– Si su causa vence, camarada Taganov, espero que vea usted su éxito.
– Y cuando lo vea espero que no habrá exigido de usted un precio demasiado caro, camarada Argounova. Se miraron y rieron.
A Kira le gustaba el ruido de sus pasos junto a ella, pasos seguros, sin precipitación; le gustaba asimismo oír la voz que armonizaba con los pasos. El había estado en el Ejército Rojo. Ella pensaba con rabia en las batallas en que había combatido, pero sonreía con admiración ante su cicatriz en la sien. El sonreía irónicamente oyendo la historia de las fábricas perdidas de los Argounov, pero se preocupaba al ver lo viejos que estaban los zapatos de Kira. Sus palabras luchaban contra las de ella, pero él la miraba a los ojos en busca de su consentimiento.
Ella decía "no" a las palabras, y "sí" a la voz que las pronunciaba.
Junto a un anuncio de los Teatros Académicos del Estado, los tres teatros que antes de la revolución se llamaban Imperiales, Kira se detuvo.
– Rigoletto -dijo pensativamente-. ¿Le gusta la ópera, camarada Taganov? -Nunca he oído ninguna. Ella siguió andando. El dijo:
– Pero en la Célula Comunista tengo gran número de entradas. Lo que ocurre es que no me queda tiempo para servirme de ellas. ¿Va usted a menudo?
– No mucho. La última vez fue hace seis años. Soy una burguesa. No podemos permitirnos el lujo de tomar entradas.
– ¿Iría conmigo si la invitase?
– Pruébelo.
– ¿Quiere usted venir conmigo a la Opera, camarada Argounova? Ella sonrió con malicia.
– ¿Su Célula Comunista no tiene en el Instituto una oficina secreta de información acerca de los estudiantes? El frunció un momento el ceño, perplejo. -¿Por qué?
– Por su medio podría usted descubrir que me llamo Kira. El sonrió, con una sonrisa cálida, extraña en sus labios duros y graves.
– Pero esta oficina no le dará medio de saber que mi nombre es Andrei.
– Aceptaré con gusto la invitación, Andrei.
– Gracias, Kira.
A la puerta de la casa de ladrillos rojos de la calle Moika, ella le tendió la mano.
– ¿Puede quebrantar la disciplina del Partido hasta el punto de estrechar la mano de una antirrevolucionaria? -le preguntó.
Andrei estrechó su mano con firmeza.
– La disciplina del Patrtido no debe quebrantarse, pero puede extenderse mucho.
Sus ojos se mantuvieron unidos más tiempos que sus manos en una comprensión silenciosa y atónita. Luego él se alejó con su paso ágil y preciso de soldado. Kira subió corriendo cuatro rellanos, con su vieja boina en la mano, sacudiéndose la melena y riendo.
Capítulo séptimo
Alexander Dimitrievitch guardaba sus ahorros cosidos en la camiseta. Había adquirido la costumbre de llevarse de vez en cuando la mano al corazón, como si le doliese. Tocaba el fajo de billetes y le parecía sentir su certeza bajo los dedos. Cuando necesitaba dinero, descosía los gruesos puntos de algodón blanco, y suspiraba cada vez al ver que el fajo iba disminuyendo. El 16 de noviembre lo descosió por última vez. El impuesto especial a los comerciantes particulares con objeto de aliviar la carestía reinante en el Volga tenía que pagarse, aunque ello le costó el cerrar su tiendecita de tejidos. Alexander Dimitrievitch lo había temido. En todas las esquinas se abrían comercios, llenos de esperanzas y frescos como los hongos después de la lluvia; pero luego, como los hongos, se marchitaban antes de que terminase la mañana. Algunos tenían éxito. Había visto hombres con magníficas pellizas nuevas, pero también con unas caras pálidas y enfermizas y unos ojos que le impulsaban a llevar nerviosamente su mano al fajo de billetes que tenía junto al corazón. Estos hombres eran los que se veían en las primeras filas de los teatros, los que salían de las nuevas tiendas de pastelería con cajas llenas de dulces, cuyo precio habría bastado para sostener una familia durante varios meses; se les veía tomar taxis y pagarlos. Los golfillos de las calles les llamaban los hombres de la NEP, pero sus salientes gorros de piel asomaban por las portezuelas de los automóviles que conducían por las calles de Petrogrado a los más altos funcionarios rojos. Alexander Dimitrievitch reflexionaba melancólicamente sobre los secretos de semejantes hombres, pero la temible palabra "especulador" bastaba para darle escalofríos, y por lo demás, no había nacido para hombre de negocios. Abandonó, pues, las cajas vacías de su predecesor el panadero, pero se llevó consigo el rótulo de tela, ahora ya descolorido, lo dobló cuidadosamente y lo guardó en la misma caja en que guardaba el papel de cartas con el timbre de la Fábrica de Tejidos Argounov.
– No seré empleado de los soviets aunque todos tengamos que morirnos de hambre -dijo Alexander Dimitrievitch. Pero Galina observó, en tono quejumbroso, que algo había que hacer.
Un inesperado auxilio se presentó en forma de un excontable de la fábrica; un hombre que llevaba lentes, un uniforme militar, y no se preocupaba demasiado de afeitarse. En cambio se frotaba las manos con desconfianza, y sabía respetar la autoridad en todas ocasiones.
– ¡Alexander Dimitrievitch, señor -lloriqueaba-, ésta no es una vida para usted! Pero si nos uniéramos…, me encargaría de todo el trabajo…
Formaron una sociedad. Alexander Dimitrievitch tenía que fabricar jabón; el contable de las luengas barbas tenía que venderlo; ocupaba en el mercado Alexandrovsky una esquina excelente.
– ¿Qué? ¿Que cómo se hace?
No hay nada más sencillo -exclamó con entusiasmo-. Yo le daré la mejor receta para preparar jabón. El jabón es la mercancía que hace falta ahora. ¡La gente lo ha echado de menos durante tanto tiempo! Con este negocio iremos viento en popa: verá usted cómo nos quitarán el jabón de las manos. Sé un lugar estupendo donde nos facilitarán grasa rancia de cerdo. No es buena para comer, pero sirve a las mil maravillas para hacer jabón.
Alexander Dimitrievitch gastó el poco dinero que le quedaba en la adquisición de grasa rancia de cerdo; luego la derritió en un gran caldero de cobre, sobre la estufa de la cocina. Cerrando los ojos, se inclinó sobre el humeante caldero, con los brazos arremangados hasta el codo, y fue removimiento la mezcla con una paleta de madera. Como no había otra estufa para calentar el piso tenía que mantener abierta la puerta de la cocina. El nauseabundo vaho subía hasta el agrietado techo como si fuera el vapor de una lavandería. Galina Petrovna cortaba la grasa de cerdo sobre la mesa, levantando delicadamente su dedo meñique y aclarándose ruidosamente la garganta.
Lidia tocaba el piano. Lidia se había alabado siempre de dos cosas: de su magnífica cabellera, que peinaba durante media hora todas las mañanas, y de sus aptitudes musicales, que ejercitaba durante tres horas al día.
Galina Petrovna le pedía que tocase Chopin, y Lidia tocaba Chopin. Aquella música deliciosa, delicada como los pétalos de una rosa que caen levemente en la oscuridad de un antiguo parque, resonaba a través de los vapores del jabón. Galina Petrovna no sabía de qué eran las lágrimas que caían sobre su cuchillo: creía que era la grasa de cerdo que le irritaba los ojos. Kira estaba sentada a la mesa con un libro. El olor de la grasa le punzaba la garganta como si se le clavaran alfileres, pero no hacía caso. Tenía que aprender y recordar lo que decía el libro para poder hacer aquel puente que tenía que construir algún día. Pero a menudo se detenía para contemplarse la palma de la mano derecha. Furtivamente se pasaba la palma de la mano por la mejilla, muy poco a poco, desde la sien hasta la barbilla. Parecía que este gesto desmentía todas sus antiguas protestas contra el sentimentalismo. Se ruborizaba, pero nadie se daba cuenta, a través de aquel humo que invadía la estancia.
El jabón quedó en forma de blandos cuadrados empapados de agua, de un color pardo sucio. Alexander Dimitrievitch, con un botón viejo de metal de su chaqueta de yachting, imprimió un ancla sobre cada pedazo de jabón.