El joven candidato al Partido no intervenía en estas conversaciones, sino que permanecía modestamente en su escritorio, escuchando atento y diciendo de vez en cuando:
– Me atrevería a decir, camaradas, que estáis hablando unas cosas que un ciudadano serio, candidato al Partido, no debería ni siquiera escuchar.
Las muchachas sonreían, lisonjeadas, y le recompensaban con una mirada amistosa.
Kira no se movía de su escritorio y continuaba su trabajo sin escuchar; no hablaba más que por razones del servicio, y si alguna vez le llegaban miradas, no eran ciertamente amistosas.
Kira, al leer el diario mural, pensó con cierto terror que tal vez ésta era la razón de la modestia de sus compañeros, que veían en su reserva una arrogante actitud burguesa. Kira necesitaba su empleo. Leo lo necesitaba también y había que conservarlo a toda costa.
Se levantó y se acercó con aire indiferente al escritorio de Tina.
El grupo notó su presencia con alguna fría mirada de sorpresa, y siguió murmurando. Kira aguardó una pausa y dijo de pronto, con desenfado, intentando dar a su voz profunda e incierta el artificial entusiasmo que había aprendido a fingir:
– Ayer me sucedió una cosa muy curiosa. Mi amigo riñó conmigo porque… porque me vio llegar a casa con otro… armó un escándalo terrible… Yo le dije que estas pretensiones de propiedad eran una vieja costumbre… pero él… no se dejó convencer de ningún modo…
Sentía que la camisa se le pegaba al cuerpo, entre los omoplatos. Se esforzó en dar a su voz una entonación voluble y alegre como la de Tina; probó a creer en el cuento que estaba inventando; pero no podía avenirse a imaginar a este fantástico amigo que quería hacer brillar a los ojos de aquellos animales de presa con la figura de Leo desnudo, como un dios, tal como Irina le había dibujado una vez.
– … siguió chillando terriblemente, de una manera que daba miedo.
– i Oh, uh! -dijo Nina.
La muchacha de la chaqueta de cuero no dijo ni una palabra.
– He visto que en el mercado Kouznetzky -dijo Tina- venden rojo para los labios, ese nuevo rojo soviético del Trust de Cosméticos. Y lo venden barato. Lo único que pasa es que dicen que su uso es peligroso. Lo fabrican con grasa de caballo, de caballos muertos del muermo.
A las doce y media la oficina se cerraba para el almuerzo; a las doce y veinticinco la camarada Bitiuk dijo:
– Una vez más, camaradas, tengo que recordarles que a la una y media, en vez de volver a la oficina, tienen ustedes que ir al Instituto Smolny para tomar parte en la manifestación que todos los obreros de Petrogrado han organizado en honor de los delegados de los Sindicatos ingleses. Esta tarde no habrá oficina.
Kira pasó la hora del almuerzo haciendo cola en la cooperativa donde tenían que darle el pan a que le daba derecho su calidad de empleada. Estaba indiferente, extraña a todo cuanto sucedía a su alrededor. Los rizos que escapaban de su viejo sombrero eran blancos de escarcha. Pensó que en algún sitio, lejos de todas estas cosas que no le interesaban, estaba su vida y estaba Leo. Cerró los ojos, mirando perezosamente a través de sus párpados semicerrados por el poso de la escarcha que se había posado sobre sus pestañas.
Había traído su almuerzo: un pedazo de pescado salado envuelto en un papel. Lo comió únicamente porque sabía que tenía que comer. Cuando le dieron el pan -dos libras de pan moreno que todavía estaba blando- aspiró su cálido olor con una sensación de alivio y arrancó lentamente un pedazo de corteza; el resto, que se llevó estrechándolo fuerte bajo el brazo, era para Leo. Corriendo, logró alcanzar el tranvía para ir al Instituto Smolny, en el otro extremo de la ciudad, para participar en la manifestación de todos los obreros de Petrogrado en honor de la delegación de los Sindicatos ingleses.
La Nevsky parecía un sólido tapiz de cabezas quietas encima de una enorme correa que rodase poco a poco, llevándolas hacia adelante; parecía que las pancartas rojas, hinchadas como velas sobre los dos mástiles que las sostenían a uno y otro lado, flotase majestuosamente sobre todas aquellas cabezas tocadas con gorras o boinas. Un sordo rumor llenaba las calles, de pared a pared hasta los tejados: el rumor crujiente, chirriante, pero al mismo tiempo ritmado como el de un tambor, que hace una multitud de pies andando sobre un pavimento de guijarros.
Los tranvías se detenían, los camiones aguardaban en las esquinas a que hubiera pasado la manifestación. En las ventanas se veían algunas cabezas, que miraban con indiferencia a las de abajo y desaparecían luego. Petrogrado estaba ya acostumbrado a las manifestaciones.
"Nosotros, obreros de Petrogrado, saludamos a nuestros hermanos de clase." "Bienvenidos a la tierra de los soviets, donde el trabajo es libre." "Las mujeres de las plantaciones textiles número dos están al lado del proletariado inglés en su lucha contra el imperialismo."
Kira iba entre Nina y la camarada Bitiuk. Esta, para aquella ocasión, había trocado su sombrero por un pañuelo rojo.
Kira desfilaba con energía, con los hombros hacia atrás y la cabeza erguida. Tenía que desfilar para conservar su empleo, y tenía que conservar su empleo para Leo: no traicionaba a sus ideas, por lo tanto, aunque la bandera que llevaban a su lado Tina y el candidato al Partido decía: "Nosotros, los camaradas soviéticos, nos unimos todos para saludar a nuestros hermanos de clase ingleses ".
Kira había perdido la sensibilidad en los pies, pero sabía que andaba porque se veía avanzar con los demás. Sus manos parecían estar enfundadas en guantes llenos de agua hirviendo. Tenía que andar y andaba.
En un punto del largo cortejo que se desenroscaba como una serpiente, poco a poco, a lo largo de la Nevsky, una voz ronca y fuerte inició La Internacional. Otras voces se le unieron y el canto, en roncas oleadas discordantes, se propagó a lo largo de la interminable columna de pechos cansados, oprimidos por el hielo.
En la Plaza de Palacio, modernamente bautizada Plaza de Uritzki, se había erigido un anfiteatro de madera. Contra las paredes rojas y las ventanas, que parecían espejos, del Palacio de Invierno, en el estrado de madera recubierta de paño rojo, estaba la delegación de los Sindicatos ingleses. Los obreros de Petrogrado desfilaban lentamente ante ella. Los hermanos de clase inglesa permanecían muy erguidos, algo rígidos, algo envarados y algo atónitos.
Los ojos de Kira no vieion más que a una persona: la delegada de los Sindicatos ingleses. Era alta y delgada, no joven, y tenía el aspecto cansado de una maestra de escuela. Pero llevaba un oscuro abrigo sastre, y aquel abrigo gritaba más fuerte que los hurras de la multitud, más fuerte que La Internacional, que era un abrigo "extranjero", bien cortado en rico paño de profundos pliegues; no denunciaba con sus gemidos, como los abrigos de los vecinos de Kira, la miseria de los músculos que había debajo de él. La camarada inglesa llevaba medias de seda, de un hermoso color pardo, muy tirantes, y sus pies calzaban unos zapatos oscuros de excelente confección, nuevos, lustrosos.