Andrei se echó al hombro el brazo de su compañero y siguió, tambaleándose ligeramente bajo el peso. -Estás loco -dijo el hombre.
– No se abandona a un buen soldado, sea el que fuera el color de su uniforme -replicó Andrei.
– Si nos encontramos con los míos -dijo el hombre-, procuraré que sean generosos contigo.
– Procuraré que obtengas una buena cama y la enfermería de la cárcel, si encontramos a los míos -dijo Andrei. Y siguió andando con cuidado para no caerse con aquel peso. Iba escuchando el corazón que latía débilmente contra su espalda. La niebla se había dispersado y el cíelo llameaba como una inmensa hoguera, en la que el oro no era ni derretido ni líquido, sino un aire ardiente. Contra el oro se veían las masas pardas de un pueblo a lo lejos. Entre las gibas de las casas, un largo poste se erguía hacia el cielo claro y fresco que se hubiera creído barrido durante la noche. En lo alto del poste ondeaba una bandera; ondeaba sobre el viento de la mañana como un ala negra sobre la aurora. Y los ojos de Andrei y los áridos ojos del hombre que llevaba sobre su espalda miraban fijamente aquella bandera con la misma pregunta muda y ansiosa…, pero estaban todavía demasiado lejos. Cuando vieron su color, Andrei se paró y dejó cuidadosamente al hombre en el suelo; luego tendió los brazos en un ademán de reposo y de saludo. La bandera era roja. El hombre dijo, en un extraño tono:
– Déjame aquí.
– No temas -dijo Andrei-, no somos tan crueles con los compañeros soldados.
– No -dijo el hombre-, no con los compañeros soldados. Entonces Andrei se dio cuenta de una manga que colgaba sobre el cinto del hombre y sobre ella vio las insignias de capitán. -Si tienes compasión de mí -dijo el hombre-, déjame. Pero Andrei había apartado de la frente del otro sus cabellos, y por primera vez contemplaba con atención un rostro joven e indómito que había visto en fotografías.
– No -dijo Andrei, muy lentamente-, no puedo hacerlo, capitán Karsavin.
– Estoy seguro de morir aquí.
– No se puede dejar nada a la suerte -dijo Andrei-, con enemigos como usted.
– No; no se puede -asintió el capitán.
Se levantó apoyándose en la mano. Su frente, que echó hacia atrás, estaba pálida. Miraba la aurora, dijo:
– Cuando era joven deseaba constantemente ver salir el sol, pero mi madre no me permitió nunca levantarme tan de mañana. Temía que me resfriase.
– Le dejaré descansar un poco -dijo Andrei. -Si tiene usted compasión, máteme -dijo el capitán Karsavin.
– No -dijo Andrei-, no puedo. Callaron.
– ¿Es usted un hombre? -preguntó Karsavin. -¿Qué quiere usted? -preguntó Andrei. -Su pistola.
Andrei miró fijamente aquellos ojos oscuros y serenos, y tendió la mano. El capitán se la estrechó. Al retirar la suya, Andrei dejó en manos del capitán su pistola.
Luego se irguió y marchó hacia el pueblo. Cuando oyó el disparo, no se volvió. Andaba seguro, la cabeza alta, los ojos puestos en la bandera roja que ondeaba sobre el suelo húmedo y blanco… pero ahora sólo por un lado del camino.
Capítulo noveno
El Jabón Náutico Argounov fue un fracaso.
El contable, sin afeitar, se rascó el pescuezo, balbució algo acerca de la competencia burguesa sin principios y desapareció con el producto de las tres pastillas que había vendido. Alexander Dimitrievitch se quedó con un cajón lleno de jabón y una desesperación sombría.
La energía de Galina Petrovna descubrió una segunda aventura financiera.
El nuevo patrono llevaba un gorro de astracán y un cuello muy alto, también de astracán. Llegaba jadeando por haber subido los cuatro pisos de la vivienda de los Argounov, extraía de las misteriosas profundidades de su largo gabán forrado de pieles un grueso fajo de pliegos crujientes, los contaba mojándose el dedo con saliva y siempre tenía frío.
– Dos calidades -explicaba-; los cristales en los tubos de vidrio, y las pastillas en las cajitas de papel. Yo proporciono el material. Vosotros lo confeccionáis. Acordaos bien: sólo debéis poner 87 pastillas en la cajita que lleva la etiqueta de 100. La sacarina tiene un porvenir magnífico.
El caballero del gorro de astracán tenía una gran clientela. Una red de familias que empaquetaban su mercancía, una red de vendedores ambulantes que vendían los paquetes por las esquinas de las calles, y una red de contrabandistas que le traían milagrosamente la sacarina del lejano Berlín.
Cuatro cabezas se inclinaban alrededor de la lamparilla de aceite en el comedor de los Argounov y ocho manos contaban cuidadosamente, con motonía, de una manera desesperada, a medida que los iban sacando de un reluciente bote de estaño que venía del extranjero, seis cristalitos que ponían en tubos de vidrio, y ochenta y siete pastillas blancas que ponían en una cajita blanca. Las cajitas llegaban por hacer; únicamente indicadas en grandes hojas de cartulina que habían que cortar y doblar. Llevaban una inscripción en alemán en letras verdes: "Auténtica sacarina alemana", y en el otro lado de la hoja se veían los colores chillones de unos anuncios rusos del antiguo régimen. -Lo siento por tus estudios, Kira. Verdaderamente es lástima, pero tienes que ayudarnos -decía Galina Petrovna-. Tienes que comer, ¿sabes?
Aquella noche sólo había tres cabezas alrededor de la lamparilla: Alexander Dimitrievitch había sido movilizado. Se había desencadenado una violenta tempestad de nieve y había que barrer las aceras de Petrogrado; para ello se había ordenado la movilización de todos los comerciantes particulares y de todos los burgueses desocupados.
Al amanecer tenían que presentarse; luego murmuraban encorvados sobre el hielo; mientras sus narices azuladas por el frío humeaban, los viejos guantes de piel estrechaban las palas; las manos, dentro de los guantes, estaban rojas, y, al compás de sus murmullos, las palas atacaban con indiferencia el blanco muro de nieve. Les proporcionaban palas, pero no les daban ningún jornal.
María Petrovna llegó de visita. Se quitó del cuello algunos metros de bufanda, al par que sacudía la nieve de sus botas de fieltro en el recibidor, tosiendo.
– No, no, Marussia, gracias -protestó Galina-. Tú no puedes ayudarnos. El polvo te daría tos. Siéntate junto a la estufa y caliéntate. Setenta y uno, setenta y dos, setenta y tres… -¿Qué hay de nuevo, tía Marussia? -preguntó Lidia. -¡Graves son nuestros pecados! -suspiró María Petrovna-. ¿Es venenoso eso?
– No, no; sólo es dulce. Es el postre de la revolución. -Vasili ha vendido la mesa de mosaico del salón. Cincuenta millones de rublos y cuatro libras de manteca. He hecho una tortilla con unos huevos en polvo que nos dieron en la cooperativa; pero no lograrán hacerme creer que aquellos polvos están hechos de huevos frescos.
– Dieciséis, diecisiete, dieciocho… Dicen que esto de la NEP es un fracaso, Marussia… Diecinueve, veinte… Pronto restituirán las casas a sus propietarios.
María Petrovna se sacó del bolso una pequeña lima y empezó a hacerse las uñas mientras seguía hablando. Sus manos habían sido siempre su orgullo y nunca había dejado de cuidarlas, aunque alguna vez se le había ocurrido dudar de si las conservaba iguales que antes.
– ¿Os han contado lo de Boris Koulikov? Iba de prisa y saltó de un tranvía en marcha: las dos piernas le quedaron segadas. -¿Qué tienes en los ojos, Marussia?
– No sé. Durante estos últimos tiempos he llorado tanto… Y sin motivo…
– No nos queda ningún consuelo espiritual, tía Marussia -suspiró Lidia-. Cincuenta y ocho, cincuenta y nueve, sesenta… Estos paganos, estos apóstatas sacrilegos han arrancado los iconos de las iglesias para satisfacer de alguna manera su rabia, han profanado las santas reliquias… Sesenta y tres, y sesenta y cuatro, sesenta y cinco… Y el castigo caerá sobre todos nosotros, porque ellos han desafiado al Señor.
– Irina ha perdido su carnet -suspiró María Petrovna-, y ahora se va a quedar sin pan durante todo el resto del mes. -No me extraña -dijo fríamente Lidia-. No se puede tener confianza en Irina.