– ¡Muchachos, muchachos! -suspiró María Petrovna. -Tengo que marcharme -dijo Kira-; sólo entré un momento, de paso hacia el Instituto. -Oh, Kira -rogó Irina-, ¡no te vayas aún! -No tengo más remedio. Tengo una clase.
– ¡Qué diablos! -dijo Irina-. Hay una cosa que todo el mundo te quiere preguntar y nadie se atreve a hacerlo. Pero yo quiero que me lo digas antes de que te marches. ¿Cómo se llama?
– Leo Kovalensky.
– ¿No será el hijo de…? -balbució María Petrovna. -Sí -dijo Kira.
Cuando Kira se hubo marchado Vasili Ivanovitch volvió al comedor. María Petrovna jugueteaba nerviosamente con la lima de las uñas, evitando la mirada de su marido. Este añadió un trozo de leña a la bourgeoise, y no dijo ni una palabra.
– Papá, ¿qué es lo que ha hecho Kira?-comenzó Irina.
– Irina, éste no es un tema para poderlo discutir contigo.
– El mundo anda completamente del revés -dijo María Petrovna, y tosió.
Víctor dirigió a su padre una mirada de inteligencia. Pero Vasili Ivanovitch no contestó a aquella mirada, sino que, decididamente, le volvió la espalda. Hacía ya varias semanas que evitaba a su hijo.
Asha, entretanto, estaba acurrucada en un rincón detrás del aparador y lloriqueaba en voz baja. -Asha, ven acá -ordenó Vasili Ivanovitch. La niña se le acercó de mala gana, poco a poco, y con timidez, mirándose a la punta de la nariz y limpiándosela con el cuello del traje.
– ¿Cómo es que las notas de la escuela son siempre tan malas, Asha? -preguntó su padre.
Asha no contestó y se sorbió las lágrimas. -¿Qué te ha sucedido esta vez en Aritmética? -Fueron los tractores.
– ¿Los qué?
– Los tractores. No lo supe. -¿Qué fue lo que no supiste?
– Los Selskosoyuz tenían doce tractores y los distribuyeron entre seis pueblos pobres. ¿Cuántos tocaron a cada oueblo? -Vamos a ver, Asha, ¿cuánto es doce partido por seis? Asha volvió a mirarse la punta de la nariz, y volvió a sorber.
– A tu edad, Irina era la primera de la clase -dijo amargamente Vasili Ivanovitch alejándose.
Asha corrió a refugiarse detrás de la silla de María Petrovna. Vasili Ivanovitch salió del comedor. Víctor le siguió a la cocina. Si Vasili Ivanovitch oyó los pasos de su hijo, no les prestó atención. La cocina estaba a oscuras. El cristal de la ventana se había roto, y ahora ésta estaba cerrada con unos listones. Sólo tres hilos de luz se proyectaban como tres estrechas tiras sobre las largas grietas del suelo. Las camisas de Vasili Ivanovitch estaban en un montón debajo del lavadero. Vasili Ivanovitch se inclinó lentamente y las cogió, y las metió en un caldero de cobre lleno de agua fría. Su grueso puño se cerró sobre un pedazo de jabón azulado. Torpemente, se puso a frotar el cuello de una camisa. Habían tenido que despedir a la sirvienta, y María Petrovna estaba demasiado débil para lavar.
– ¿Qué sucede, papá? -preguntó Víctor.
– Ya lo sabes -contestó su padre, sin volverse.
Víctor protestó con demasiada energía:
– ¡Pero, papá, no tengo la menor idea! ¿He hecho algo malo durante estos últimos tiempos?
– ¿Has visto a esa muchacha?
– ¿A quién? ¿Kira? ¿Porqué?
– Creía poder confiar en ella como en mi propia alma. Y me la ha robado la Revolución, como te me robará a ti.
– ¡Pero, papá…!
– En mis tiempos, la virtud de una mujer no era arrastrada por el barro del primero que pasaba. La virtud de una mujer era sagrada.
– Pero Kira…
– Yo soy chapado a la antigua. Así nací y así quiero morir. Pero vosotros, los jóvenes, todos estáis marchitos antes de haber llegado a madurar. Socialismo, marxismo, comunismo, y ¡al diablo la decencia!
– Pero yo, papá…
– Tú… A ti te dará de otro modo. Me estoy fijando. Tus amigos, durante estas últimas semanas, han sido… tú has estado anoche en una reunión y no has vuelto a casa hasta esta mañana.
– Es verdad, pero, ¿qué mal hay en ello?
– ¿Quién estaba? -Algunas muchachas bonitas.
– Sí. ¿Y quién más?
Víctor se quitó un grano de polvo de la manga y contestó: -Algunos comunistas. Vasili Ivanovitch no replicó.
– Papá, hay que tener una mentalidad más amplia. Un poco de vodka con ellos no puede hacerme daño. Y en cambio puede ayudarnos mucho.
La voz de Vasili Ivanovitch era inspirada como la de un profeta. Bajo sus manos, en el agua fría, se formaban ruidosas burbujas. -Hay cosas con las que no se puede transigir. Víctor rió alegremente y rodeó con uno de sus brazos los fuertes hombros encorvados de su padre.
– ¡Ea, papá! Tú y yo podemos comprender muy bien la situación, uno y otro. No vas a querer que un hombre como yo se quede sentado con los brazos cruzados, y lo abandone todo porque "ellos" tienen el poder, ¿verdad? Ganarles en su propio juego, he aquí lo que me propongo. Diplomacia. Esta es la mejor filosofía de nuestros días. Estamos en el siglo de la diplomacia. No tienes nada que objetar a esto, ¿verdad? Pero ya me conoces. No pueden alcanzarme.
No me ganarán; aún soy demasiado caballero. Vasili Ivanovitch se volvió hacia él. Un rayo de luz, a través de los listones que cerraban la ventana, le daba en el rostro. Este no parecía ya el de un profeta; sus ojos, bajo sus espesas cejas blancas, eran cansados, desesperados, y su sonrisa era tímida. Aquella sonrsia era un esfuerzo, como era un esfuerzo cada una de sus palabras.
– Ya lo sé, hijo mío. Supongo… En fin, sabes más que yo. Pero los tiempos son difíciles, y tú, sí, tú e Irina sois todo cuanto me queda.
Irina fue la primera, entre las personas que constituían el viejo mundo de Kira, que fue a visitarla. Leo se inclinó con gracia, pero reservado; Irina, en cambio, le miró firmemente, y firmemente entró en materia.
– Está bien. Me gustas. Por lo demás, imaginaba que me gustarías y por mi parte también espero gustarte, porque soy la única persona de la familia que verás… por mucho tiempo. Pero puedes estar seguro de que me preguntarán por ti. Se sentaron en la oscuridad del salón, y hablaron de Rembrandt, que Irina estaba estudiando, y del nuevo perfume que Vava Milovskaia había recibido de contrabando, un auténtico perfume francés de "Coty", a cincuenta millones de rublos el frasco. Irina se había puesto una gota en el pañuelo, y María Petrovna, al olerlo, había llorado. Habló de la película americana que había visto, en la que las mujeres llevaban vestidos sin mangas, cubiertos de cuentas centelleantes, y de una vista de Nueva York por la noche… con auténticos rascacielos, pisos y más pisos de ventanas iluminadas sobre el cielo negro. Se había quedado a ver la repetición de la película para contemplar una vez más aquella vista: pero ¡ era tan rápida! ¡Sólo un relámpago! Le hubiera gustado dibujar Nueva York.
Había tomado un libro de encima de la mesa y estaba dibujando con atención sobre el anverso de la cubierta blanca. Su lápiz corría velozmente. Luego, cuando hubo terminado, echó el libro a Kira, a través de la habitación. El libro fue a caer a los pies de Kira, con un revoloteo de páginas.
Kira miró el dibujo. Era un buen retrato de Leo, de pie, de cuerpo entero, desnudo. -¡Irina!
– Puedes enseñárselo.
Leo sonrió, con sus labios plegados hacia abajo, y miró a Irina con aire interrogativo.
– Esta es la manera que te conviene mejor. Y no me digas que mi fantasía te ha favorecido, porque no es verdad. Los vestidos no esconden nada a los ojos de… sí, de una artista. ¿Tienes alguna objeción que hacer?
– Sí -dijo Leo-; este libro pertenece al Gossizdat. -¡Bueno! -arrancó rápidamente la cubierta-, diles que las has utilizado para tapizar la pared, como un buen ciudadano.
A solas con Kira, al despedirse en el rellano, le preguntó, mirándola con interés, casi tímidamente: -¿Eres… feliz?
– Sí, lo soy -contestó Kira con cierta indiferencia.
Kira decía raramente lo que pensaba y, aún más raramente, lo que sentía. Pero había un hombre para quien hacía una excepción; mejor dicho, las dos excepciones. Para él hacía todavía otras, no sin maravillarse un poco de hacerlas. Los comunistas despertaban en ella un sentido de miedo: miedo a su propia degradación si se encontraba con ellos, les hablaba o aunque sólo les mirase; miedo no de sus fusiles, de sus cárceles, de sus ojos misteriosos y observadores, sino de algo que estaba detrás de sus frentes arqueadas, algo que quizá tenían o que quizá, ¿quién sabe…? no tenían, pero que le daba la sensación de hallarse en presencia de una fiera de abiertas fauces, que nunca lograría reducir a la razón.