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Aquella tarde se vistió con esmero; ciñó su delgado talle con un cinturón de charol, se retocó levemente los labios con un nuevo carmín extranjero, se puso el brazalete extranjero de galalit negro, un sombrerito blanco, caprichosamente colocado sobre sus negros rizos, y dijo a su madre que iba a ver a Kira.

Al llegar al rellano, delante de la puerta de Kira, vaciló, y al pulsar la campanilla, su mano calzada con un guante blanco temblaba un poco.

Salió a abrirle la puerta el inquilino de al lado.

– ¿La ciudadana Argounova? Por ahí, camarada -dijo-. Tiene usted que atravesar la habitación de la Lavrova… Por esa puerta.

Resueltamente, Vava abrió la puerta sin llamar. Allí estaban juntos Víctor y Marisha, inclinados sobre el gramófono, que tocaba el Incendio de Moscú.

En la cara de Víctor asomó una cólera fría, pero Vava ni le miró siquiera. Levantó la cabeza y dijo a Marisha, en tono tan altivo y orgulloso cuanto se lo permitieron las lágrimas que trataba de contener:

– Perdón, ciudadana. Busco a la ciudadana Argounova.

Sorprendida y sin sospechar nada, Marisha le indicó la puerta del cuarto de Kira. Vava atravesó la sala con la cabeza muy erguida. Y Marisha no logró explicarse por qué Víctor se marchó con tal precipitación.

Kira no estaba, pero sí estaba Leo.

Kira había pasado un día inquieto. Leo le había prometido llamarla por teléfono a la oficina para comunicarle el diagnóstico del doctor. Pero no telefoneó, y las tres llamadas de Kira se quedaron sin respuesta.

Mientras volvía a casa se acordó de que era miércoles y tenía cita con Andrei. No podía hacerle aguardar toda la tarde. Pensó pasar por el Jardín de Verano y decirle que no podía quedarse.

Pero Andrei no estaba.

Kira miró arriba y abajo de la avenida oscura, miró entre los árboles y las sombras del jardín. Aguardó. Por dos veces, preguntó la hora al miliciano. Andrei no fue.

Cuando por fin se decidió a volver a casa, Kira había pasado una hora aguardando.

Cerraba con furia los puños, con las manos metidas en los bolsillos. No podía preocuparse por Andrei cuando tenía que pensar en Leo, en el doctor, en lo que éste habría dicho… Subió corriendo la escalera, atravesó como un rayo el cuarto de Marisha y abrió la puerta del suyo. Sobre el diván, Vava, que había dejado caer al suelo su traje blanco, estaba estrechamente abrazada a Leo, con los labios pegados a los de él.

Kira les miró seranamente, con una atónita interrogación en sus cejas levantadas.

Ellos se pusieron en pie. Leo apenas se tenía sobre sus piernas: había vuelto a beber, se tambaleaba, y a sus labios asomaba su amarga y despectiva sonrisa.

La cara de Vava era de un rojo oscuro, casi violáceo. Abrió la boca como si le faltase aire, pero de sus labios no salió ni una palabra. Luego, como nadie hablaba, prorrumpió en un grito:

– Te parece horrible, ¿no es verdad? También me lo parece a mí. ¡Es horrible, es una vileza! Pero no me importa. No me importa nada lo que hago. Ya no me importa nada. ¿Soy una cualquiera? Bueno; no soy la única. ¡Y no me importa! ¡No me importa! -y sollozando histéricamente huyó dando un portazo.

Los otros no se movieron. El sonrió sarcásticamente. -¡Adelante, habla!

– No tengo nada que decir -contestó Kira lentamente.

– Oye: vale más que te acostumbres. Incluso puedes acostumbrarte a no tenerme más. Porque no podrás tenerme, no podrás, durante mucho tiempo. -¿Qué ha dicho el doctor, Leo? El rió.

– Muchas cosas.

– ¿Qué tienes?

– Nada, absolutamente nada.

– ¡Leo!

– Nada grave -repuso él, tambaleándose-. Nada más que… la tisis.

– ¿Es usted su mujer? -preguntó el doctor. Kira vaciló; luego contestó:

– No.

– Ya comprendo -dijo el doctor. Y añadió-: Creo que tiene usted derecho a saberlo. El ciudadano Kovalensky está muy enfermo. Se trata de lo que llamamos tisis incipiente. Ahora puede detenerse. Pero dentro de pocas semanas sería demasiado tarde.

– Dentro de pocas semanas… ¿sería tísico?

– La tisis es una enfermedad muy grave, ciudadana; en la Rusia soviética es una enfermedad mortal. Hay que prevenirla a toda costa. Si se la deja empezar, luego es muy difícil detenerla.

– ¿Qué habría que hacer?

– Necesita descanso. Mucho descanso; sol, aire fresco, alimentación. Una alimentación humana. Debería pasar el invierno próximo en un sanatorio. Otro invierno en Petrogrado acabaría con él; tan seguro como si le fusilasen. Tiene usted que enviarle al Sur.

Kira no dijo nada, pero el doctor sonrió irónicamente, porque adivinaba su muda respuesta y se había dado cuenta del agujero que llevaba Kira en su zapato derecho.

– Si quiere usted a ese joven -dijo-, envíelo al Sur. Si tiene usted una posibilidad humana… o no humana… de hacerlo, hágalo.

Kira volvió a casa muy serena.

Cuando entró, Leo estaba junto a la ventana. Se volvió lentamente: su rostro estaba tan tranquilo y reflejaba una calma tal que parecía más joven. Preguntó sin inmutarse: -¿De dónde vienes, Kira? -De ver al doctor.

– Lo siento. No quería que lo supieses. -Me lo ha dicho todo.

– Siento lo de anoche, Kira; lo que ocurrió con aquella estúpida. Espero que no vas a creer que yo… -Naturalmente que no. Lo comprendo.

– Tal vez sucedió porque yo no sabía lo que hacía. Pero ahora sí lo sé. Todo parece mucho más sencillo… cuando se tiene marcado un límite… Lo que hay que hacer de momento, Kira, es no hablar de ello. El doctor te habrá dicho lo mismo que a mí… ya ves tú que no hay nada que hacer. Podemos seguir todavía juntos… por algún tiempo. Cuando la enfermedad sea contagiosa… entonces…

Ella le miraba con atención. He aquí de qué modo tomaba él su sentencia de muerte. Replicó, y su voz, al hacerlo, era dura: -No digas tonterías, Leo; tú irás al Sur.

El empleado del primer hospital del Estado que visitó le dijo: -¿Un puesto en un sanatorio de Crimea? ¿Y no es miembro del Partido? ¿Ni está sindicado? ¿Ni es funcionario público? No sabe usted lo que dice, ciudadana. En el segundo hospital, el empleado dijo:

– Tenemos centenares de inscritos que están aguardando, ciudadana. Miembros del Sindicato. Casos graves. No; no podemos ni siquiera ponerle en lista.

En el tercer hospital, el empleado se negó a recibirla. Había largas colas de gente que aguardaba, colas de espectros, de criaturas deformes, de cicatrices, de vendas, de muletas, de llagas abiertas y verdosas, de ojos inflamados, de lamentos, de gemidos, y, flotando por encima de aquella hilera de personas vivientes, el hedor de una cámara mortuoria.

Había que visitar las oficinas de los servicios médicos generales del Estado, había que pasar largas horas aguardando en pasadizos oscuros, húmedos, que olían a desinfectantes y a suciedad. Había que tratar con secretarios que olvidaban la cita que habían dado, y ayudantes que decían: "Lo siento, ciudadana. Que pase otro." Había que ver a jóvenes empleados presurosos, y a porteros que refunfuñaban: "Le digo a usted que ha salido. Ya no es hora de oficina. Tenemos que cerrar. No puede usted quedarse ahí sentada toda la noche."

Al terminar la primera quincena, Kira había aprendido de memoria, como quien aprende una oración, que si uno estaba enfermo de consunción debía estar sindicado para lograr que le enviasen a un sanatorio. Había que ver funcionarios, dar nombres, llevar cartas de recomendación, suplicar que se hiciera una excepción para su caso. Había que visitar a jefes de sindicato que escuchaban las palabras de súplica con el entrecejo fruncido, entre maravilloso e irónico.

Algunos se reían, otros se encogían de hombros, otros llamaban al secretario para que la acompañase a la puerta; encontró a uno que le dijo que podría concedérselo a cambio de una suma que ella no ganaba ni en un año.

Ella se mantenía segura, altiva, sin que le temblase la voz, sin miedo a tener que rogar. Era su misión, su objeto, su cruzada. A veces la extrañaba que las palabras "se está muriendo" significasen para ella tan poca cosa, y que las palabras "pero no es un obrero sindicado" significasen tan poca cosa para ella. No comprendía que fuera tan difícil explicarlo.