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Andrei tenía que escribir las cartas de su madre. A ninguno de los dos le habían enseñado a escribir, pero Andrei había aprendido solo. Las cartas iban dirigidas a su padre, y en el sobre, en la grande e insegura letra de Andrei, iba el nombre de una población de la Siberia. Al cabo de algún tiempo, la madre de Andrei cesó de dictarle cartas. Su padre no volvió jamás. Andrei repartía en una cesta la ropa que su madre lavaba. El muchacho hubiera cabido perfectamente en la cesta; pero, sin embargo, era fuerte. En su nuevo cuarto de planta baja había siempre una espuma blanca, parecida a una nube, que llenaba la cuba de madera en que se afanaban las enrojecidas manos de su madre, y un acre vapor, parecido también a una nieve, flotaba bajo el techo. No podía ver que fuera estaba la primavera; pero, aunque no hubiera habido el vapor, tampoco la habría visto, porque la ventana se abría a la altura de la acera, y a ellos sólo les estaba permitido vislumbrar los relucientes chanclos nuevos de los transeúntes, que crujían sobre la nieve que empezaba a derretirse. Sólo una hojita verde que alguien dejaba caer de vez en cuando les daba la visión de la primavera.

Cuando murió su madre, Andrei tenía doce años. Hubo quien dijo que la había matado la cuba de madera siempre demasiado llena, y hubo quien dijo que lo que la había matado había sido la despensa siempre demasiado vacía.

Andrei encontró trabajo en la fábrica. Pasaba los días junto a la máquina y sus ojos eran fríos como el acero de ésta, sus manos firmes como sus palancas, y sus nervios tensos como las correas de transmisión. Por la noche se acurrucaba en el suelo detrás de una barricada de cajas vacías, en un rincón del que se había apoderado; necesitaba la barricada porque los usufructuarios de los otros tres rincones, cuando querían dormir, no toleraban la luz de su bujía. Y la dueña de la casa, Agrafena Vlassovna, tampoco aprobaba que se leyese; de modo que Andrei ponía la bujía sobre el pavimento, el libro junto a la bujía, y leía atentamente, envolviéndose los pies en papeles de periódico. La nieve que golpeaba la ventana parecía gemir, los tres inquilinos de los otros rincones roncaban, Agrafena Vlassovna escupía en sueños, la bujía goteaba, y todo el mundo dormía menos Andrei, que estaba leyendo.

Hablaba muy poco, difícilmente sonreía, y nunca daba limosna a los mendigos.

Alguna vez, los domingos, encontraba por la calle a Pavel Syerov. Se conocían como se conocían todos los muchachos de la vecindad, pero raras veces hablaban. Pavel se ponía cosmético en el pelo, y su madre le llevaba a la iglesia. Andrei no iba nunca. El padre de Pavel era dependiente en la mercería de la esquina; durante seis días de la semana se ponía pomada en los bigotes, y el domingo se emborrachaba y pegaba a su mujer. A Pavel le gustaba el jabón perfumado, cuando podía robárselo al farmacéutico, y se ponía el más blanco de sus cuellos planchados para ir a aprender doctrina cristiana con el párroco. En 1915, Andrei estaba junto a la máquina, y sus ojos eran más fríos que el acero, sus manos más firmes que las palancas, y sus nervios más fríos y más firmes que sus ojos y que sus manos. Su tez estaba bronceada por el fuego de los hornos, y sus músculos, y, detrás de sus músculos, su voluntad, eran templados como el metal que manejaba. Los folletos blancos que su padre había sembrado reaparecían ahora en sus manos, pero no los echaba a la multitud en alas de violentos discursos, sino que los distribuía en secreto a manos secretas, y las palabras que acompañaban la entrega no se decían en voz alta, sino que eran sólo murmullos. Su nombre figuraba en las listas de un Partido del que apenas unos pocos sabían hablar, y desde la fábrica Pulitovs-ky transmitía por conductos misteriosos e invisibles las consignas de un hombre que se llamaba Lenin.

Andrei Taganov tenía diecinueve años. Andaba de prisa, hablaba poco a poco, nunca iba al baile. Recibía y daba órdenes, y carecía de amigos. Contemplaba con iguales ojos, seguros y equilibrados, a los funcionarios en abrigo de pieles y a los mendigos en harapos y botas de fieltro, y desconocía la compasión. Pavel Syerov estaba de dependiente en una mercería. Los domingos se reunía en el café de la esquina con una ruidosa compañía de amigos: repantigado en un sillón, blasfemaba contra el camarero si éste no le servía todo lo aprisa que él deseaba. Prestaba fácilmente su dinero, y nadie le rehusaba un préstamo a él. Cuando acompañaba a una muchacha al baile, se ponía zapatos de charol y se perfumaba el pañuelo con agua de colonia. Le gustaba coger por la cintura a las mozas, y decía, en tono afectado: -Nosotros, querida, no somos gente del pueblo: somos caballeros.

En 1916, a consecuencia de una disputa por una mujer, Pavel Syerov perdió su colocación en la mercería. Era el tercer año de la guerra, los precios estaban altos, y el trabajo andaba escaso. Pavel Syerov atravesó el portal de la fábrica Pulitovsky por las mañanas de invierno, cuando era todavía temprano y estaba tan oscuro que las lámparas que iluminaban la entrada le hacían abrir a la fuerza los ojos hinchados de sueño, y él apenas podía contener los bostezos detrás del cuello levantado de su gabán. Al principio, Pavel evitó sus antiguos compañeros, porque le daba vergüenza que supiesen dónde trabajaba. Algo más tarde, los evitó porque le avergonzaba reconocer que aquéllos habían sido sus amigos. Hacía circular folletos blancos, pronunciaba discursos en reuniones clandestinas, y recibía órdenes de Andrei Taganov, únicamente "porque él lleva ya mucho tiempo allí; pero sólo hasta que yo le alcance". Los obreros querían a Pavlusha; cuando por casualidad se cruzaba con alguno de sus antiguos amigos, pasaba altivamente junto a él, como si hubiera heredado un título, y hablaba de la superioridad del proletariado sobre la acobardada pequeña burguesía según las teorías de Carlos Marx. En febrero de 1917, Andrei Taganov condujo a las masas por las calles de Petrogrado. Llevaba su primera bandera roja, recibía su primera herida, y daba muerte a un hombre, un policía, por primera vez en su vida. La única cosa que le impresionó fue la bandera.

Pavel Syerov no vio cómo la revolución de febrero surgía triunfante del suelo de la ciudad. Estaba encerrado en su casa, porque tenía un resfriado.

Pero en octubre de 1917, cuando el Partido cuyos carnets llevaban Andrei y Pavel asumió el poder, ambos se echaron a la calle. Andrei Taganov, con sus cabellos al viento, luchaba en el sitio del Palacio de Invierno. Pavel Syerov se acreditó por haber logrado que cesase el saqueo del palacio del Gran Duque, después que ya habían desaparecido muchos de los tesoros allí guardados.

En 1919, Andrei Taganov, en uniforme del Ejército Rojo, marchaba alineado con gentes en otros uniformes distintos, arrebatados por los almacenes acá y acullá, por las calles de Petrogrado hacia los depósitos, y luego hacia el frente de la guerra civil. Desfilaba solemne, en un silencioso triunfo, como si fuera a una boda.

La mano de Andrei empuñaba la bayoneta como había manejado el hierro de la fábrica, y apretaba el gatillo con la misma seguridad con que había manipulado las palancas de sus máquinas.

En el lecho voluptuoso del barro de las trincheras, su cuerpo era joven y elástico como una vida madurada al sol. Sonreía poco a poco y disparaba de prisa.

En 1920, la suerte de Melitopol pendía de un hilo entre el Ejército Rojo y el Blanco. El hilo se rompió una oscura noche de primavera. La rotura se estaba esperando. Uno y otro ejército tenían sus últimas posiciones en un valle estrecho y silencioso. En el Ejército Blanco, una división cinco veces superior a la adversaria, había un deseo desesperado de conservar Melitopol a todo trance, y reinaba un vago y murmurador resentimiento contra los oficiales, una especie de sorda simpatía secreta por la bandera roja que ondeaba en las trincheras del otro lado, a pocos centenares de metros de allí.

En el Ejército Rojo reinaba una disciplina de hierro y se trabajaba desesperadamente.