Vava se encargó de enseñar a bailar a Andrei. Le arrastró entre las parejas. El la siguió obediente, sonriendo como un tigre que no puede hacer daño a un gatito. No era mal alumno, pensó ella. Se sentía muy valiente, muy audaz. Estaba descarriando a un rígido comunista. Sentía no poder descarriarle más. Le molestaba encontrar a un hombre que no se excitase ante su belleza, que la contemplase con los mismos ojos serenos y firmes con que miraba a Lidia o a la muchacha anémica de las botas de fieltro.
Lidia tocó el Vals del Destino. Andrei invitó a Kira. Leo les miró con una fría sonrisa, pero se alejó sin decir una palabra.
– Vava es una buena maestra -susurró Kira mientras Andrei la llevaba entre los grupos-. Pero estrécheme, más, mucho más.
El Vals del Destino era lento y dulce; de vez en cuando se detenía un segundo para recomenzar después su ritmo, lentamente, oscilando un poco como si esperase que mórbidas faldas de seda ondeantes le contestasen con un suave crujido, en una sala de baile como ya no quedaba ninguna.
Kira miró el grave rostro de su pareja, que sonreía tímido e irónico a la vez. Descansó un momento su cabeza en el pecho de él, sus ojos le miraron rápidamente, como en un relámpago; luego echó la cabeza hacia atrás, y sus cabellos se enredaron en un botón del traje de Andrei, dejando alguno prendido.
Andrei sintió entre sus brazos el suave contacto de un traje de seda, y debajo de éste, el calor de un cuerpo esbelto. Miró al escote y entrevio una tenue sombra que dividía la carne. Y no miró más abajo.
Leo bailaba con Rita, y sus ojos estaban unidos en una silenciosa inteligencia, y el cuerpo de ella estrechaba el de él de una manera experta, profesional.
Vava daba vueltas sonriendo con orgullo a las parejas que pasaban por su lado, con la mano puesta sobre el hombro de Víctor con aire de posesión. Kolya Smiatkin observaba a Vava con timidez, ansiosamente. No se atrevía a invitarla; era más bajo que ella. Sabía que todo el mundo estaba enterado de la devoción sin esperanza que le tenía atado a ella como un perro, y que todos se reían, pero este sentimiento era más fuerte que él. Las botas de fieltro de la muchacha anémica hacían temblar la lámpara y tintinear su franja de perlas de cristal. Una vez, pisó uno de los zapatitos de charol de Vava. Un individuo, presuroso, añadió un pedazo de leña al fuego, que empezó a silbar y a echar humo. Alguien poco escrupuloso había traído un leño húmedo. A las dos de la madrugada, la madre de Vava asomó tímidamente su rostro pálido por la puerta entreabierta y preguntó a los invitados si querían tomar algo. La precipitada carrera hacia el comedor interrumpió un vals.
En el comedor, una larga mesa helada mostraba su esplendor solemne de blanco y de plata, de reluciente cristal y de bruñidos cubiertos dispuestos con elegante precisión. Lujosos platos de porcelana de color marfil, de tenues reflejos, ofrecían rebanadas de pan negro con una apariencia de manteca, tajadas de pescado salado, tortas de patata, de col en vinagre, y té con azúcar cande en vez de blanco azúcar de terrón. La madre de Vava sonrió afablemente.
– Sírvanse de todo, por favor. De todo hay uno para cada uno. No tengan miedo: los he contado.
El padre de Vava estaba sentado, sonriendo cordialmente, a la cabecera de la mesa. Era médico ginecólogo. Antes de la Revolu ción no tenía mucho éxito; pero después dos razones habían contribuido a darle clientela; la de que como médico pertenecía a las "profesiones liberales" y no era considerado explotador, y la de que se dedicaba a ciertas operaciones no estrictamente legales. En un par de años había llegado inesperadamente a ser el miembro más próspero de su círculo de relaciones, y aun de otros de condición superior.
Estaba sentado, cómodamente recostado en su silla, con las manos en las solapas, el grueso vientre echado hacia adelante, bajo una pesada cadena de oro con valiosos dijes que se inclinaban y se estremecían con los músculos abdominales. Sus ojos pequeños desaparecían en los gruesos pliegues de su cara blanca. Sonreía calurosamente a sus invitados, orgullosísimo de su raza y envidiable posición de anfitrión, un anfitrión que podía permitirse el lujo de dar algo que comer. Tenía la impresión de ser el protector de los hijos de aquellos ante quienes se había inclinado años antes, los hijos del magnate Argounov y del almirante Kovalensky. Mentalmente, se proponía dar algo de suplemento, al día siguiente, para la Flota Aérea Roja. Su sonrisa se acentuó cuando entró la camarera, con cara de mal humor, trayendo una bandeja de plata con seis botellas de un vino exquisito, prenda de gratitud de una de sus influyentes clientes. Llenó las copas de cristal murmurando amablemente:
– Excelente vino de otros tiempos; auténtico vino de antes de la guerra. Apostaría que vosotros, muchachos, no habéis probado nunca nada parecido.
Las copas pasaron de mano en mano a lo largo de la mesa. Kira estaba entre Andrei y Leo. Andrei alzó su copa gravemente, con firmeza, como un guerrero. -A su salud, Kira.
Leo levantó la suya ligeramente, con gracia, como un diplomático en un bar extranjero.
– Puesto que ya ha brindado por ti un superior mío de clase, Kira, yo brindaré por nuestra gentil anfitriona. Vava contestó con una cálida sonrisa de agradecimiento. Leo levantó su copa por ella, pero bebió mirando a Rita. Cuando volvieron al salón el fuego había sido avivado. Lidia estaba de nuevo sentada al piano. Algunas parejas bailaban perezosamente. Vava cantó una canción que hablaba de los dedos de una muerta que olían a incienso. Kolya Smiatkin estaba completamente borracho. Víctor contaba anécdotas, otros siguieron su ejemplo, y como muchas de las anécdotas tenían que ver con la política, de vez en cuando las miradas se volvían cautelosas a Andrei, y las palabras morían sin terminar en los labios del ruboroso narrador.
A las cinco de la mañana todo el mundo estaba cansado, pero nadie hubiera vuelto a casa antes del amanecer: era demasiado peligroso. Los milicianos no podían nada contra los malhechores, y ningún ciudadano se atrevía a salir después de medianoche. El doctor Milovsky y su esposa se retiraron, dejando a los jóvenes que aguardasen el día. La rígida camarera almidonada llevó al salón colchones prestados por los vecinos. Tendieron los colchones en el suelo; la camarera se retiró, y Vava apagó las luces. Los invitados se sentaron cómodamente, por parejas. Sólo rasgaba la oscuridad el último destello del fuego en la chimenea, alguna punta de cigarrillo encendido, algún murmullo, algún ruido sospechoso que no era un murmullo… Los reglamentos no escritos de las recepciones decretaban que no había que ser demasiado curioso en aquellas últimas horas de cansancio, las más deliciosas de la fiesta. Kira sintió la mano de Andrei sobre su brazo.
– Creo que hay un balcón -susurró él-, salgamos.
En el balcón hacía frío. La calle estaba silenciosa, bajo un cielo que iba aclarándose lentamente con una luz gris. Los charcos helados parecían pedazos de vidrio en el suelo, y las ventanas parecían charcos helados en las paredes. Un miliciano estaba apoyado en un farol. Una bandera colgaba sobre la calle. La bandera no se movía, y el hombre tampoco.
– Es curioso -dijo Andrei-; nunca lo hubiera creído, pero me gusta bailar.
– Andrei, estoy un poco enojada con usted. -¿Por qué?
– Es la segunda vez que no se fija en mi traje, mi traje más elegante.
– Es verdad que es bonito…
Detrás de ellos chirrió la puerta. Leo salió al balcón, con un cigarrillo en la comisura de los labios. Dijo:
– ¿También Kira es propiedad del Estado?
– Alguna vez creo -repuso Andrei- que más le valiera serlo.
– Bien; pero mientras el Partido no tome las disposiciones necesarias, no lo es -dijo Leo.
Volvieron a la cálida oscuridad del salón. Leo llevó a Kira al colchón y se sentó junto a ella; no dijo una palabra y ella se durmió, con la cabeza apoyada en su hombro. Rita se alejó moviendo la cabeza.
A las ocho de la mañana levantaron las cortinas. Un triste cielo blancuzco, como agua de jabón, se extendía sobre los tejados. Vava salió a la puerta a despedir a sus invitados: vacilaba un poco; oscuras sombras de cansancio bordeaban sus ojos y un rizo negro le caía sobre la nariz; el rojo de los labios le manchaba la barbilla. Los invitados se marcharon en grupos, para ir reunidos cuanto fuera posible.