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– ¿Qué quiere usted ciudadana? -repitió Kira.

– ¡ Ah, sí! -replicó la otra-. Véalo usted misma.

Y tendió a Kira una hoja de papel arrugado con un gran timbre oficial. Era una orden de Gilotdel que autorizaba a la ciudadana Marisha Lavrova a ocupar la habitación denominada "salón" en el cuarto número 22 de la casa de la calle Sergievskaia, y ordenaba a los actuales ocupantes que abandonen inmediatamente aquella habitación, llevándose únicamente "los efectos personales de necesidad inmediata".

– Pero esto es imposible -tartamudeó Kira.

La muchacha rió. -Déjelo, ciudadana, déjelo.

– Óigame. Márchese pacíficamente. No se quedará con esta habitación.

– ¿No? ¿Y quién me lo impedirá? ¿Usted?

Se acercó a su sillón. Encima había un delantal de Kira. Lo echó al suelo, y en su lugar dejó su fardo. Dando un portazo, Kira salió corriendo escaleras arriba hasta llegar al cuarto del Upravdom, tres pisos más alto, y golpeó ferozmente la puerta, jadeando.

El Upravdom abrió la puerta y escuchó toda la historia, muy preocupado.

– ¿Una orden del Gilotdel? Es extraño. No me lo han notificado. Esto es irregular. Voy a entendérmelas con esta ciudadana. -Camarada Upravdom, usted sabe que esto es contrario a la ley. El ciudadano Kovalensky y yo no estamos casados. Tenemos derecho a dos habitaciones separadas.

– Es cierto.

El día anterior, Kira había cobrado un mes de lecciones; se sacó del bolsillo el fajo de billetes y, sin mirarlos, sin contarlos, los puso en manos del Upravdom.

– Camarada Upravdom, no acostumbro pedir auxilio, pero, por favor, dígale que se vaya. Esto sería, sería… sencillamente sería el final para nosotros.

El Upravdom embolsó furtivamente los billetes, y luego miró a Kira con aire sereno e inocente como si no hubiera sucedido nada.

– No se preocupe usted, ciudadana Argounova. Sabemos nuestra obligación. Pondremos a esta señora en su sitio, la echaremos al fango como le corresponde.

Se puso la gorra sobre la oreja y siguió a Kira escaleras abajo.

– A ver, ciudadana, ¿qué sucede? -preguntó bruscamente.

La ciudadana Marisha Lavrova se había quitado el abrigo y había abierto su fardo. Llevaba una blusa blanca, una falda vieja, zapatos con tacones altísimos y un collar de perlas falsas. Sobre la mesa había ido amontonando ropa blanca, libros y una tetera.

– ¿Cómo le va, camarada Upravdom? -preguntó sonriendo amablemente-. Vale más conocerse en seguida. Se sacó del bolso un papel que le presentó abierto. Era el carnet de miembro de la Juventud Comunista del Konsomol.

– ¡Oh! -dijo el Upravdom-. ¡Oh! Y volviéndose a Kira:

– ¿Qué quiere usted, ciudadana? ¿Tiene usted dos habitaciones y una joven obrera tendría que quedarse en la calle? Ya pasó el tiempo de los privilegios burgueses, ciudadana. A la gente como usted le conviene vigilar lo que hace.

Kira y Leo llevaron el caso ante el Tribunal del Pueblo. Estaban en una sala desnuda que olía a sudor y a suelo por barrer. Lenin y Marx, sin marco, mayores que de tamaño natural, les contemplaban desde la pared. Un jirón de tela ponía: "Proletarios del mun…" y el resto no se veía porque el extremo de la tira de tela se había desclavado y ondeaba a la corriente de aire, enrollado como una serpiente.

El magistrado que presidía bostezó y preguntó a Kira:

– ¿Cuál es su posición social, ciudadana?

– Estudiante.

– ¿Empleada? -No.

– ¿Miembro del Sindicato? -No.

El Upravdom testificó que si bien la ciudadana Argounova y el ciudadano Kovalensky no estaban legalmente casados, sus relaciones eran de "intimidad sexual" porque en su habitación no había más que una cama, como él había podido comprobar, y esto les equiparaba a "marido y mujer" ante la ley del domicilio, la cual concedía una sola habitación a los tres matrimonios, como sabía muy bien el camarada juez. Por lo demás, la habitación denominada "salón", además del dormitorio, daba a los ciudadanos en cuestión tres pies cuadrados más de lo que les correspondía; además, había que tener en cuenta que los ciudadanos en cuestión se habían mostrado muy morosos en el pago de su alquiler durante los últimos tiempos.

Se preguntó a Kira si reconocía el estado de "intimidad sexual", si era verdad que no tenía más que una cama, y dónde y cómo dormían.

– ¿Quién era su padre, ciudadana Argounova?

– Alexander Argounov.

– ¿El exfabricante de tejidos y dueño de una fábrica?

– Sí.

– Bien. ¿Y el suyo, ciudadano Kovalensky?

– El almirante Kovalensky.

– ¿El que fue ajusticiado por actividades antirevolucionarias?

– El que fue ajusticiado, sí.

– ¿Quién era su padre, ciudadana Lavrova?

– Un obrero, camarada juez; desterrado a Siberia por el zar en 1913. Mi madre es una campesina, que viene de su aldea.

– El veredicto del Tribunal del Pueblo es que la habitación en cuestión pertenece de derecho a la ciudadana Lavrova.

– ¿Esto es un tribunal de justicia o un teatro de opereta? -preguntó Leo.

El presidente le miró severamente.

– La llamada justicia imparcial es un prejuicio burgués. Este es un tribunal de justicia de clase. Esta es nuestra actitud oficial y la base de nuestra conducta. ¡El siguiente!

– Camarada juez -preguntó Kira-, ¿cómo se arregla la cuestión de los muebles?

– ¿No pueden ponerlos todos en una habitación? -No, pero podemos venderlos. Estamos… estamos en una situación difícil.

– ¿Ah, sí? ¿Quieren venderlos para sacar dinero de ellos, y luego una joven proletaria que no tiene muebles tendría que dormir en el suelo? ¡El siguiente!

– Dígame una cosa -preguntó Kira a la ciudadana Lavrova-. ¿Cómo obtuvo precisamente que le concedieran esta habitación nuestra? ¿Quién le habló de ella?

La ciudadana Lavrova sonrió evasivamente y le dirigió una mirada sin expresión.

– Una tiene amigos… -fue su única respuesta.

Su cara era pálida, su nariz chata, y sus labios delgados y salientes le daban una expresión de eterno descontento. Sus cabellos le caían en rizos sobre la frente y siempre llevaba pendientes unos aritos de latón con una pequeña turquesa falsa pegada al lóbulo de la oreja. Era poco sociable y hablaba poco. Pero la campanilla estaba sonando continuamente por causa de las visitas que recibía. Sus amigos la llamaban Marisha.

En el dormitorio gris y plata de Leo hubo que abrir un boquete encima de la chimenea de ónix negro para que pudiera pasar el tubo de la bourgeoise. Hubo que vaciar dos estantes del armario para poner los platos, los cubiertos y la comida. Entre la ropa blanca había mendrugos de pan, y las sábanas olían a aceite de linaza. Los libros de Leo se amontonaban encima del tocador, y los de Kira debajo de la cama. Leo, mientras iba disponiendo sus libros, silbaba un fox-troi; pero Kira prefería no verlo. Después de algunas vacilaciones, Marisha les devolvió el retrato de la madre de Leo que estaba en el salón, pero se quedó con el marco, en el que puso un retrato de Lenin. Tenía también retratos de Trotzky, de Marx, de Engels y de Rosa Luxemburg, y un gran cartel representando al espíritu de la Flota Aérea Roja. Tenía asimismo un gramófono. Por las noches, hasta muy tarde, tocaba viejos discos: su favorito era una canción sobre la derrota de Napoleón en Rusia. Crepitaba, llameaba, el incendio de Moscú. Cuando estaba cansada del gramófono tocaba el Vals del Destino en el gran piano de cola. Para ir al cuarto de baño tenía que pasar por el dormitorio de Kira y Leo.

Marisha lo atravesaba tranquilamente, en su peinador descolorido y sin abrochar.

– Le agradecería que llamase antes de pasar.

– ¿Por qué? El baño no es suyo.

Marisha era estudiante en la Universidad de Rabfac. Las Rabfac eran Facultades especiales para obreros, en las que el programa académico era algo menos exigente que el de la Universidad, y el de ciencias revolucionarias lo era mucho más, y cuyo ingreso estaba limitado según bases estrictamente proletarias.