– ¿Pan blanco? -exclamó escandalizada la señora del abrigo de pieles-. Pero, ciudadana, ¿quién ha oído hablar jamás de pan blanco? Yo tengo un sobrino en el Ejército Rojo y no veo el pan blanco ni en sueños.
– ¿Ah, no? ¡Pero aseguraría que no come usted pescado seco! ¿Quiere un poco?
– Desde luego… sí, ciudadana, muchas gracias. Tengo apetito y… -¿Ah, sí? ¿De modo que tiene apetito? ¡Ya os conozco, burgueses! ¡Sois capaces de llevaros hasta el último bocado de la boca de un trabajador! ¡Pero no será de la mía, ya se lo aseguro yo! El coche estaba invadido por el olor a madera podrida, a ropa no cambiada durante varias semanas, y por las emanaciones que salían de una puerta abierta en un extremo del pasillo. La señora del abrigo de pieles se levantó con precaución y se dirigió a esa puerta, pasando por encima de los cuerpos que había tendidos por el corredor.
– ¿Me harán ustedes el favor de salir un momento, ciudadanos? -preguntó humildemente a dos caballeros que viajaban cómodamente en el pequeño compartimiento reservado, el uno en el asiento y el otro recostado sobre el sucio pavimento. -Desde luego, ciudadana -contestó amablemente el que estaba sentado, dando un puntapié al otro, que estaba medio dormido. Una vez sola y segura de que nadie podía verla, la señora del abrigo de pieles sacó furtivamente de su bolso un envoltorio de papel impermeable. No quería que los de su compartimiento la supieran poseedora de toda una patata cocida. La devoró a grandes bocados nerviosos, tosiendo y esforzándose en que no la oyeran del otro lado de la puerta cerrada.
Al salir encontró a los dos caballeros que aguardaban para volver a sus sitios.
Por la noche dos linternas humosas temblequeaban a uno y otro extremo del coche, encima de las puertas, como dos amarillentos puntos móviles que rasgasen la gris oscuridad del cielo nocturno que se divisaba por las aberturas de las ventanas rotas. Al compás del traqueteo de las ruedas se veían bailotear en la oscuridad negras figuras, rígidas como máquinas. Había gente que permanecía sentada; otros que dormían y roncaban; otros que gemían, pero nadie decía una palabra.
Cuando el tren atravesaba una estación, una ráfaga de luz rasgaba las tinieblas del coche y relucía por un instante la figura de Kira con su cara inclinada sobre los brazos cruzados sobre el regazo y los cabellos caídos sobre las rodillas; la luz hacía centellear su pelo, y luego todo volvía a la oscuridad.
Y en medio de aquella oscuridad, entre los gemidos y los chirridos de las ruedas, un soldado, acompañándose con la armónica, cantaba. Cantaba una canción tras otra, con monotonía, persistentemente. Nadie hubiera sabido si su canto era triste o alegre, si era una canción jocosa o una obra inmortal; era el primer signo de la revolución nacido quién sabe dónde, a la vez alegre, inquieto, amargo y atrevido, que por entonces repetían millones de voces; millones de voces que se hacían eco en los coches de los trenes, a lo largo de las carreteras aldeanas y de las oscuras callejas de las ciudades; millones de voces, de las que unas reían, y otras lloraban; era el canto del pueblo que se reía de sus propios dolores, el canto de la revolución, no escrito en ninguna bandera, sino impreso en todos los corazones; era la canción de la Manzanita:
¿Hacia dónde ruedas, manzanita?
¿Hacia dónde ruedas, manzanita? Si caes en las garras de los alemanes ya no volverás… ¡oh, manzanita! ¿adonde vas? Quiero a un blanco y yo soy roja… ¿Hacia dónde ruedas, manzanita? "
Nadie sabía qué era la manzanita, nadie lo decía, pero todo el mundo lo comprendía.
Varias veces cada noche, un pie empujaba la puerta; de pronto aparecía una linterna sostenida por una mano vacilante, y detrás de la linterna brillaba el acero; se distinguía un uniforme caqui, botones de cobre, bayonetas y unos hombres de voz dura e imperiosa que gritaban exigentes. -¡La documentación!
Temblorosa, la luz de la linterna seguía avanzando lentamente a lo largo de los coches, proyectándose sobre rostros pálidos y entorpecidos y sobre manos vacilantes que tendían pedazos de papel arrugado.
Galina Petrovna sonreía con aire de conciliación: -Ahí está, camarada -y tendía hacia la linterna una hoja de papel con unas líneas a máquina en las que constaba el permiso de viaje a Petrogrado para el ciudadano Alexander Argounov, su esposa, Galina, y sus hijas Lidia, de veintiocho años, y Kira de dieciocho.
Los hombres, detrás de la linterna, echaban un vistazo al papel, lo devolvían bruscamente y continuaban su trabajo pasando por encima de las piernas de Lidia, tendidas a través del pasillo. Alguna vez se daba el caso de que uno de los hombres diera una ojeada a la muchacha sentada sobre la mesita. Ella, despierta, le seguía con los ojos; y aquellos ojos no delataban espanto; eran firmes, curiosos, hostiles.
Luego, hombres y linterna desaparecían y el soldado de la armónica volvía a gemir:
Ahora ya no hay Rusia
porque Rusia se sublevó.
¡Ay, manzanita!
¿Hasta dónde rodó?
A veces, en medio de la noche, el tren se detenía. Nadie sabía por qué. En la estéril llanura no había ninguna estación, ninguna señal de vida. Sólo un vacío espacio de cielo cubriendo un vacío de tierra; en el cielo, algunas manchas más oscuras: las nubes; en la tierra, otras: los matorrales.
Una línea indecisa de color rojo pálido separaba la tierra del cielo, evocando la idea de un huracán o un incendio lejano. En un susurro, una noticia se propagaba por todo el tren.
_ Ha estallado la caldera…
_ A media milla de aquí hay un puente volado…
_ Han encontrado antirrevolucionarios en el tren y los están fusilando entre las matas.
_ Si seguimos mucho tiempo parados… los bandidos… ya lo sabe usted…
– Dicen que Makhno está por estos andurriales.
_ Si nos hacen prisioneros ya sabéis lo que significa, ¿verdad? No queda ni un hombre en vida… Las mujeres sí, pero preferirían la muerte…
– No diga usted más tonterías, ciudadano… Asusta a las mujeres.
Ráfagas de luz eléctrica hendían las nubes y desaparecían inmediatamente. ¿Venían de cerca o de muy lejos? Nadie hubiera podido decirlo, del mismo modo que nadie hubiera podido decir si aquel punto negro que parecía haberse movido allá abajo era un hombre, un caballo o un matorral.
Súbitamente, igual que se había detenido, el tren se ponía de nuevo en marcha. El ruido de las ruedas era acogido con suspiros de alivio. El motivo de la parada quedaría ignorado para siempre. Una mañana, muy temprano, algunos hombres atravesaron el tren corriendo. Uno de ellos llevaba el brazal de la Cruz Roja. Fuera se oyó un agitado rumoreo. Uno de los pasajeros siguió a aquellos hombres; a su vuelta llevaba impreso en la cara algo que inquietó a sus compañeros de viaje.
– Es en el coche de al lado -explicó-: una campesina estúpida viajaba entre dos vagones, con las piernas atadas al tope para no caerse. Esta noche se ha dormido; estaba demasiado cansada y ha resbalado. El tener las piernas atadas le ha arrastrado con el tren debajo de las ruedas. Ha quedado decapitada. Siento haber ido a verlo.
Hacia medio viaje, en una pequeña estación solitaria de desaseados andenes llenos de soldados harapientos y de chillones carteles, se descubrió que el vagón en que viajaba la familia Argounov no podía continuar el viaje. Hacía años que los coches no habían sido inspeccionados ni reparados, y cuando se producía una avería auténtica no había manera de remediarla. Los ocupantes debían desalojar el coche cuanto antes. Y no había que pensar en remplazado; si tenían un poco de suerte, los viajeros lograban meterse en los otros coches, ya llenos hasta rebosar. Los Argounov se refugiaron en un vagón de ganado. Galina Petrovna y Lidia se persignaron, dando gracias a Dios. La mujer de los pechos caídos no pudo encontrar sitio para todos sus hijos. Cuando arrancó el tren se la vio quedarse en tierra sentada sobre sus fardos y rodeada por todos sus críos que se agarraban a sus faldas. Su mirada, fija, sombría y desesperada, iba siguiendo la marcha del tren.