No esperó su respuesta. Se alejó y golpeó ligeramente en la barbilla del marinero picado de viruelas que había dejado solos a los prisioneros. Leo susurró:
– ¿Quieres crearme todavía más dificultades? Vete y no te acerques por Gorovkhaia.
Cuando vieron las casas cerca del palo mayor se besaron. A Kira le costó separar sus labios de los de Leo, como si fuera un vidrio helado.
– Kira, ¿cuál es tu apellido? -preguntó Leo.
– Kira Argounova. ¿Y el tuyo?
– Leo Kovalensky.
– De casa de Irina. Hemos estado hablando y se nos pasó el tiempo. Era demasiado tarde para volver a casa.
Galina Petrovna suspiró con indiferencia. Su camisón temblaba sobre sus hombros en el frío recibimiento.
– ¿Y por qué has vuelto a las siete de la mañana? Supongo que habrás despertado a tu tía Marussia. La pobre… con aquella tos… -No podía dormir. Tía Marussia no me oyó.
Galina Petrovna bostezó y se volvió a su habitación arrastrando los pies. Kira había pasado varias otras noches en casa de su prima. Galina Petrovna no tenía por qué preocuparse. Kira se sentó, y sus manos cayeron abandonadas. ¡Faltaban tantas horas para las cuatro de la tarde! Debería estar asustada -pensaba- y lo estaba; pero, bajo el terror, había algo sin nombre que no podía expresarse en palabras, un himno sin sonidos, algo que reía a pesar de que Leo estuviera en una celda negra en la Gorovkhaia. En su cuerpo había todavía un sufrimiento que la hacía sentirse junto a él.
La casa que llevaba el número 2 de Gorovkhaia era de un color verde como el de la vaina de los guisantes. La pintura y el rebozo se agrietaban, en las ventanas no había cortinas ni rejas. Daban tranquilamente a una tranquila calle secundaria. Allí estaba el cuartel general de la G. P. U.
Había palabras que la gente no se atrevía a pronunciar: un mismo terror supersticioso les sobrecogía al hablar de un cementerio desolado, de la Inquisición, o de Gorovkhaia número 2. Muchas noches habían pasado por Petrogrado; muchos pasos habían resonado en aquellas noches; se habían oído campanillazos en muchas casas; y muchas personas habían desaparecido para no volver. Una ola de silencioso terror se extendía por la ciudad reduciendo las voces a susurros, y el centro de esta ola estaba en Gorovkhaia número 2.
Era un edificio semejante a los que le rodeaban; al otro lado de la calle, detrás de unas ventanas parecidas, se cocía el mijo en familia o se tocaba el gramófono; en la esquina había una mujer que vendía dulces; la mujer tenía las mejillas rosadas y los ojos azules, y los dulces una corteza dorada que olía a grasa caliente. Un pasquín pegado a un farol anunciaba los nuevos cigarrillos del Trust del Tabaco. Pero, mientras se iba acercando al edificio, Kira vio que la gente pasaba junto a las paredes sin mirar la casa, con una expresión forzada de indiferencia, y se dio cuenta de que apresuraban el paso, como si tuvieran miedo de su propia presencia, de sus ojos, de sus pensamientos. Detrás del muro verde había aquello que nadie deseaba saber.
La puerta estaba abierta. Kira entró, con las manos en los bolsillos, mirando a su alrededor con decisión, indiferente, andando con calma. Dentro había una ancha escalinata, corredores, cocinas. Mucha gente estaba aguardando, mucha se apresuraba como en todas las oficinas públicas de los soviets; muchos pies se arrastraban por el suelo desnudo, y se oían pocas voces; en los rostros no se veía ni una lágrima. Muchas puertas estaban cerradas y las caras estaban tan cerradas y tan impasibles como las puertas. Kira encontró a Stepan Timoshenko sentado ante un escritorio en una cocina: la acogió con una sonrisa sarcástica. -Es lo que pensaba -dijo-. No hay nada contra él. Es por su padre. Pero esto ya pasó. Si le hubieran detenido hace dos meses, hubiera sido cuestión de pocas preguntas y el piquete de ejecución… Pero ahora, bien, ya veremos.
– ¿Qué ha hecho?
– ¿El? ¡Nada! Es su padre. ¿Se enteró usted de la conspiración del profesor Gorsky, hace dos meses? El viejo no estaba en ella; ¿cómo hubiera podido si estaba ciego? Pero había escondido a Gorsky en su casa. Bien; lo pagó.
– ¿Quién era el padre de Leo?
– El viejo almirante Kovalensky.
– Aquel que… -Kira se detuvo, jadeante.
– Sí; aquel que perdió la vista en la guerra… le fusilaron.
– ¡Oh!
– Bien. Yo no lo hubiera hecho… por lo menos aquella vez. Pero no soy yo el único que manda. No se hacen revoluciones con guantes blancos.
– Pero si Leo no tenía nada que ver con todo esto, ¿por qué…?
– En aquel momento hubieran fusilado a cualquiera que supiera algo de la conspiración. Ahora se han calmado. Ya pasó. Ha tenido suerte… No me mire usted así, como una tonta. Si hubiese usted trabajado aquí sabría lo que cambian las cosas con el tiempo; a veces es cuestión de días, y aun de horas. En fin. Este es nuestro método de trabajo. ¿Y quién es el maldito estúpido que cree que la revolución está todavía perfumada de agua de colonia? -Entonces… podrán dejarle…
– No lo sé. Lo intentaré. Investigaremos. Después hay el asunto de haber intentado salir del país sin permiso. Pero esto creo que lo podré… No luchamos contra los muchachos, especialmente si se trata de muchachos alocados que encuentran tiempo para hacer el amor sobre un volcán en erupción.
Kira miró a aquellos ojos redondos; no tenía ninguna expresión, pero la boca sonreía, la nariz chata y arremangada tenía un aire insolente.
– Es usted muy amable -dijo.
– ¿Quién es amable? -rió él-. ¿Stepan Timoshenko de la flota del Báltico? ¿Se acuerda de los días de octubre de 1917, cuando todavía era una chiquilla que no podía ni pensar en la cama de un hombre? ¿Oyó hablar alguna vez de oficiales hervidos vivos en las calderas de los buques de la flota del Báltico? ¿Sabe quién echaba leña al fuego de las calderas? Stepan Timoshenko. No se estremezca como un gato. Stepan Timoshenko era un bolchevique antes de que estos recién llegados hubieran podido secarse la leche de los labios.
– ¿Puedo verle?
– No; es imposible. En aquella oficina no se permiten visitas.
– Entonces…
– Entonces vuélvase a casa a chupar su biberón. Y no se preocupe. Eso es todo cuanto tenía que decirle.
– Tengo un amigo que está bien relacionado y que podría… -Cierre usted el pico y déjese de relaciones. Estése quieta dos o tres días.
– ¿Tanto tiempo?
– ¡Bah! No es tanto como no verle más. Y no tema, que se lo guardaremos bien cerrado, sin mujeres a su alrededor. Se levantó de su escritorio y rió burlonamente; luego sus labios se cerraron en una línea recta. Se acercó a Kira con aire de dominio y la miró a los ojos, de hito en hito, y su mirada tenía una expresión… poco alegre. Dijo:
– Cuando vuelva a tenerlo, no lo deje escapar de sus manos. Si no tiene usted uñas, déjeselas crecer. No es un individuo fácil. Y no intenten dejar el país. Están en Rusia soviética: pueden odiarla hasta las entrañas; no es fácil vivir y pueden dejar la piel en ella; pero en Rusia soviética tienen que quedarse. A mí me parece que tiene usted garras para guardarlo. Vigile. Su padre le quería.
Kira tendió su mano, que desapareció en la manaza bronceada de Stepan Timoshenko.
Cuando llegó a la puerta se volvió y preguntó con dulzura:
– ¿Por qué hace esto?
El no la miraba; miraba a la ventana. Contestó: -Hice la guerra en la flota del Báltico. El almirante Kovalensky se quedó ciego mientras servía en la flota del Báltico. No era el peor de los comandantes que hemos tenido… ¡Márchese!
– Se pasa la noche dando vueltas en el colchón -dijo Lidia-. Parece que haya ratones en casa. No puedo dormir.
– Tengo entendido que eres estudiante, Kita Alexandrovna: ¿O estoy equivocada? Has pasado tres días sin acercarte al Instituto.
Lo dijo Víctor. ¿Quieres dignarte informarnos qué nueva forma de tontería se ha apoderado de ti?
Alexander Dimitrievitch no dijo nada. Se despertó sobresaltado, porque se había quedado adoimecido con un tubo de sacarina a medio llenar en la mano.