? -dijo fríamente-. Mamá, ¿cuándo va a terminar esta humareda? ¿Cómo se puede estudiar en esta atmósfera de infierno? ¡Oh!, no es que me importe; pero si no apruebo estos exámenes conozco una familia que se va a quedar sin pan.
La puerta batió todavía más fuerte, al salir el joven. Kira se sentó, contemplando a Irina, que dibujaba. Irina estudiaba arte. Dedicaba su tiempo a graves estudios de las obras maestras de la antigüedad que se conservaban en los museos; pero su mano rápida y sus ojos maliciosos aprendían el arte desvergonzado de los periódicos. Esbozaba croquis 'cada vez que tenía que hacerlo y en cualquier otro momento. Con un tablero sobre las rodillas, echando de vez en cuando hacia atrás su cabeza y sus cabellos, estaba retratando a su hermana menor. En el papel, Asha quedaba convertida en un diablillo con grandes orejas y una barriga enorme, montando en una babosa.
Vasili Ivanovitch volvió del mercado, sonriendo de contento. Había pasado allí todo el día, pero había vendido la lámpara del salón por un buen precio.
Cuando vio a Kira, su sonrisa se acentuó, y le dedicó un afectuoso saludo.
María Petrovna le llevó un plato de sopa caliente y preguntó con timidez:
– ¿Quieres un poco de sopa, Kira? -No, gracias, tía Marussia; acabo de comer. Kira sabía que María Petrovna sólo guardaba un plato de sopa para su marido, y que al no aceptar su oferta, la haría suspirar de alivio.
Vasili Ivanovitch se puso a comer de buen humor, hablando con Kira como si ésta fuese su invitada personal; pero era tan raro que Vasili Ivanovitch hablase con las visitas, que ni su mujer ni Irina lo llevaron a mal, sino que observaron con curiosidad el raro espectáculo de su sonrisa. El, riendo, decía:
_ Fíjate en los dibujos de Irina. Se pasa el día garabateando. No están mal, ¿verdad? ¿Cómo va Víctor en el Instituto? Estoy seguro que no es de los últimos… todavía nos queda algo; sí, todavía nos queda algo.
De súbito se inclinó hacia adelante, con los ojos brillantes, y dijo bajando la voz:
_ ¿Has leído los periódicos de esta noche, Kira?
– Sí, tío Vasili, ¿qué hay?
_ Las noticias del extranjero. Naturalmente en los periódicos no dicen gran cosa. No se lo dejarían publicar. Pero hay que aprender a leer entre líneas. Fíjate bien, y acuérdate de mis palabras. Europa está haciendo algo… y no pasará mucho tiempo, no pasará mucho tiempo sin que…