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Estaban inmóviles, a pocos centenares de metros de distancia, dos trincheras de bayonetas que centelleaban débilmente como el agua bajo un cielo oscuro, hombres prontos y silenciosos, rígidos, esperando.

Negras rocas se alzaban sobre el fondo del cielo por el Norte; negras rocas se alzaban sobre el fondo del cielo al Sur; pero entre unas y otras había un valle en que quedaba todavía algunas briznas de hierba entre las motas de tierra removida, y espacio suficiente para disparar, gritar, morir, y decidir el destino de los que estaban detrás de las rocas de uno y otro lado. Las bayonetas no se movían en las trincheras, y las briznas de hierba no se movían tampoco porque no había viento ni, de las trincheras, les llegaba ni un hálito que pudiera hacerlas ondear.

Andrei Taganov estaba en posición de firmes, muy erguido, pidiendo a su comandante permiso para desarrollar el plan que acababa de exponer. El comandante le dijo:

– Es la muerte. Diez contra uno, camarada Taganov. -No importa, camarada comandante -replicó Andrei. -¿Estás seguro de que vas a poder hacerlo? -Está hecho, camarada comandante. Están maduros. Sólo falta un empujón. -El proletariado te da las gracias, camarada Taganov.

Entonces los de la trinchera de enfrente le vieron salir de las líneas: levantó los brazos contra el cielo oscuro y su cuerpo se destacó, alto y delgado. Luego siguió andando con los brazos en alto hacia las trincheras blancas. Sus pasos eran seguros. No llevaba prisa. Bajo sus pies crujían los restos de la hierba y este crujido llenaba el valle. Los blancos le miraban con ojos desorbitados, aguardando en silencio.

A pocos pasos de su trinchera, se detuvo. No podía ver los numerosos fusiles que estaban apuntando a su pecho, pero sabía que estaban. Rápidamente se quitó del cinto la funda de la pistola y la arrojó al suelo.

– ¡Hermanos! -gritó-, ¿por qué nos combatís? ¿Nos dais la muerte porque queremos daros la vida? ¿Apuntaréis vuestras bayonetas contra nuestros vientres porque deseamos que los vuestros estén llenos? ¿Porque queremos que tengáis pan blanco todos los días y os queremos dar la tierra en que lo podáis hacer crecer? ¿Porque queremos abrir la puerta de vuestra pocilga y haceros hombres como lo erais cuando nacisteis? ¿Pero cómo habéis olvidado ya que lo sois? ¡Hermanos! Si combatimos contra vuestros fusiles, es por vuestra propia vida. Cuando nuestras banderas rojas -las nuestras o las vuestras- se alzarán… Se oyó un tiro: un golpe seco como si se rompiese algo en el valle; una llamita azul salió del fusil de un oficial, un fusil empuñado muy estrechamente, bajo unos labios violáceos. Andrei Taganov vaciló, sus brazos se agitaron en el cielo y cayó sobre las motas de tierra.

Luego silbaron otros tiros en las trincheras blancas, pero no obtuvieron respuesta. El cuerpo de un oficial fue arrojado fuera de una trinchera y un soldado agitó las manos hacia los rojos, gritando: -¡Camaradas!

Se oyeron fuertes hurras, se oyó la fuerte pisada de los pies sobre el valle y se vieron banderas rojas que ondeaban al viento y manos que levantaban el cuerpo de Andrei. Su cara era blanca, sobre la tierra negra, y su pecho caliente estaba cubierto de sangre. Entonces Pavel Syerov del Ejército Rojo salió a las trincheras blancas, donde rojos y blancos se estrechaban las manos y erguido sobre un montón de piedra gritó: -Camaradas, dejad que salude en vosotros el despertar de la conciencia de clase. Un paso más en la Historia, un nuevo adelanto hacia el comunismo. Se acabó con los malditos explotadores burgueses. Saquead a los saqueadores, camaradas. Quien no trabaja no come. ¡Proletarios del mundo entero, unios! Como dijo Carlos Marx, nosotros, los…

Andrei curó de su herida en pocos meses. Le quedó una cicatriz en el pecho; la de la frente se la dejó más tarde otra batalla. Pero de esa otra batalla no le gustaba hablar y nadie supo lo que le aconteció después de ella.

La batalla de Perekop en 1920 dio por tercera y última vez la Crimea a los soviets. Cuando Andrei abrió los ojos vio una blanca niebla extendida sobre su pecho, una niebla pesada que le oprimía. Detrás de la niebla, algo rojo y resplandeciente se abría ■camino hacia él. Abrió la boca y vio una ligera columna de vapor que salía de sus labios y se disolvía en la niebla. Entonces pensó que hacía frío y que era el frío lo que le tenía clavado en el suelo con agudos dolores como de alfileres que le estuvieran punzando los músculos. Se sentó, y entonces comprendió que no era el frío de sus músculos, sino un negro boquete que se abría en su muslo, cubierto de sangre, y otra herida ensangrentada en su sien derecha. También se dio cuenta de que la niebla blanca no estaba tan cerca de su pecho como había creído: debajo de ella había espacio suficiente para que él pudiera tenerse en pie. Estaba muy lejos, alta en el cielo, y la roja aurora la cortaba como una débil línea allá bajo, mucho más lejos todavía.

Se levantó. El ruido de sus pasos sobre el terreno parecía demasiado fuerte en medio de un silencio sin fin. Echó hacia atrás sus cabellos que le cubrían los ojos, y se le ocurrió que la niebla que se cernía sobre él no era quizá otra cosa que el aliento helado de los hombres que le rodeaban. Pero sabía que aquellos hombres ya no respiraban. La sangre era purpúrea y parda, y Andrei no hubiera sabido decir dónde terminaban los cuerpos y dónde empezaba la tierra, ni si las manchas blancas eran masas de niebla o rostros humanos.

Vio un cuerpo bajo sus pies, y a su lado una cantimplora. La cantimplora estaba intacta, pero el cuerpo no. Se inclinó y una gota roja cayó de su sien a la cantimplora. Bebió.

Una voz le pidió: -Dame de beber, hermano.

Los restos de un hombre se arrastraron hacia él por una grieta del terreno. No llevaba uniforme. Sólo una camisa que había sido blanca y unas botas que seguían a la camisa, aunque no parecía que hubiera nada que las hiciera seguir.

Andrei comprendió que era un blanco: sostuvo la cabeza del hombre y acercó la cantimplora a sus labios, que eran del mismo color que la sangre sobre la tierra. El pecho del hombre se estremeció convulsivamente, y se oyó el borbotear del líquido al beber. En torno a ellos dos, no se movía nadie. Andrei no sabía quién había ganado la batalla de la noche anterior: no sabía si habían tomado Crimea, o si, cosa que para muchos era todavía más importante, habían capturado al capitán Karsavin, uno de los últimos hombres del Ejército Blanco que infundían temor, un hombre sobre quien pesaban muchas vidas de militares rojos y cuya cabeza estaba puesta a buen precio. Andrei quería andar. En algún sitio, aquel silencio debía terminar. En algún sitio encontraría hombres rojos o blancos, no lo sabía, pero echó a andar hacia el alba.

Caminaba sobre un terreno denso, húmedo de rocío fresco, pero limpio y desierto, por un camino que llevaba quién sabe dónde, cuando oyó pasos detrás de sí y un rumor como de pesados esquíes arrastrados por el barro. El hombre le seguía. Se apoyaba en un pedazo de madera y sus pies andaban sin levantarse de tierra. Andrei se paró a esperarle. Los labios del otro se abrieron en una sonrisa. Dijo: -¿Puedo seguirte, hermano? No estoy seguro… de encontrar la dirección. Andrei contestó:

– Tú y yo vamos por el mismo camino. Cuando encontremos hombres, todo habrá concluido para ti o para mí. -Probemos -dijo el otro. -Probemos -repuso, como un eco, Andrei. Anduvieron juntos en dirección al sol. Altas márgenes defendían el camino y sombras de secos matorrales pendían inmóviles sobre sus cabezas, con ramas delgadas que parecían dedos de esqueletos, abiertos y confusos en medio de la niebla. Las raíces serpenteaban a lo largo del camino y sus cuatro pies las iban rebasando en un esfuerzo silencioso. Ante ellos, el cielo llameaba entre la neblina. Sobre la frente de Andrei se veía una sombra de color rosa. Sobre su sien izquierda, gotitas de sudor transparentes como cristal; sobre su sien derecha, gotas rojas. El otro hombre respiraba como si dentro de su pecho se agitasen unos dados. -Mientras se puede andar… -dijo Andrei. -Se anda… -concluyó el otro.

Sus ojos se encontraron, como si quisieran mantenerse cogidos uno a otro; gotitas rojas iban siguiendo sus pasos sobre la tierra, espesa y húmeda, a uno y otro lado del camino. Luego el hombre cayó. Andrei se detuvo. -Sigue adelante -dijo el otro.