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– Tengo que marcharme, Kira.

– ¿Ya?

– Tengo que tomar un tren.

– Sí; pero esta vez me llevo algo nuevo.

– ¿Una nueva espada?

– No; un escudo.

Kira se levantó; se paró ante él, y preguntó, sumisa:

– ¿Otro mes, Leo?

– Sí; en esta escalinata. El 10 de diciembre a las tres.

– Si todavía vives y si no…

– No; esta vez estaré vivo porque no quiero olvidar.

Tomó su mano antes de que ella la tendiera. Le quitó el guante y llevándosela lentamente a sus labios la besó con gran dulzura en la palma.

Luego se volvió rápidamente y se alejó. Bajo sus pies crujía la nieve. El sonido y la figura se perdieron en la oscuridad mientras ella permanecía inmóvil, con la mano tendida, hasta que sobre su palma, sobre el invisible tesoro que ella temía tanto perder, se posó un pequeño copo blanco.

Cuando hacía buenos negocios en su tienda, Alexander Dimitrievitch daba a Kira dinero para los tranvías; pero si los negocios no marchaban bien, Kira tenía que ir a pie al Instituto. Sin embargo, Kira prefería ir todos los días a pie, y ahorraba el dinero para comprarse una cartera para los libros. Con este objeto fue al mercado Alexandrovsky: tal vez encontraría una usada, como todo lo que se vendía allí. Andaba lentamente, pasando con cuidado por entre los objetos expuestos en el suelo. Una anciana señora de marfileñas manos que se destacaban sobre un chal de puntilla negra la miró intensamente, con esperanza, mientras ella pasaba junto a un mantel en el que había tenedores de plata, un álbum de terciopelo azul con viejas fotografías y tres iconos de bronce. Un viejo, que llevaba un vendaje negro sobre un ojo, le tendió en silencio un cuadro, el retrato de un joven oficial, rodeado de un marco de oro cincelado. Una joven que tosía le ofreció una arrugada falda de seda.

Kira se detuvo súbitamente. Acababa de ver dos anchos hombros, que se erguían por encima de la larga fila desolada que se alineaba junto al bordillo. Vasili Ivanovitch estaba allí, en silencio; el delicado reloj de porcelana de Sajonia que sostenían sus manos sin guantes, heladas y enrojecidas, explicaba de sobra las razones de su presencia: Sus ojos oscuros, bajo las gruesas y espesas cejas se fijaban sin expresión en las cabezas de los transeúntes. Vio a Kira antes de que ésta tuviera tiempo de evitarle la mortificación de ser visto, pero no pareció que ello le preocupara: la llamó, y su sombrío rostro se abría en una sonrisa, aquella extraña sonrisa desolada que sólo tenía para Kira, Víctor e Irina. -¿Cómo estás, Kira? Estoy contento de verte. Muy contento… ¿Esto? Oh, es un reloj viejo, no tiene importancia… Lo compré para Marussia el día de su cumpleaños, el primer cumpleaños después que nos casamos. Lo había visto en un museo y le hacía ilusión. Precisamente éste y no otro; de modo que tuve que valerme de la diplomacia; era menester nada menos que una orden del Palacio Imperial para que el Museo lo pudiera vender. Pero ya no anda y podemos prescindir de él.

Dejó de hablar y por sus ojos pasó un relámpago de esperanza: una gruesa campesina contemplaba el reloj, rascándose el cuello; pero cuando encontró los ojos de Vasili Ivanovitch se volvió y se alejó, recogiéndose la pesada falda sobre sus botas de fieltro. Vasili Ivanovitch murmuró a Kira:

– No es un lugar alegre, éste, ¿sabes? Lo siento por estos pobres desgraciados que vienen aquí a vender todo cuanto les ha quedado, sin esperar ya nada de la vida. Para mí es distinto. Todo esto no me interesa. ¿Qué importancia tiene un objeto más o menos? ¡Me quedará tanto tiempo para comprar los otros! En cambio hay algo que no puedo vender, que no puedo perder, que no pueden nacionalizar. Tengo un porvenir… un porvenir… viviente… mis hijos. ¿Sabes? ¡Irina es tan inteligente, y siempre fue la primera en la escuela! Si hubiese terminado sus estudios en otro tiempo, le habrían dado la medalla de oro. Y Víctor… Los hombros del anciano se cuadraron vigorosamente, como los de un soldado en posición de firmes.

– Víctor es un joven excepcional. Es el muchacho más brillante que he visto en mi vida. No te negaré que alguna vez no somos de la misma opinión, pero esto se debe a que él es joven y no comprende ciertas cosas. Acuérdate de mis palabras: Víctor llegará a ser un gran hombre.

– E Irina será una artista famosa, tío Vasili. -¿Has leído los periódicos de esta mañana, Kira? Fíjate en lo que hace Inglaterra, dentro de uno o dos meses. Un grueso individuo con una gorra de nutria se había detenido y contemplaba atentamente el reloj, con ojos de persona competente.

– Te doy cincuenta millones por él, ciudadano -dijo brevemente, señalando el reloj con un corto dedo embutido en un guante de piel.

La cifra no habría bastado para comprar diez libras de pan. Vasili Ivanovitch dudó: miró pensativamente al cielo que iba enrojeciendo por encima de las casas, la larga línea de sombras en las aceras, sombras de personas que miraban insistentemente, con desesperación a los transeúntes. -Está bien -murmuró.

– Pero, ciudadano -Kira se volvió hacia el comprador con voz irritada y áspera de ama de casa-, ¿cincuenta millones? ¡Pero si acabo de ofrecerle sesenta y no me lo ha querido vender! Iba a ofrecerle…

– Setenta y cinco y me lo llevo en el acto -dijo el extranjero. Vasili Ivanovitch, cuidadosamente, contó los billetes, pero no siguió con la mirada al reloj que desaparecía en medio del gentío, oscilando contra una robusta cadera. Miró a Kira. -Pero, hija mía, ¿dónde has aprendido estas cosas? Kira rió:

– Se aprende todo lo que hay que aprender. Luego se separaron. Vasili Ivanovitch corrió a su casa. Kira prosiguió su camino en busca de la cartera que deseaba comprar. Vasili Ivanovitch iba a pie para ahorrar el dinero del tranvía. Oscurecía. La nieve caía lentamente, sin cesar, como si se guardase las fuerzas para una larga carrera; a lo largo de las aceras se levantaba una espesa niebla blanca.

En un esquina, unos ojos se fijaron en Vasili Ivanovitch, a la altura de su pecho; los ojos brillaban en una cara joven, bien afeitada; pero las piernas del cuerpo a que pertenecían aquellos ojos parecían haber caído fuera de la acera, desde más arriba de la rodilla. Vasili Ivanovitch tuvo que hacer un esfuerzo para comprender que aquel cuerpo no tenía piernas, sino que terminaba en dos muñones envueltos en sucios trapos que reposaban sobre la nieve. El resto del cuerpo llevaba la limpia y remendada guerrera de oficial del Ejército Imperial; una de las mangas estaba vacía, y de la otra salía una mano que tendía en silencio un periódico a la altura de los ojos de la gente. En un ojal de la guerrera Vasili Ivanovitch observó una estrecha cinta negra y anaranjada, el distintivo de la cruz de San Jorge.

Vasili Ivanovitch se detuvo y compró el periódico; costaba cincuenta mil rublos y él pagó con un billete de un millón. -Lo siento, ciudadano -dijo el oficial con voz suave y cortés-, no tengo cambio.

Vasili Ivanovitch balbució hurañamente: -Guárdelo, y todavía seré yo su deudor. Y apretó el paso sin volver la cabeza.

Kira asistía a una lección en el Instituto. El aula no tenía calefacción; los estudiantes conservaban sus gabanes y sus guantes de lana; los jóvenes estaban sentados por el suelo en los pasillos; el aula estaba llena hasta rebosar.

Una mano abrió con cuidado la puerta, y apareció una cabeza de hombre que echó una ojeada a la cátedra. Kira reconoció la cicatriz en la sien derecha. Se trataba de una clase de primer curso, y aquel hombre estudiaba otra cosa. Debería haber entrado en el aula por equivocación. Estaba a punto de marcharse cuando vio a Kira. Entró, cerró la puerta sin hacer ruido y se quitó la gorra. Kira lo observaba con el rabillo del ojo. En el corredor, junto a la puerta, había sitio, pero él se acercó silenciosamente hacia donde estaba Kira y se sentó en la grada a sus pies. No pudo resistir la tentación de mirarle. El la saludó con una muda inclinación, insinuando levemente una sonrisa, y volvió a dedicar su atención a lo que se estaba explicando en cátedra. Estaba sentado, inmóvil, con las piernas cruzadas y una mano sobre la rodilla. La mano parecía hecha de huesos, piel y nervios. Kira se fijó en lo descarnado de sus mejillas, en lo cortante de sus pómulos. Su chaqueta era más militar que un cañón, más comunista que una bandera roja. El no volvió a mirarla ni una sola vez.