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Y de pronto Kira sintió el deseo de chillar, de arrojarse contra el estrado, de coger aquellas piernas delgadas y relucientes, de agarrarse a ellas con los dientes, como a una ancla, para que la llevasen a otro mundo, a cualquier parte donde no llegase el eco de aquella hora que la rodeaba. Pero se limitó a tambalearse un poco y a cerrar los ojos.

El desfile se detuvo, taconeando para calentarse mientras escuchaba los discursos. Se pronunciaron muchos. La camarada inglesa delegada de los Sindicatos habló y un ronco intérprete repitió a gritos sus palabras a la multitud que se agolpaba en la plaza roja y caqui.

– El espectáculo que presenciamos es conmovedor. Los obreros ingleses nos han enviado para que viéramos y dijéramos la verdad del gran experimento que estáis llevando a cabo. Les diremos que hemos visto las grandes masas de los obreros rusos en una libre y magnífica expresión de lealtad hacia el Gobierno soviético.

En un momento de locura, se le ocurrió a Kira hender la muchedumbre, correr hacia aquella mujer y decirle a ella, a los obreros ingleses y al mundo entero la verdad que buscaban. Pero se acordó de Leo que estaba en casa pálido y blanco como la nieve, y que tosía.

A las cinco era ya de noche. Un coche reluciente se llevó a los delegados y la manifestación se disolvió. Kira tenía tiempo para asistir a una clase en el Instituto.

El aula, aunque fría y mal iluminada, daba una sensación de repuso y de comodidad, con sus mapas, sus dibujos y sus grabados en los paredes, sus bancos y su techo envigado.

Durante una breve hora, a pesar de que su estómago sentía las torturas del hambre, Kira logró acordarse de que un día tenía que llegar a ser ingeniero y construir puentes de aluminio y torres de hierro y cristales… y de que tenía un porvenir. Mientras corría por los pasillos, después de la clase, se encontró con la camarada Sonia.

– ¡Hola, camarada Argounova! -dijo ésta- ¡cuánto tiempo sin verla por aquí! Descuida usted algo sus estudios, ¿no es verdad? Y por lo que se refiere a actividades sociales, es usted la estudiante más individualista.

– Yo… -empezó a decir Kira.

– No me importa, ya lo sé, camarada Argounova. Pero estaba pensando en las cosas que estos días se dicen sobre la decisión que el Partido podría tomar con los estudiantes que conserven su mentalidad especial… Usted no piensa en ello.

– Y… ¿ve usted…? -Kira comprendió que valía más dar explicaciones- yo trabajo, y llevo una gran actividad social en nuestro círculo Carlos Marx.

– ¿Ah, sí? ¡Ya os conocemos, a vosotros los burgueses! ¡Toda vuestra actividad es para conservar miserables empleos! No engañáis a nadie.

Cuando Kira entró, Marisha saltó como un resorte.

– Ciudadana Argounova, guárdese en casa a su gato o le retuerzo el pescuezo a ese maldito animal.

– ¿Mi gato? ¿Qué gato? No tengo gatos, yo. -¿Quién ha hecho esto, pues? ¿Su amigo?

Marisha mostraba un charco oscuro en medio de la estancia.

– ¿Y esto qué es? ¿Un elefante? -se enfurecía Marisha mientras por debajo de una silla asomaba un maullido y un par de orejas grises y peludas.

– No es mío -dijo Kira.

– ¿De dónde viene, entonces?

– ¿Qué sé yo?

– Usted nunca sabe nada.

Kira, sin contestar, entró en su cuarto. Oyó a Marisha que golpeaba el tabique que la separaba de los otros inquilinos y gritaba:

– ¡Eh, ustedes! Llévense su maldito gato o le abro en canal y le denuncio al Upravdom.

Leo no estaba en casa. La habitación estaba oscura y fría como un sótano. Kira encendió la luz. La cama no había sido hecha, la sábana se arrastraba por el suelo. Encendió la bourgeoise soplando sobre la leña húmeda mientras el humo hinchaba sus ojos. Los tubos perdían. Kira colgó una lata a la tubería para recoger el hollín, e intentó encender el "Primus". Este no quería encenderse: los tubos estaban obturados. Kira buscó por toda la habitación la baqueta para limpiarlos, pero no logró dar con ella. Golpeó la puerta.

– Ciudadana Lavrova, ¿ha vuelto usted a llevarse mi baqueta para limpiar el" Primus"?

La otra no le contestó; Kira abrió la puerta. -Ciudadana Lavrova; ¿tiene usted mi baqueta?

– ¡Vayase al diablo! -dijo Marisha-. ¡Qué avara es usted de su baqueta! Ahí la tiene.

– ¿Cuántas veces tengo que pedirle, ciudadana Lavrova, que no toque mis cosas mientras yo estoy fuera?

– ¿Y qué le va usted a hacer? ¿Va a denunciarme por ello?

Kira se llevó la baqueta y cerró de un portazo. Estaba pelando patatas cuando Leo volvió a casa.

– ¡ Ah! ¿ya estás en casa? -preguntó.

– Sí. ¿Dónde estuviste, Leo?

– ¿Te importa saberlo?

Kira no contestó. Los hombros de Leo se encorvaban, sus labios estaban azulados.

Kira ya sabía adonde había ido y sabía que no había obtenido lo que buscaba.

Siguió pelando patatas. Leo estaba de pie, con las manos tendidas hacia la bourgeoise, y los labios contraídos por el dolor. Tosió. Luego se volvió bruscamente y preguntó:

– Siempre es igual, ¿sabes? Desde las ocho de la mañana. Ninguna esperanza, ningún empleo, ningún trabajo.

– No importa, Leo, no te preocupes.

– ¿No, eh? Te divierte, ¿no es verdad?, verme vivir a tu costa. ¿Te alegra poder decirme que no tengo por qué preocuparme, mientras tú te revientas como una mártir hasta parecer un espantajo?

– ¡Leo!

– ¡Pues sí! ¡No quiero verte trabajar, no quiero verte cocinar! ¡No quiero! ¡Oh, Kira!

Se le acercó y le puso una mano sobre los hombros y escondió el rostro junto al, de ella.

– ¿Me perdonas, Kira?

Kira le acarició los cabellos con la mejilla, porque tenía las manos sucias de pelar patatas.

– Claro, querido… Pero ¿por qué no te sientas, por qué no descansas un poco? Dentro de un momento estará la cena.

– ¿Por qué no quieres que te ayude?

– ¡Oh, hace ya tanto tiempo que no se habla de eso!

Leo se inclinó sobre ella y le levantó la barbilla.

Ella susurró estremeciéndose ligeramente:

– No, Leo, no me beses, aquí. Y tendió hacia el "Primus" sus manos sucias.

Leo no la besó. Una amarga sonrisa de comprensión asomó en la comisura de sus labios; se fue hacia la cama y se tendió. Estaba quieto, con la cabeza hacia atrás, un brazo colgando de de la dama, en forma tal que Kira se sintió turbada. De vez en cuando le llamaba en voz baja: "¡Leo!", sólo para verle abrir los ojos. Luego se arrepentía de haberlo llamado: hubiera preferido no ver aquellos ojos abiertos que la miraban de hito en hito, a ella, que en otro tiempo había cerrado con tanto cuidado la puerta para que Leo no pudiera verla cocinando. Y ahora estaba junto a él, inclinada sobre el "Primus", en una atmósfera de petróleo y de cebolla, con las manos sucias; los cabellos caídos a mechones lacios sobre una nariz sin empolvar, y el cuerpo abandonado debajo de un delantal sucio que no había tenido tiempo para lavar, y los movimientos pesados, perezosos, en una relajación de todos sus miembros cansados más allá de toda su fuerza de voluntad para disimularlo.

Como cena tenían mijo, y patatas y cebollas fritas en aceite de linaza. Kira estaba muerta de hambre, pero no logró probar el mijo. Sintió una repulsión súbita, invencible, tan grande que se hubiera muerto de hambre antes de tragarse una cucharada de aquella especie de barro amargo que, en aquel momento, le parecía que era lo único que había estado comiendo durante toda su vida. Se preguntó incrédula si había algún lugar en el mundo donde se pudiera comer sin sentir asco a cada bocado, un lugar donde los huevos, la mantequilla y el azúcar no fueran un sublime ideal siempre soñado y no logrado jamás.

Lavó los platos en agua fría, en la que flotaba la grasa; luego se puso otra vez las botas de fieltro.

– Tengo que salir, Leo -dijo con resignación-, esta noche tenemos Círculo Marxista. Actividad social, ¿sabes? Leo no contestó, ni la miró salir.

El Círculo Marxista celebraba sus reuniones en la biblioteca de la "Casa del Campesino". La biblioteca era una habitación como las demás, con la única diferencia de que en ella había más pasquines y menos libros, pero éstos, en lugar de amontonarse en altas columnas, prontos para los envíos, estaban dispuestos en estanterías.