Kira no dijo nada tampoco.
– ¡Fíjate en sus ojeras! ¡Ninguna muchacha decente tiene una cara semejante!
– ¡Estaba segura! -chilló Lidia-. ¡Estaba segura! ¡Ha vuelto a poner ocho cristales de sacarina en el tubo!
Por la tarde del cuarto día, sonó la campanilla. Kira no levantó los ojos del tubo de sacarinas; Lidia, cuya curiosidad se despertaba cada vez que sonaba un campanillazo, fue a abrir la puerta. Kira oyó una voz que preguntaba: -¿Está Kira?
El tubo de sacarina se cayó al suelo y se hizo añicos, mientras Kira corría al recibimiento, apretándose el corazón con las manos. El sonrió, con las comisuras de los labios plegadas hacia abajo, arrogantemente.
– Buenas noches, Kira -dijo con calma.
– Buenas noches, Leo.
Lidia les contemplaba estupefacta. Kira estaba en la puerta, con los ojos puestos en los de él, incapaz de hablar. Galina Petrovna y Alexander Dimitrievitch dejaron de contar sacarina.
– Ponte el abrigo, Kira, y ven -dijo Leo.
– Sí, Leo -murmuró ella, descolgando su abrigo del perchero. Sus movimientos eran como los de una sonámbula. Lidia tosió discretamente. Leo la miró. Su mirada provocó una cálida sonrisa pensativa de los labios de Lidia: todas las mujeres, cuando él las miraba, sonreían del mismo modo; y, sin embargo, en su mirada no había nada especial, sino que cuando miraba a una mujer parecía decirle que él era un hombre y ella una mujer, y que él lo sabía muy bien. Lidia concentró todo su valor, intentó superar la falta de presentación, pero no sabía cómo empezar y contemplaba intimidada al hombre más bello que jamás había traspuesto la puerta de su casa,
y luego, bruscamente, profirió la pregunta que tenía en la mente:
– ¿De dónde sale usted?
– De la cárcel -repuso Leo con una bella sonrisa.
Kira se había abrochado el abriga Sus ojos seguían fijos en el joven, como si no se diera cuenta de la presencia de los demás.
El la cogió del brazo con un gesto de dominio y se fue con ella.
– Bueno, como falta de educación… -balbució Galina Petrovna poniéndose en pie.
Pero la puerta ya estaba cerrada.
Leo dio unas señas al conductor del trineo, fuera. -¿Dónde? -dijo, repitiendo la pregunta de Kira con los labios junto al cuello de su abrigo-. A mi casa. Sí; la he recobrado. La habían sellado cuando detuvieron a mi padre.
– ¿Cuándo?
– Esta tarde estuve en el Instituto para saber tus señas, luego fui a casa a encender fuego en la chimenea. Parecía una tumba. No se había calentado desde hacía dos meses. Ahora estará caliente para nosotros.
La puerta que transpusieron llevaba el sello rojo de la G. P. U. El sello había sido roto; dos fragmentos de lacre quedaban abiertos para dejarles paso.
Atravesaron un salón oscuro. La chimenea resplandecía proyectando sobre sus pies y sobre sus figuras reflejadas en el espejo del pavimento de madera una luz roja. El piso había sido registrado. El suelo estaba cubierto de papeles, y había sillas con las cuatro patas al aire. Sobre los pedestales de malaquita había vasos de cristal; uno de ellos estaba roto y los pedazos brillaban por el suelo en medio de la oscuridad; a través de ésta danzaban y vacilaban llamitas rojas, como si se hubieran caído fuera de la chimenea carbones vivientes. En el dormitorio de Leo ardía una sola luz; una lámpara sola con una pantalla de plata sobre una chimenea de ónix negro. Una última llama azul temblequeaba sobre los moribundos carbones, lanzando un reflejo purpúreo sobre el cobertor plateado de la cama.
Leo echó a un lado su gabán, desabrochó el de Kira y se lo quitó; sin decir palabra le desabrochó el vestido; ella permaneció inmóvil y dejó que la desnudase. Y él susurró en el cálido hoyuelo que tenía ella bajo la barbilla:
– Ha sido un suplicio. Esperar. Tres días… y tres noches.
Kira miraba al techo, que era de una blancura plateada y parecía lejano, muy lejano. La luz entraba a través de las cortinas de seda gris. Se sentó en la cama con los pechos rígidos de frío. Dijo: -Me parece que ya es mañana.
Leo dormía. Tenía la cabeza echada hacia atrás, sin almohada, y uno de sus brazos colgaba de la cama. Las medias de Kira estaban en el suelo, su vestido en una columna de la cama, su camisa a través del cuerpo de Leo.
Poco a poco se movieron los párpados del joven. Levantó la mirada y dijo: -¡Buenos días, Kira!
Ella estiró los brazos y los cruzó detrás de la cabeza, luego echó la cabeza hacia atrás, sacudiendo los cabellos que le caían a la cara.
– Estaba pensando en mi familia -dijo-. Es seguro que me echan de casa. -Te quedarás aquí.
– Dentro de un rato iré a decirles adiós.
– ¿Para qué quieres ir?
– Algo tengo que decirles.
– Ve. Pero no tardes. Te quiero aquí.
Estaban de pie, como tres pilastras altas y silenciosas alrededor de la mesa del comedor, con los ojos hinchados y enrojecidos por la noche sin sueño que habían pasado. Los cabellos de Lidia estaban anudados en una gruesa trenza sobre su espalda. Kira estaba frente a ellos, apoyada en el quicio de la puerta, tranquila, indiferente.
– ¿Bien? -preguntó Galina Petrovna. -Bien, ¿qué?
– No vas a decirnos que has estado en casa de Irina, esta vez. -No.
Galina Petrovna se acomodó sobre los hombros su vieja bata de franela.
– No sé hasta dónde puede llegar tu estúpida inocencia. Pero supongo que te darás cuenta de qué la gente puede pensar que… -Es cierto: he dormido con él. De los labios de Lidia se escapó un grito. Galina Petrovna abrió la boca; luego la volvió acerrar. Alexander Dimitrievitch se quedó con la boca abierta. El brazo de Galina Petrovna, en línea recta con sus hombros, le señaló la puerta.
– Vas a dejar mi casa -dijo- para no volver más. -Está bien.
– ¿Cómo has podido? ¡Una hija mía! ¿Cómo te atreves a mirarnos la cara? ¡No tienes vergüenza, no te das cuenta de la desgracia que significa tu depravación!
– No discutamos -dijo Kira.
– ¿No has pensando que es un pecado mortal? Dieciocho años y un hombre que sale de la cárcel. Y la Iglesia… durante siglos. Por tus padres, por tus abuelos… Todos nuestros santos han dicho que no había pecado más vil. Son cosas que se oyen decir, pero ¡una hija mía! Los santos que por nuestros pecados…
– ¿Puedo llevarme mis cosas -preguntó Kira- o queréis quedaros con ellas?
– No quiero nada tuyo aquí. No quiero ni tu aliento en est? habitación, ni tu nombre en esta casa.
Lidia sollozaba histéricamente, con la cabeza sobre los brazos encima de la mesa.
– ¡Dile que se vaya, mamá! -gritó entre sollozos-. ¡No lo puedo resistir! ¡Hay mujeres que no deberían vivir!
– Toma tus cosas; de prisa -silbó Galina Petrovna-. A partir de ahora, sólo tenemos una hija. Golfilla, mala mujer de… Lidia miraba a Kira, asustada, incrédula.
Leo abrió la puerta y tomó el fardo envuelto en una vieja sábana.
– Hay tres habitaciones -dijo-; puedes guardar tus cosas como quieras. ¿Hace frío en la calle? ¡Tienes la cara helada!
– Sí; hace un poco de frío.
Deja eso en un rincón. -En el salón tienes un poco de té caliente.
Había puesto una mesita junto a la chimenea. Pequeñas lenguas rojizas temblaban sobre la antigua vajilla de plata. Sobre el fondo gris de un gran ventanal colgaba una lámpara de cristales. Al otro lado de la calle había una larga cola de gente, con la cabeza baja, frente a la puerta de una cooperativa. Nevaba. Kira puso sus manos sobre la tetera de plata y las guardó un momento; luego se las pasó por las mejillas. Dijo: -Tendré que lavar las copas y barrer…
Se detuvo. Estaba en medio de la vasta sala. Tendió los brazos, echó la cabeza hacia atrás y rió.
En su risa había un desafío, una alegría, un triunfo. Gritó: -¡Leo!
El la cogió. Ella le miró a la cara y le pareció que era una sacerdotisa, con el alma perdida en las comisuras de los labios de un dios arrogante: una sacerdotisa y al mismo tiempo una ofrenda para el sacrificio: ambas cosas a la vez y más todavía. En su risa no había vergüenza alguna; era casi oprimida, con algo que bullía en ella como si fuese demasiado difícil soportarlo; como si llevase su alma entre los labios.