Los duros rasgos del rostro de Andrei recordaban la efigie de algún santo medieval de la época de las Cruzadas; había heredado su disciplina, su abnegación e incluso su austera castidad. Kira no podía hablar de amor con él, ni pensar en el amor delante de él; no porque temiese una severa condenación, sino porque temía su sublime indiferencia.
Pero no quería seguir ocultándole su situación. Los dos hombres tenían que encontrarse. Kira tenía cierto miedo a este encuentro: recordaba que el uno era el hijo de un hombre condenado a muerte, y el otro un miembro de la G. P. U. La recepción de Vava era una ocasión excelente. Leo y Andrei se conocerían, y Kira observaría sus impresiones; luego tal vez pudiera llevar a Andrei a su casa. Tanto mejor si en la recepción éste se enteraba de la verdad.
En la biblioteca del Instituto le preguntó: -¿Le asustaría una recepción burguesa, Andrei?
– No, si usted estuviera para protegerme… y si esto es una invitación.
– Estaré, y, en efecto, esto es una invitación. El sábado por la noche. Lidia y yo iremos con dos jóvenes y usted será uno de los dos.
– Muy bien, si Lidia no tiene miedo de mí.
– El otro es Leo Kovalensky.
– ¡Ah!
– No sabía sus señas… entonces, Andrei.
– No se lo pregunté, Kira, ni me importa.
– Pase a buscarnos a las nueve y media, en casa, en la calle Moika.
– Me acuerdo perfectamente de sus señas.
– ¿Mis señas…? Ah, claro, naturalmente…
Vava Milovskaia recibía a sus invitados junto a la puerta. Su sonrisa era radiante: sus ojos negros y sus negros rizos brillaban como el estrecho cinturón que ceñía su esbelto talle. La delicada flor de charol sobre su hombro -la última moda soviética- competía en brillo con sus ojos. Los invitados iban entrando con trozos de leña debajo del brazo.
Una camarera alta y tiesa, vestida de negro, con delantal y cofia, tomaba la leña en silencio.
– ¡Kira, Lidia, queridas! ¡Qué contenta estoy! ¿Cómo estáis? -exclamaba Vava, feliz-. He oído hablar tanto de usted, Leo, que casi me da miedo -dijo abandonando su mano en él; incluso Lidia comprendió la mirada con que éste contestó; en cuanto a Vava, contuvo el aliento, se retiró unos pasos y miró a Kira, que no se dio cuenta de nada.
A Andrei, Vava le dijo:
– ¡De manera que es usted un comunista! Es interesante. Siempre he dicho que los comunistas son como los demás.
El gran salón había estado sin calefacción durante todo el invierno. El fuego acababa de encenderse, de modo que un humo un tanto pobre intentaba subir por la chimenea, escapándose de vez en cuando por la sala. Una niebla gris empañaba los grandes espejos cuidadosamente fregados y las mesitas sin una mota de polvo, encima de las cuales se veía un sinfín de figuritas sin valor; y un olor a leña húmeda destruía la impresión de dignidad tan penosamente lograda de una habitación preparada demasiado ostensiblemente para recibir visitas.
Los invitados se agolpaban en los rincones, tiritando de frío, nerviosos, flacos, y al mismo tiempo afectando actitudes demasiado indiferentes en sus mejores trajes viejos. Mantenían los brazos pegados al cuerpo para ocultar los rotos de los sobacos, los codos inmóviles sobre las rodillas para esconder los zurcidos, y los pies debajo de las sillas para no dejar ver lo viejos que estaban sus zapatos de fieltro. Sonreían porque sí, se reían demasiado fuerte, tímidos y embarazados, con una sensación casi culpable de estar allí para algo prohibido; con el único objeto, ya olvidado, de estar alegres. Miraban hacia la chimenea, deseosos de acercarse al fuego, pero esforzándose en contener este deseo. Todos tenían frío y todos deseaban desesperadamente estar de buen humor. El único cuya alegría vivaz y ruidosa parecía espontánea era Víctor. Su largo paso iba de grupo en grupo ofreciendo el tónico de su voz sonora y su resplandeciente sonrisa. -Por aquí, señoras y señores. Acerqúense ustedes a este hermoso fuego y en un momento estaremos todos reanimados. ¡Ah, mis hermosas primas, Lidia y Kira! Encantado, camarada Taganov, encantado… Ahí tienes un sillón, mi querida Lidia, te lo he guardado adrede… Querida Rita, me recuerdas la heroína de la nueva novela de Smirnov. ¿No la has leído? ¡Magnífica! Literatura emancipada de los viejos moldes. Una mujer nueva, la mujer del porvenir. Camarada Taganov, el proyecto de electrificación de toda la R. S. F. S. R. es la empresa más maravillosa de la historia de la humanidad. Cuando consideramos el potencial eléctrico por ciudadano que puede sacarse de nuestros recursos nacionales… Vaya, estas flores de charol son la última palabra de la elegancia femenina. Sé que un famoso sastre de París ha… Estoy de acuerdo contigo, Boris. El pesimismo de Schopenhauer resulta completamente pasado de moda frente a la concepción filosófica sana, práctica, del despertar del Proletariado, y sean las que fueren nuestras ideas políticas, todos tenemos que ser lo bastante objetivos para reconocer que el Proletariado es la clase dirigente del porvenir…
Con un gran aplomo, Víctor había asumido el papel de dueño de la casa. Los negros ojos de Vava que se posaban sobre él cada vez que atravesaba la sala confirmaban este derecho con una lenta mirada de orgullo, llena de adoración. Vava se precipitaba al recibimiento cada vez que se oía la campanilla y volvía luego con una pareja que sonreía tímidamente, frotándose las manos heladas y esforzándose en esconder las partes más raídas de sus trajes. La solemne camarera les seguía en silencio, llevando los trozos de leña como si sirviese algún plato, y dejándolos amontonados junto al fuego.
Kolya Smiatkin, un muchacho rubio y mofletudo de simpática sonrisa, que estaba empleado en el Trust del Tabaco, dijo tímidamente:
– Se dice… en fin, he oído hablar… temo que habrá una reducción de personal en nuestra oficina… Todo el mundo lo rumorea… Tal vez me despidan esta vez, tal vez no, pero esto no le deja a uno tranquilo…
Otro caballerete con lentes de oro y profunda mirada de filósofo poco alimentado dijo en tono lúgubre:
– Yo tengo un excelente empleo en el archivo. Pan casi todas las semanas. Sólo me asusta pensar que hay una mujer que aspira a mi puesto. Es la amante de un comunista, y…
Alguien le dio discretamente un golpecito, señalando a Andrei que estaba fumando cerca del fuego. El caballerete tosió con aire molesto.
Rita Eksler era la única mujer del salón que fumaba. Estaba repantigada en un sillón, con las piernas en alto sobre uno de los brazos y la falda levantada por encima de las rodillas; los rubios cabellos cortos sobre unos ojos de color verde pálido, y apretando un cigarrillo entre los labios insolentemente pintados. Sus padres habían sido asesinados durante la Revolución. Ella se había casado con un comandante del Ejército Rojo y se había divorciado a los dos meses. Era fea, pero explotaba su fealdad con un aplomo tan audaz que las más hermosas muchachas temían su rivalidad.