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Kira continuaba yendo a verles porque, cuando entraba, Alexander Dimitrievitch la observaba en silencio, con una leve sombra de sonrisa, como si, a no haber sido la oscura niebla que de pronto había surgido entre él y la vida que le rodeaba, hubiera estado contento de verla.

Kira, sentada junto a la ventana, observaba cómo la primera lluvia de otoño caía sobre la acera. Cristalinas burbujas se levantaban de los charcos negros como la tinta, y junto a ellas se formaba un círculo hasta que las burbujas explotaban al cabo de unos segundos como pequeños volcanes. La lluvia tamborileaba melancólicamente sobre el pavimento de la ciudad como el lejano ruido de una lenta máquina sobre la que cayese gota a gota el líquido de algún caño.

Por la calle, bajo la ventana de Kira, sólo pasaba una persona: un cuello levantado entre dos hombros encorvados, las manos en los bolsillos, los brazos pegados al cuerpo; se alejaba, vacilante sombra solitaria, por una ciudad de brillantes tejados bajo una sutil y oblicua llovizna.

Kira no encendió la luz. Leo la encontró en la oscuridad junto a la ventana. Acercó su mejilla a la de Kira, y le preguntó:

– ¿Qué te pasa?

– Nada -replicó suavemente ella-: llega el invierno, empieza otro año.

– No tienes miedo; ¿verdad, Kira? Hemos resistido hasta ahora…

– No -dijo Kira-, no tengo miedo.

El año nuevo fue inaugurado por el Upravdom.

– He aquí cómo están las cosas, ciudadano Kovalensky- dijo apoyándose alternativamente sobre los dos pies y evitando la mirada de Leo, mientras estrujaba la gorra entre sus manos-; se trata de las nuevas disposiciones sobre domicilios. Hay una ley que dice que es inmoral que dos ciudadanos tengan tres habitaciones cuando la población está acumulada como ahora y en la ciudad no queda sitio para que viva toda la gente que hay en ella. El Gilotdel me ha enviado un inquilino para una habitación. Es un buen proletario y tengo que darle una de las vuestras. Puede quedarse con el comedor y ustedes se quedan con las otras dos. Por lo demás, los tiempos no están para que pueda vivirse en siete habitaciones, como cierta gente estaba acostumbrada a hacerlo.

El nuevo inquilino era un pobre anciano que tartamudeaba, llevaba lentes, y trabajaba como contable en la fábrica de calzados "Red Skorohod". Salía muy de mañana y no regresaba hasta muy tarde por la noche. Cocinaba en su "Primus" y no recibía nunca a nadie.

– No les molestaré, ciudadana Argounova -dijo-; no les molestaré. Sólo quisiera hablarles del cuarto de baño. Si me permitieran tomar un baño una vez al mes, se lo agradecería mucho. Para las demás necesidades ya hay un sitio en el patio. Perdone si le hablo de esto. A mí me da lo mismo. No quiero molestar a una señora.

_ Tanto para usted como para nosotros -dijo ella- es necesa

rio cierta independencia.

Nunca se encontraban con su vecino. No miraban la puerta cerrada, ni hablaban nunca de él.

Andrei pasó el verano en los pueblos del Volga, con una misión del Partido. El primer día del curso se encontró con Kira en el Instituto. Estaba algo más moreno: junto a sus labios se veían unas huellas que no eran ni heridas ni cicatrices, pero que parecían ambas cosas a la vez.

– Sabía que estaría contento de volverla a ver, Kira -dijo-; pero no me figuraba que me sentiría tan… feliz.

– Ha pasado un verano muy duro, ¿no es verdad, Andrei?

– Gracias por todas sus cartas. Me han traído un poco de alegría.

Ella miró a sus labios endurecidos.

– ¿Qué le han hecho, Andrei?

– ¿Quién?

Pero Andrei comprendió que ella lo sabía. Dijo sin mirarla: -Bien. Comprendo que lo sabe. Todo el mundo lo sabe. Los pueblos, he aquí el punto negro de nuestro porvenir. No han sido conquistados. No están con nosotros. Tienen una bandera roja en el edificio del Soviet local y un cuchillo escondido detrás de la espalda. Se inclinan, saludan y ríen por lo bajo. Ponen retratos de Lenin en los graneros donde esconden el trigo. ¿Ha leído en los periódicos que han pegado fuego a un Centro y han quemado vivos a los tres comunistas que había dentro? Yo llegué al día siguiente.

– Espero que habrán detenido a esos salvajes, Andrei.

El no pudo contener una sonrisa.

– Pero, Kira, ¿una señora blanca como usted habla de este modo de unos hombres que luchan contra el comunismo?

– Pero… ¡esto se lo hubieran podido hacer a usted!

– ¡Bah! Ya ve usted que no me pasó nada. No se fije en esta cicatriz del cuello. Un arañazo. Aquel imbécil no tenía práctica en el uso de armas de fuego y su puntería no valía nada.

El jefe de Gossizdat tenía cinco retratos en las paredes de su despacho; uno de Carlos Marx, otro de Trotzky, otro de Zinoviev y dos de Lenin. Sobre la mesa había dos bustos de yeso: los de Lenin y Carlos Marx, llevaba una camisa a la moda campesina, con un alto cuello de rica seda negra. Miró sus uñas manicuradas y luego miró a Leo. -Estoy seguro, camarada Kovalensky, de que usted, como todos nosotros, estará contento de que se le dé esta oportunidad de cumplir con su deber en nuestra gran empresa cultural.

– ¿Qué desea usted? -preguntó Leo.

– Esta organización ha aceptado el puesto honorario de "Guía cultural" de una división del Báltico. Ya comprende lo que quiero decir. Naturalmente, de acuerdo con las directrices del nuevo brillante movimiento del Partido hacia una expansión cada vez mayor de la educación y de la cultura proletaria, hemos aceptado este puesto en relación con unos hombres menos ilustrados, lo mismo que han hecho todas las instituciones importantes. De modo que somos responsables del progreso intelectual de nuestros bravos hermanos de la Escuadra del Báltico. Esta es nuestra modesta contribución al gigantesco desarrollo de la nueva civilización de la nueva clase dirigente. -Bien -dijo Leo-; ¿y yo qué tendría que hacer? -Me parece claro, camarada Kovalensky. Estamos organizando una escuela nocturna gratuita para nuestros protegidos. Con su conocimiento de las lenguas extranjeras, creo que podría encargarse de una clase de alemán… dos veces por semana. Alemania es la piedra miliaria de nuestra futura diplomacia, la próxima etapa de la revolución mundial. Y también podría dar una clase de inglés, una vez por semana. Naturalmente no tiene usted que esperar ninguna recompensa pecuniaria por este trabajo; sus servicios deben ser un don. Por lo demás, no se trata de una orden del Gobierno, sino de un don absolutamente voluntario.

– Desde que empezó la Revolución -dijo Leo-, no he regalado nada a nadie, ni a mis amigos. No puedo permitírmelo.

– Camarada Kovalensky, ¿ha tenido usted alguna vez en cuenta lo que pensamos de la gente que sólo trabaja por un sueldo y no toma parte en ninguna actividad social durante sus horas libres? -Y usted, ¿ha tenido alguna vez en cuenta que yo tengo una vida que vivir en mis horas libres?

El hombre sentado detrás de la mesa miró a los cinco retratos de las paredes.

– El Estado soviético no reconoce más vida que la de una clase social.

– No creo que sea oportuno discutir sobre este punto. -Dicho en otras palabras, ¿se niega usted a prestarnos su concurso?

– Sí.

– Muy bien. Este servicio no es obligatorio. En absoluto. Su significación y su novedad consisten en la libre voluntad de los que toman parte en él. Al ofrecérselo pensaba únicamente en hacerle un favor. Creía que en vista de ciertos acontecimientos de su pasado estaría usted contento de… No importa. Con todo, tengo que llamarle la atención sobre el hecho de que el camarada Zoubikov, de la célula comunista, no se mostró muy satisfecho de ver en nuestra oficina a un hombre de su pasado social. Y cuando se entere de esto…

– Cuando se entere -replicó Leo-, dígale que vaya a encontrarme. A "él" le daré una lección gratuita… si tantas ganas tiene de ello…