Una hora más tarde oyó pasos al otro lado de la puerta y ésta se abrió sin que nadie llamase. Lo primero que vio fue una maleta polvorienta, y luego la sonrisa, los labios plegados hacia abajo, abiertos sobre una dentadura blanquísima, en una cara bronceada por el sol. Kira se quedó inmóvil, cubriéndose la boca con el dorso de la mano.
– ¡Hola, Kira! -dijo Leo.
Ella no le besó; sus manos cayeron sobre los hombros del joven y fueron deslizándose a lo largo de sus brazos, mientras en las puntas de los dedos se concentraba toda la fuerza de su cuerpo; de pronto se inclinó y su rostro resbaló a lo largo del pecho de Leo, rozando su vestido; y cuando él intentó levantarle la cabeza, su boca se hundió desesperadamente en la mano de él; sus hombros se agitaron y prorrumpió en histéricos sollozos.
– ¡Kira, loquilla!
El reía por lo bajo, y sus dedos acariciaban sus cabellos, con un ligero temblor. La levantó entre sus brazos y la llevó al sillón, se sentó y la acomodó sobre sus rodillas, obligándole a besarle. -¡Esta es aquella Kira tan valiente que no llora nunca! ¡Pero si tendrías que estar contenta de verme, Kira…, déjalo, Kira… tontuela mía… querida… querida mía…!
Kira intentó levantarse:
– Quítate el abrigo, Leo, y…
– Estáte quieta.
El la estrechaba contra sí y ella se echaba hacia atrás, sintiéndose de pronto sin fuerzas para levantar los brazos ni moverse; como si no tuviera voluntad ni músculos, débil y abandonada bajo las manos de él. Y aquella Kira que despreciaba la femineidad sonrió tiernamente, radiante, confiada, con la sonrisa de una mujer, con la sonrisa de un niño atónito y maravillado, con los ojos empañados por las lágrimas.
Leo la miraba bajando los párpados, y su mirada era insultante, dejando al descubierto la comprensión de su poder; una mirada más voluptuosa que la caricia de un amante. Luego se volvió y preguntó: -¿Te costó mucho pasar este invierno?
– Un poco. Pero vale más no hablar. Ya pasó. ¿Ya no toses, Leo?
– No.
– ¿Y te encuentras bien? ¿Con ánimos de vivir?
– Me encuentro bien; sí. En cuanto a los ánimos de vivir… Se encogió de hombros; su cara era bronceada, sus brazos fuertes, sus mejillas ya no estaban hundidas; pero Kira observó en sus ojos algo que no se había curado, algo que tal vez estaba más allá de todos los tratamientos.
– Leo, ¿no pasó ya lo peor? ¿No vamos a empezar de nuevo…?
– ¿A empezar con qué? No te traigo nada; sólo un cuerpo sano.
– ¿Qué más puedo desear?
– Nada más que un gigoló.
– ¡Leo!
– ¿Qué? ¿Acaso no lo soy?
– ¿Ya no me quieres, Leo?
– Sí te quiero, te quiero demasiado. Quisiera no amarte. ¡Entonces sería tan fácil! Pero amar a una mujer y verla arrastrarse en este infierno que llamaban vida sin poder ayudarla, sino, por el contrario, hacerse ayudar por ella, cuando ya le es tan difícil procurar por sí misma… ¿te parece que he de bendecir esta salud que me has devuelto? La odio porque me la has devuelto tú, y porque te amo…
Ella dijo, dulcemente. -¿Preferirías odiarme también a mí?
– Sí; lo preferiría. Tú representas lo que perdí hace tanto tiempo. Pero te quiero tanto que me esfuerzo en seguir siendo lo que tú quieres que sea, aunque ya haya dejado de serlo. He aquí todo cuanto puedo ofrecerte, Kira.
Ella le miró con calma; sus ojos estaban secos, su sonrisa no era ya la de un niño; era una sonrisa más intensa que la de una mujer. Luego dijo:
– No hay más que una cosa que no debemos olvidar; es lo único que importa. Lo demás es sólo un detalle. No me interesa saber qué es la vida, ni qué hará la vida con nosotros. Pero no nos arrollará. Ni a ti ni a mí. Esta es nuestra alma, la única bandera que podemos levantar contra todos cuantos nos rodean. He aquí todo cuanto debemos saber del porvenir.
El le dijo con mayor ternura, con mayor energía que nunca:
– Kira, quisiera que no fueras como eres.
Ella escondió la cabeza en los hombros de él y murmuró: -No hablemos más de ello. Ya no tenemos nada que decir, ¿verdad? Tengo que levantarme y empolvarme la nariz, y tú debes mudarte y tomar un baño. Te prepararé algo que comer… pero antes déjame estar contigo, sólo unos segundos… déjame estar aquí, quieta… no te muevas, Leo…
Y su cabeza fue resbalando poco a poco sobre el pecho, las rodillas y hasta los pies de Leo.
Capítulo tercero
Una tarde, tres días después de la llegada de Leo, sonó la campanilla.
Kira abrió a medias la puerta, sin quitar la cadena. En el rellano había una señora gruesa con un abrigo elegante y suntuoso. Su cara, que parecía esconderse detrás de una barbilla prominente, se levantaba en un estudiado movimiento de graciosa interrogación, dejando al descubierto un grueso cuello blanco; sus labios gruesos y mal pintados, se abrían a medias sobre unos dientes blancos y fuertes. Su mano se posaba en un amplio chal de seda verde. Arrastrando las palabras con voz estudiada y pronunciando cada sílaba con precisión, preguntó:
– ¿Está Leo Kovalensky?
Kira contempló con incredulidad las sortijas de brillantes que resplandecían en aquellos dedos cortos y blandos y contestó: -Sí… desde luego…
Pero no quitó la cadena, y siguió mirando fijamente a aquella mujer.
Con una amanerada sonrisa, pero no sin que su acento denotara cierto aplomo, ésta añadió:
– Deseaba verle.
Kira la hizo pasar. La recién llegada la miró con curiosidad, entornando los ojos con aire interrogativo. Cuando entraron en la habitación Leo se puso en pie, sorprendido y frunciendo el entrecejo. La visitante le tendió las dos manos en un saludo teatraclass="underline"
– ¡Leo, qué contenta estoy de volver a verle! No he olvidado mi amenaza de venir a encontrarle. Me propongo llegar a cansarle a usted de veras.
Leo no sonrió en respuesta a su leve risa de espera. Se limitó a inclinarse con gracia y dijo:
– Kira, te presento a Antonia Pavlovna Platoshkina. Kira Alexondrovna Argounova.
– ¿Argounova? ¡Oh…! -dijo Antonina Pavlovna. Tendió el brazo en línea recta con los dedos pendientes como si diese su mano a besar a un hombre.
– Antonina Pavlovna y yo éramos vecinos en el sanatorio -explicó Leo.
– Y por cierto, él era un vecino muy poco amable. Estoy muy quejosa de él -dijo Antonina con una ronca sonrisa-. No quiso aguardarme. ¡Y yo tenía tantos deseos de volver con él! Es más, Leo: ni siquiera me dio usted el número de su casa. De modo que perdí un buen rato en obtener del Upravdom sus señas exactas. Los Upravdom son una de las calamidades inevitables de esta época, y todo lo que nosotros, la gente de las clases altas, podemos hacer es soportarlos con una sonrisa de condescendencia.
Se quitó el abrigo. Llevaba un vestido sencillo, de seda nueva, de excelente calidad, a la última moda, y ostentaba unos pendientes extranjeros de celuloide verde. Peinaba sus cabellos severamente hacia atrás, por la parte de la frente, y a los lados llevaba dos trenzas relucientes, pegadas a las mejillas, cubiertas de finos polvos blanquísimos. Sus cabellos eran de un inverosímil color anaranjado, del mismo color que el magnífico collar de ámbar que batía su pecho como un péndulo cada vez que ella se movía. El traje era muy elegante y bajaba bruscamente desde unas caderas muy anchas hasta unas gruesas piernas de delgados tobillos y unos pies tan pequeños que parecían haber de quedar aplastados por aquel peso desproporcionado. Se sentó, y su pecho se dilató en un ancho pliegue sobre su regazo.
– ¿Cuándo ha vuelto usted, Tonia? -preguntó Leo.
– Ayer. ¡Y qué viajecito! -suspiró-. ¡Esos trenes soviéticos! Verdaderamente creo que he perdido todo lo que gané en el sanatorio. Estuve haciendo cura de reposo para mis nervios -explicó apuntando la barbilla contra Kira-, porque, ¿qué persona razonable no tiene los nervios agotados, en estos tiempos que corremos? ¡Pero Crimea me ha salvado la vida!