Hizo que Leo solicitase por su parte. Leo la obedeció sin discutir, sin quejarse y sin esperar nada.
Ella lo intentó todo. Preguntó a Víctor si, por medio de sus relaciones en el Partido… Pero Víctor contestó con mucho empaque: -Querida prima, quisiera que comprendieses que mi cualidad de miembro del Partido es una misión sagrada que no puede servir para ventajas de carácter personal. Se lo pidió a Marisha, que rió:
– Con todos nuestros sanatorios llenos como barriles de anchoas y con listas de personas que tendrán que aguardar hasta la próxima generación, y con camaradas obreros que están gravemente enfermos, mientras él ni siquiera lo está todavía. Ciudadana Argounova, usted no se da cuenta de la realidad. No podía dirigirse a Andrei. Andrei la había abandonado. Varias veces, desde el día en que él había faltado a la cita, Kira había preguntado a Lidia:
– ¿No ha estado aquí Andrei Taganov? ¿No tenéis ninguna carta para mí?
El primer día Lidia le contestó: -No-. Al segundo, le preguntó sonriendo de qué se trataba. -¿Algún idilio…? -Y añadió que se lo diría a Leo… a Leo, que era tan guapo…
Kira la interrumpió bruscamente:
– Déjate de tonterías, Lidia. Se trata de un asunto importante. En cuanto sepas algo, avísame en seguida
Una noche, en casa de los Dunaev, preguntó como por azar a Víctor si había visto a Andrei Taganov en el Instituto.
– Ya lo creo -dijo Víctor-. Va todos los días.
Kira se molestó. Se sintió encolerizada y extrañada. ¿Qué habría hecho? Por primera vez reflexionó acerca de su comportamiento. ¿Había hecho alguna locura durante la excursión de aquel domingo? Intentó recordar todos sus gestos, todas sus palabras. No pudo acordarse de nada. Sólo recordó que él había parecido más feliz que de ordinario. Pero terminó decidiendo poner a prueba su amistad y darle una posibilidad de explicar su conducta. Le telefoneó. Oyó la voz de la patrona que gritaba:
– ¡Camarada Taganov! -con una inflexión de voz que implicaba que él estaba en casa… Una larga pausa. Y luego la patrona volvió y preguntó-: ¿Quién es? -y antes de que terminara de pronunciar su nombre la patrona le gritó-: No está. -Y colgó el auricular. Kira colgó el suyo, y decidió olvidar a Andrei Taganov.
Tuvo que pasar un largo mes para que Kira se convenciese de que la puerta de los sanatorios del Estado estaba cerrada para Leo y de que ella no podía hacer que se le abriese.
En Crimea había también sanatorios particulares. Pero éstos costaban dinero.
Kira encontraría el dinero.
Pidió ver al camarada Voronov y le pidió un anticipo sobre su sueldo, un anticipo de seis meses, lo necesario para que Leo pudiera marchar. El camarada Voronov sonrió ligeramente y le preguntó cómo podía tener la seguridad de continuar ni siquiera un mes en su empleo.
Fue a ver al doctor Milovsky, el padre de Vava, el más rico de sus conocidos, aquel de quien se decía, no sin cierta envidia, que tenía una cuenta corriente considerable en un Banco. El doctor Milovsky se puso escarlata y sus manos cortas y gordas se agitaron en un ademán nervioso, como si quisiera alejar a un fantasma.
– Pero, querida joven, ¿qué la hace a usted creer que yo soy rico o poco menos? ¡Realmente tiene gracia! ¿Yo, una especie de capitalista? ¡Pero si vivimos al día, de mi trabajo, como proletarios! ¡Absolutamente al día!
Kira sabía que sus padres no tenían nada, pero les preguntó si podrían ayudarla en algo. Sólo le contestó el llanto de Galina Petrovna.
Se dirigió a Vasili Ivanovitch; éste le ofreció lo último que poseía: el abrigo de pieles de su difunta esposa. Pero el precio del abrigo no habría bastado ni para comprar el billete hasta Crimea. Kira no aceptó.
Aunque sabía que Leo lo hubiera tomado a mal, escribió a la tía que éste tenía en Berlín. En la carta le decía: "Escribo porque le quiero tanto, y me atrevo a dirigirme a usted porque me figuro que también usted le quiere un poco." Pero no obtuvo respuesta. Por medio de murmullos misteriosos y secretos, más misteriosos y secretos que la G. P. U. que los vigilaba atentamente, se enteró de que había medio de pedir dinero prestado. Secretamente, y a un interés elevadísimo, pero se podía. Le dieron un nombre y unas señas, y se dirigió a la barraca de un comerciante particular en el mercado; allí, un hombre gordo se inclinó hacia ella por encima de un mostrador lleno de pañuelos rojos y de medias de algodón. Ella susurró su nombre y dijo una cifra. -¿Negocios? -preguntó el otro-. ¿Especulación? Kira sabía que valía más decir que sí.
– Bien -dijo él-. Puede combinarse. Los intereses serán el veinticinco por ciento mensual.
Kira se apresuró a asentir. Pero ¿qué garantía podía darle la ciudadana? ¿Garantía? Kira ya sabía que no le prestarían el dinero por su cara bonita. Podían ser pieles o brillantes, pieles finas o brillantes de cualquier clase. Pero ella no tenía nada que ofrecer. El hombre le volvió la espalda como si nunca hubiera hablado con ella.
Mientras iba en busca del tranvía, a través de los estrechos callejones del mercado llenos de barro, entre dos hileras de barracas, se quedó atónita al ver, en una barraca de próspero aspecto detrás de un mostrador lleno de pan blando, de jamones ahumados y de pirámides de mantequilla, a una cara conocida: unos grandes labios rojos bajo una nariz chata, de fosas casi verticales: el especulador del abrigo forrado de pieles y perfumado de esencia de clavo que ella y Leo habían encontrado en la estación Nikolaevsky. El hombre se había abierto camino en la vida. Sonreía a su clientela bajo una cortina de salchichones.
De vuelta a casa se acordó de alguien que había dicho: "Gano más dinero del que necesito."
¿Había algo que tuviera importancia en aquel momento? Iría al Instituto e intentaría ver a Andrei.
Cambió de tranvía para dirigirse al Instituto. Vio a Andrei. Le vio que venía por un corredor y la miraba, de tal modo que ella iba ya a saludarle sonriendo cuando él, bruscamente, se volvió y entró en una aula cerrando la puerta con violencia detrás de sí.
Ella se quedó inmóvil en su sitio, largo rato.
Cuando llegó a casa, Leo estaba en medio del cuarto, con una
hoja de papel en la mano, y su rostro era lívido.
– ¡Ah!, ¿conque esas tenemos? -farfulló-. Ahora resulta que te ocupas de mis asuntos? ¿De modo que escribes cartas? ¿Quién te pidió que escribieras?
Kira vio encima de la mesa un sobre con un sello alemán: ¡el sobre estaba dirigido a Leo!
– ¿Qué dice, Leo?
– ¿Quieres saberlo? ¿De veras quieres saberlo?
Leo le arrojó la carta a la cara.
Ella sólo vio una frase: "No hay razón para que debas esperar que te ayudemos. Tanto más cuando vives con una mujer del arroyo, una descarada que tiene el atrevemiento de escribir a personas respetables…"
A principios de otoño, una delegación del Círculo de Obreras Textiles visitó la Casa del Campesino. La camarada Sonia era miembro honorario de la delegación. Al ver a Kira en la oficina de la camarada Bitiuk, se echó a reír.
– ¡Bien, bien, bien! ¡Una leal ciudadana como Kira Argounova en la Casa Roja del Campesino!
– ¿Qué sucede, camarada? -preguntó obsequiosamente la camarada Bitiuk, nerviosa.
– Una broma -exclamó riendo la camarada Sonia-, una broma. Kira se encogió de hombros, resignada.
Cuando hubo una reducción de personal en la Casa del Campesino y Kira vio su nombre entre los de los despedidos como "elementos antisociales", no se sorprendió. Ahora todo le era indiferente. Gastó la mayor parte de su última mensualidad en comprar huevos y leche para Leo, que ni siquiera quiso probarlos.
Durante el día, Kira permanecía serena, con la calma de un rostro vacío, de un corazón vacío, de un alma vacía de todo pensamiento, excepto uno. No tenía miedo porque sabía que Leo necesitaba ir al Sur y que iría; no tenía la menor duda y por esto no tenía nada que temer. ¡Pero durante las noches…!