Lidia había cogido antipatía a su prima desde el día en que ésta, siguiendo su costumbre- de expresar por medio de caricaturas sus opiniones sobre los caracteres, la había dibujado en forma de sauce llorón.
– ¿Qué es esto que hay en tu pañuelo, Marussia? -preguntó Ga-lina Petrovna.
– Oh, nada… Lo siento… está sucio… Por las noches no puedo dormir… ¡Me parece que la ropa está caliente y pegajosa! ¡Estoy tan preocupada por Víctor! ¡Ahora lleva a casa unos tipos tan raros! Entran en el salón sin quitarse la gorra y echan la ceniza de sus cigarrillos sobre la alfombra. Creo que son… comunistas. Vasili no ha dicho ni una palabra. Y esto me asusta. Sé lo que piensa… ¡Comunistas en casa!
– No sois los únicos -dijo Lidia, mirando torvamente a Kira que estaba introduciendo cristalitos en un tubo de vidrio. -Intento hablar con Víctor y me contesta: "La diplomacia es la más grande de las artes". ¡Graves son nuestros pecados! -Convendría que te cuidases la tos, Marussia. -Oh, no es nada, absolutamente nada. Es el frío. Los doctores son unos tontos que no saben lo que dicen.
Kira contó los cristales en la palma de la mano; se proponía no respirar ni tragarse la saliva. Cuando lo hacía, el polvillo blanco, filtrándose a través de la nariz, y de los labios, le irritaba la garganta, con un dolor metálico, agudo, dulzón. María Petrovna seguía tosiendo.
– Sí, Nina Mirskaia…, imagínate. Ni siquiera un matrimonio soviético. Duermen juntos, así, como gatos. Lidia se aclaró la garganta y se ruborizó. Galina Petrovna dijo:
– ¡Es una vergüenza! Esto del amor libre arruinará al país. Pero, a Dios gracias, a nosotros no nos sucederá nada parecido. Todavía quedan familias que conservan el sentido de la moral. -Es papá -dijo Lidia, corriendo a abrir la puerta. Era Andrei Taganov.
– ¿Puedo ver a Kira? -preguntó sacudiéndose la nieve de los hombros.
Kira se levantó cuando él entró en el comedor. Sus ojos, en la penumbra, se abrieron extraordinariamente.
– ¡Oh, oh, qué sorpresa! -dijo Galina Petrovna, mientras del tubo que tenía en la mano volvían a caer sobre la mesa los cristales de sacarina-. Oh…, esto sí que es… agradable… ¿Cómo está usted? ¡Ah, sí! ¿Me permite que le presente? Andrei Fedorovitch Taganov, mi hermana María Petrovna Dunaeva. Andrei se inclinó, María Petrovna contempló con sorpresa el tubo de vidrio en la mano de su hermana. -¿Puedo hablarle a solas, Kira? -preguntó Andrei. -Perdón -dijo Kira-. Por este lado, Andrei. -Pero… ¿en tu habitación? -murmuró María Petrovna medio sofocada-. Estos jóvenes modernos se portan como… unos comunistas.
Galina Petrovna dejó caer la sacarina. Lidia dio un pisotón a su tía. Andrei siguió a Kira a su habitación.
– No hay más luz que la de la lamparilla de ahí fuera -dijo Kira-. Siéntate ahí, sobre la cama de Lidia. Andrei se sentó y ella se acomodó en su colchón sobre el suelo. La luz que venía de la ventana señalaba un cuadro blanco en el suelo y sobre él se proyectaba la sombra de Andrei. En el rincón, bajo los iconos de Lidia, vacilaba una lucecita. -Se trata de lo de esta mañana -dijo Andrei-, de Syerov. -¿Ah, sí?
– Quería decirle que no tiene usted que preocuparse. El no tiene ninguna autoridad para interrogarla. Nadie más que yo puede dar orden de hacerlo. Y esa orden yo no la daré. -Gracias, Andrei.
– Sé lo que piensa de nosotros. Es usted honrada, pero no se meta en política. No es una adversaria militante. Tengo confianza en usted.
– No sé las señas de aquel hombre, Andrei.
– No le pregunto a quién conoce. Sólo le pido que no se deje arrastrar por ellos.
– Andrei, ¿sabe usted quién es aquel hombre? -¿Le sabría mal que cambiáramos de conversación, Kira? -No, pero ¿me permite una pregunta? -Sí; ¿de qué se trata? -¿Por qué hace usted esto por mí?
– Porque tengo confianza en usted y creo en nuestra amistad. Pero no me pregunte por qué creo en ella; ni yo mismo lo sé. -Yo sí lo sé. Es porque, ¿ve usted?, si tuviéramos alma, que no tenemos, y nuestras almas, la suya y la mía, se encontrasen, lucharían en un combate a muerte. Pero después de haberse destrozado mutuamente se darían cuenta de que sus raíces son las mismas. No sé si me puede comprender, porque, ¿sabe usted?, yo no creo en el alma.
– Yo tampoco, pero la comprendo a usted. ¿Y cuáles son estas raíces?
– ¿Cree usted en Dios, Andrei?
– No.
– Yo tampoco. Pero ésta es una de mis preguntas favoritas. Una pregunta al revés, ¿comprende? -¿Qué quiere usted decir?
– Si pregunto a la gente si cree en la vida, no entienden lo que les pregunto. Es una pregunta equivocada; puede tener tanta significación que acaba por no querer decir nada. Por esto les pregunto si creen en Dios. Y si me contestan que sí, entonces sé que no creen en la vida. -¿Por qué?
– Porque, ¿ve usted? Dios, sea el Dios que fuere y de la gente que fuere, es la concepción individual más alta que se puede imaginar. Y todo aquel que pone su más alta concepción por encima de sí mismo y de sus propias posibilidades, se estima poco y no da importancia a su vida. No es un don frecuente, ¿sabe usted?, este de mirar con reverencia la vida propia de uno y desear cuanto hay de más alto, más grande y mejor… para sí mismo. Imaginar un cielo, no soñarlo, sino pedirlo. -Es usted una muchacha muy rara.
– ¿Ve usted? Usted y yo creemos en la vida. Pero usted desea combatir por ella, matar por ella, tal vez morir por ella si es necesario. Yo me contento con vivirla.
Detrás de la puerta cerrada, Lidia, cansada de contar sacarina, descansaba tocando el piano. Tocaba Chopin. Andrei dijo, de pronto: -¿Sabe usted que es muy hermoso? -¿Quó es lo que es muy hermoso? -La música.
– Creía que no le interesaba.
– Nunca me había interesado, pero ahora, en este momento, me gusta.
Permanecieron sentados en la oscuridad, escuchando. Abajo, en la calle, un camión dobló la esquina. Los cristales de la ventana temblaron con un rápido estremecimiento tenso. El cuadro luminoso con la sombra de Andrei se levantó del pavimento, pasó rápido como un ala por las paredes y volvió de nuevo a caer a sus pies.
Cuando hubo cesado la música volvieron al comedor. Lidia estaba sentada ante el piano. Andrei dijo, vacilando: -Era muy hermoso, Lidia Alexandrovna. ¿Quiere usted volver a tocarlo?
– Lo siento -dijo Lidia levantándose bruscamente-; estoy cansada.
Y salió del comedor con el aire de una Juana de Arco. María Petrovna se acurrucó en su silla como si quisiera ocultarse a los ojos de Andrei Taganov. Cuando su tos atrajo la atención del joven, murmuró:
– Siempre he dicho que nuestra juventud no sigue con bastante fidelidad el ejemplo de los comunistas. Cuando Kira le acompañó a la puerta, Andrei dijo:
– Creo que no volveré más, Kira. Mi presencia estorba a su familia. Por lo demás, lo comprendo perfectamente.
¿Nos veremos en el Instituto?
– Sí -dijo Kira-; gracias, Andrei.
Buenas noches.
Leo estaba de pie en la escalinata del palacio vacío. Cuando oyó a Kira que corría por encima de la nieve, no se movió. Permaneció inmóvil, con las manos en los bolsillos. Cuando ella llegó junto a él, sus ojos se encontraron en una mirada que era algo más que un beso. Luego, los brazos de él la estrecharon con una pasión que tenía la violencia del odio, como si quisiera destruirla. Luego dijo: -¡Kira!
En el tono de Leo había algo que desagradó a Kira. Ella se quitó la boina, se puso de puntillas y tomó entre los suyos los labios del joven, mientras sus dedos se hundían en su cabellera. -¡Me voy, Kira! -dijo él.
Ella le miró con calma, con la cabeza ligeramente inclinada sobre el hombro de él y una pregunta, no una comprensión, en los ojos.
– Esta noche me voy… para siempre… a Alemania. -Leo… -dijo ella, y sus ojos estaban desmesuradamente abiertos, pero no asustados.
El habló como si mordiese cada palabra, como si todo su odio y toda su desesperación procedieran de estos sonidos y no de lo que significaban:
– Soy un fugitivo, Kira. Un anturevolucionario. Tengo que dejar a Rusia antes de que me encuentren. He recibido dinero… de mi tía… que está en Berlín. Lo esperaba. Me lo han traído de contrabando.