– Temo que nuestras ideologías sean demasiado diferentes. Hemos nacido en clases sociales distintas. Los prejuicios burgueses están arraigados demasiado profundamente en tu conciencia. Yo soy una hija de las masas que anuncian la vida nueva. El amor por el individuo es un prejuicio burgués.
– ¿Hemos terminado, Nasha? -preguntó él con voz ahogada, mientras una palidez mortal cubría su rostro hermoso, pero burgués.
"-Sí, Iván -replicó ella-, hemos terminado. Soy la mujer nueva de los tiempos nuevos. -Y seguía la poesía: "Mi corazón es un arado que surca el terreno-; mi alma es humo del petróleo de la fábrica…" Una vez fueron al cine.
Proyectaban una película americana. Racimos de sombras, con el aliento entrecortado, contemplaban afanosamente a través de los cristales las fotografías de inverosímiles comercios extranjeros. Gruesos copos de nieve se rompían contra los cristales, los rostros ansiosos sonreían ligeramente como ante un pensamiento común, el pensamiento de que el cristal, y más aún que el cristal, algc más fuerte separaba del desesperado invierno ruso aquel mundo lejano y maravilloso.
Kira y Leo aguardaban entre el gentío que llenaba la sala de espera. Cuando terminaba la representación y se abrían las puertas, el público se precipitaba hacia la sala, empujando a los que trataban de salir, a empellones, furiosamente, con una desesperación brutal, como carne trinchada que saliese de una máquina. El título de la película decía en grandes letras blancas: Los tentáculos de oro. "Dirigida por Reginald Moore y censurada por el camarada Zavadkov."
La película era bastante rara. Las vistas oscilaban, aparecía una sombría oficina en la que se movían convulsivamente unas sombras confusas. En la pared había un manifiesto en inglés, lleno de faltas de ortografía. La oficina era la del Sindicato americano, donde un duro camarada confiaba al héroe, un joven rubio de ojos oscuros, la recuperación de unos documentos de capital importancia para el Sindicato que habían sido robados por un capitalista.
– ¡Maldición! -susurró Leo-. ¿También en América hacen películas de éstas?
De pronto, como si se disipase la niebla, la fotografía se vio más clara. Pudieron ver la delicada línea del maquillaje sobre los labios de una hermosa dama, y pudieron contar una a una sus largas pestañas. Hombres y mujeres en traje extranjero se movían con gracia a través de una intriga sin ningún sentido. Los subtítulos no correspondían a la acción. Aquéllos proclamaban en grandes letras blancas los sufrimientos de nuestros hermanos americanos bajo el yugo capitalista. Y en la pantalla se veía a una gente alegre que reía, bailaba y corría por la playa con los cabellos al viento y los músculos de sus jóvenes brazos en espléndida tensión, monstruosamente vigorosos. El héroe se había vuelto súbitamente más alto y más delgado, más rubio y con ojos azules. Su elegante traje sorprendía en un obrero sindicado, y los papeles que andaba buscando en medio de aquella incoherente sucesión de acontecimientos se parecían de una manera alarmante al testimonio de un tío suyo.
Un subtítulo rezaba:
"Le odio. Es usted un explotador capitalista que chupa la sangre del obrero. Salga usted de mi habitación."
En la pantalla un caballero se inclinaba galantemente para besar con lentitud la mano a una dama muy elegante que le contemplaba melancólicamente acariciándole los cabellos. El final de la historia no se veía. Terminaba bruscamente, como si la hubieran cortado. Un subtítulo ponía:
"Seis meses más tarde, el capitalista sediento de sangre encontró la muerte en manos de los obreros durante el curso de una huelga. Nuestro héroe renunció a los goces de un amor egoísta a que una sirena burguesa había intentado arrastrarle, y dedicó su vida a la causa de la Revolución mundial."
– Ya sé qué han hecho -dijo Kira-. El principio lo han hecho ellos y luego han cortado la película en pedazos. En la oscuridad, un acomodador sonrió al oírla.
De vez en cuando tocaba la campanilla. El Upravdom iba a recordarles que no faltasen a la reunión general de vecinos para tratar de un asunto urgente.
– No hay excepciones, ciudadanos -decía-. Todos los inquilinos tienen que asistir.
Entonces Kira y Leo se dirigían a la sala más espaciosa de la casa, una sala desnuda con una sola lámpara eléctrica en el techo, en el piso de un conductor de tranvía que la había cedido graciosamente para las necesidades sociales. Los vecinos llegaban trayéndose las sillas, y se sentaban masticando semillas de girasol. Los que no traían silla se acomodaban por el suelo. -En mi calidad de Upravdom -dijo éste-, declaro abierta la reunión de inquilinos de esta casa número… de la calle Sergievskaia. En la orden del día figura la cuestión de las chimeneas. Ahora bien, camaradas ciudadanos, como todos somos ciudadanos responsables, conscientes de nuestros deberes de clase, tenemos que hacernos cargo de que éstos no son los tiempos antiguos en que el dueño de la casa no se preocupaba de la vivienda de uno. Ahora, camaradas, es muy distinto. Gracias al nuevo régimen y a la dictadura del proletariado y en vista de que las chimeneas están obstruidas, tenemos que hacer algo, puesto que los propietarios de la casa somos nosotros. Ahora bien: si las chimeneas están obstruidas, la casa se llenará de humo, y si la casa se llena de humo habrá suciedad, y si hay suciedad faltaremos a la disciplina proletaria. De modo, camaradas ciudadanos, que… Las amas de casa se agitaban porque se sentía el olor de algo que se estaba quemando en la cocina. Un hombre gordo en camisa roja cruzaba los pulgares. Un joven de boca abierta y labios colgantes se rascaba la cabeza, sacando cada vez alguna cosa que arrollab entre sus dedos, y que luego arrojaba al suelo. -… y la organización especial se dividirá en varias partes… ¿Piensa usted marcharse, camarada Argounova? Vale más que no lo haga; ya sabe usted lo que pensamos de los que sabotean sus deberes sociales… La organización especial, pues, se dividirá de acuerdo con la condición social del inquilino. Los obreros pagarán el treinta por ciento, los que pertenecen a profesiones liberales el diez, y los comerciantes privados y los no empleados pagarán el resto. ¿De acuerdo? Los que están de acuerdo que levanten la mano. Camarada secretario, cuente las manos de los ciudadanos… ¿Quién se opone? Levante la mano… Camarada Michliuk. no puede usted levantar la mano en favor y en contra de una misma proposición.
La visita de Víctor fue algo inesperado que no supieron explicarse.
Acercó sus manos a la bourgeoise, se las frotó con energía y sonrió alegremente a Kira y a Leo.
– Pasaba casualmente por aquí… y se me ocurrió entrar… Estás bien en esta casa. Irina me había hablado de ella. Está bien, gracias. No; mamá no se encuentra bien. El doctor dice que es indispensable enviarla al Sur. Pero ¿quién puede pensar en viajar en estos tiempos…? He estado muy ocupado en el Instituto. Relegido para el Consejo de Estudiantes. ¿Leéis poesías? Acabo de leer unos versos de una mujer… Sentimientos de una delicadeza exquisita… Sí; verdaderamente estáis muy bien instalados. Un lujo prerrevolucionario… Vosotros sois unos verdaderos burgueses, ¿no es cierto? Dos habitaciones grandes como éstas… ¿No tenéis dificultades por causa del reglamento de habitaciones? A nosotros, la semana pasada, nos han obligado a aceptar dos inquilinos. Uno es un comunista. Papá está que muerde. Irina ha tenido que partirse la habitación con Asha, y están constantemente peleando como perro y gato. ¿Qué se le va a hacer? La gente tiene que estar bajo techado… Verdaderamente, Petrogrado está demasiado poblado.
Entró una cinta en el pelo y restos de polvos sobre la nariz, llevando un fardo envuelto en una sábana blanca, de la que salía una media negra. Preguntó: -¿Dónde está el salón?
Kira le preguntó estupefacta: -¿Qué desea usted, ciudadana?
La muchacha no contestó. Abrió la primera puerta que encontró, la que comunicaba con la habitación del inquilino. La cerró de un golpe. Abrió la otra puerta y se coló en el salón. -Muy bien -dijo-; puede usted llevarse su bourgeoise, sus platos y demás cosillas; yo tengo las mías.